“Mientras más rico el país, más de buen tono es mostrarse preocupado por la llamada ‘crisis de energía’” sentenció Iván Illich… ¡en 1974! Ocho años antes, cuando palabras como “multiculturalismo”, “reconocimiento” e “interculturalidad” todavía no estaban de moda, el políglota pensador originario de Austria, formado académicamente en cristalografía, filosofía, teología e historia, y después de largas convivencias con latinoamericanos en Nueva York y Puerto Rico, ya había fundado en Cuernavaca el Centro Intercultural de Documentación (CIDOC).[1] Uno de los objetivos principales de dicho proyecto era frenar la inundación de América Latina por el modelo del American way of life y denunciar sus efectos civilizatorios nocivos. En 1968 pronunció su famoso manifiesto “Al diablo con las buenas intenciones”, una crítica furibunda de “la invasión benevolente” de México y el Sur global.

Iván Illich. Foto tomada de ivanillich.org

Imperialismo, hegemonía, decolonialidad

En la conferencia mencionada, el tema principal no era la discusión de los valores éticos de quienes querían “ayudar” a los “países subdesarrollados”. Iván Illich más bien trató de hacer ver cómo dicha ayuda se convertía en su contrario, o sea, en instrumento socioeconómico y político para reforzar la desigualdad social y para cimentar el neo-colonialismo o imperialismo (hoy frecuentemente discutido como “colonialidad”). Particularmente le interesaba la dimensión cultural de dicha dependencia que en los años setenta las obras del marxista italiano Antonio Gramsci y de otros contribuyeron a entender mejor mediante la categoría de hegemonía. 

En 1971, influenciado ciertamente por los espectaculares experimentos pedagógicos de Paulo Freire en Brasil y otras partes y compartiendo el rechazo del “monólogo solipsista y narcisista” que “debe ser asimilado pasiva, silencio e inapelablemente” por los educandos, Illich publicó su más famoso y primer libro de varios contra el sistema escolar infantil y juvenil vigente. Fustigaba que la escuela dominaba sobre la educación, porque la “sujeción, ejercida sobre seres humanos saludables, productivos y potencialmente independientes, es ejecutada por la institución escolar con una eficiencia sólo comparable a la de los conventos, kibbutzim o campos de concentración”. 

Posteriormente, Illich -siempre ocurrente, informado y polémico- se dedicó a cuestionar[2] de modo cáustico y agudo la medicina moderna y las políticas de salud (ensayo que volvió a editarse y a comentarse repetidamente durante la reciente pandemia coronavírica); la “tecnocracia clerical” y la “aristocracia sacerdotal” de la iglesia católica; la industria del transporte y la contraproducente saturación de vías y territorios por automotores (y proponiendo en su lugar la bicicleta); la desigualdad de género y el arte de habitar; la expropiación del tiempo y del habla propia (“para que los pobres hablen a la manera de los ricos, los enfermos a la de los que están bien y los negros a la de los blancos”); la infantilización de la/os adulta/os a través de la multiplicidad de experta/os; y la sustitución del trabajo lúcido y gustoso por el empleo asalariado rutinario: “Esforzarse en producir algo agradable, amar lo que uno hace, son nociones vacías de sentido en una sociedad donde sólo cuenta la pareja mano de obra/capital”.  

Convivialidad, Buen vivir, comunalidad

Una y otra vez Iván Illich criticaba acremente el concepto de desarrollo, que en plena Guerra Fría se había establecido como meta mundial compartida por países “desarrollados” y “subdesarrollados” y, desde entonces y hasta hoy, como estrategia socioeconómica autoevidente y casi automática para el Tercer Mundo, duplicada originalmente por la llamada “Alianza para el Progreso” en América Latina y el Caribe: “Fundamentalmente, el desarrollo implica el remplazo de capacidades generalizadas y de actividades de subsistencia por el empleo y el consumo de mercancías; implica el monopolio del trabajo remunerado en relación con todas las formas de trabajo; por último, implica una reorganización tal del entorno, que el espacio, el tiempo, los recursos y los proyectos se orientan hacia la producción y el consumo, mientras que las actividades creadoras de valores de uso, que satisfacen directamente las necesidades, se estancan o desaparecen.”  

