Cuando el mundo supere la pandemia por el COVID-19, es improbable que podamos regresar a los mismos hábitos de consumo y transporte, que nos alimentemos igual, que la educación se imparta con los esquemas de antaño, que participemos en las mismas cadenas de valor y aprovisionamiento, que la relación entre las personas y el medio ambiente no se modifique, que el trabajo se organice igual que antes. Difícil, incluso, que las exigencias hacia nuestros gobiernos retomen las mismas prioridades en los mismos términos.
Entre las consecuencias distópicas inmediatas, el FMI prevé que la economía mundial se contraiga en promedio un 3.3% en el 2020, lo que significa una degradación de 6.3% a las estimaciones que se tenían en enero (y al menos