Frente a esta concepción del ser humano y del mundo, Illich propuso en 1978 en un libro con tal título, la “convivencialidad” o “convivialidad”, no como sencilla opción alternativa, sino como vía diferente a una vida digna que exigía una auténtica reconstrucción de la sociedad: “La convivencialidad es la libertad individual, realizada dentro del proceso de producción, en el seno de una sociedad equipada con herramientas eficaces”. Como se puede ver, igual que otros críticos del industrialismo tecnocrático intencionalmente malinterpretados, Illich no rechazaba la tecnología moderna ni las instituciones complejas, ni se limitaba a formular llamados de ética individual o colectiva. En cambio, definió sobrevivencia, equidad y autonomía creadora como criterios decisivos para el uso de la tecnología y la organización del trabajo humano. Años después, como era de esperarse, enfocó su crítica en la “cibernética en cuanto metáfora dominante”, y en “la computadora en cuanto aparato potencialmente anestésico”. Hoy día, seguramente se dejaría inspirar por Assange, Manning y Snowden y analizaría los negocios multimillonarios y los efectos alienantes de las llamadas “redes sociales” y de las plataformas electrónicas.

Iván Illich no fue el único que generaba, difundía, proponía, discutía en ese tiempo formas de pensamiento propio en, para y desde el Sur, tal y como se hallan también en los ochenta cuadernos del ifda-dossier o, más recientemente, en la fascinante colección de experiencias recopilada en Pluriverso: un diccionario del postdesarrollo. Llama la atención la renovada emergencia de reflexiones teóricas, ensayos prácticos y concepciones de convivencia humana, ahora en buena medida generadas por comunidades y grupos indígenas en varias partes de América Latina, cultivadas bajo el nombre del Buen vivir andino o de la comunalidad mesoamericana, opuestas a estrategias de expolio de la naturaleza, centradas en el vivir digno y con una perspectiva claramente antidesarrollista –lo que no significa, como es sabido, sin conflictos o sin debates sobre cómo construir un futuro mejor desde el Sur–. 

¿Y las universidades y los centros de investigación?

En toda América Latina, la investigación científica en las universidades y centros especializados, casi todos públicos, se halla arrinconada –ni siquiera un país como México ha podido en un cuarto de siglo alcanzar la mitad del 1% del Producto Interno Bruto legalmente dispuesto para tal actividad–. Empero, hay pocas quejas de esta situación, y éstas tampoco han aumentado en vista de la inexistencia pasmosa de vacunas, aparatos terapéuticos y hasta instrumentos básicos para responder a la pandemia. 

Al mismo tiempo no deja de llamar la atención la marcada neoliberalización del sistema educativo universitario, que parece consolidarse a la par del incremento paulatino del porcentaje de las poblaciones nacionales ingresado a las instituciones de “educación superior” –¿acaso las tecnocracias han crecido en cantidad y poder para desactivar al estudiantado potencialmente disruptivo y controlar mejor algunos sectores inquietos de sus docentes? ¿Por qué no se ha podido revisar pausada y colectivamente, al cabo de dos largos años de actividades docentes extremadamente endebles en todos los niveles, el sistema educativo entero, sus programas y sus condiciones, sus hipotecas y su potencial, su orientación cognitiva y social? Los a cada rato cambiantes “modelos” educativos, pedagógicos, académicos, integrales, etc., ¿siguen asemejándose al modelo “bancario” criticado hace medio siglo por Freire e Illich y otros, incluso en programas de ciencias sociales y humanas, donde asumen frecuentemente el formato de las llamadas competencias para adiestrar “habilidad adquirida gracias a la asimilación de información y a la experiencia, saber hacer, capacidad para realizar una tarea profesional según criterios estándares de rendimiento, definidos y evaluados en condiciones especificas”? 

“El desarrollo personal no es una entidad mensurable”, decía Iván Illich. “Es crecimiento en disensión disciplinada, que no puede medirse respecto a ningún cartabón, a ningún curriculum, ni compararse con lo logrado por algún otro. …  El aprendizaje que yo aprecio es una recreación inmensurable.” Así, la crítica del sistema educativo domesticador fue solamente el primer paso hacia un cuestionamiento general –y pendiente– de muchos aspectos clave del modo de vida impuesto desde el Norte.


Notas

[1] Posteriormente, se creó con las mismas siglas, y en cierta relación de continuidad, el Centro Intercultural para el Decrecimiento y la Organización Comunitaria.

[2] Varios de sus textos (y las expresiones textuales aquí citadas) se hallan en los dos volúmenes de sus Obras reunidas, editadas y revisadas por Valentina Bornemans y Javier Sicilia (Fondo de Cultura Económica, México, 2006 y 2008). Algunos de dichos textos y otros más se hallan también en este portal.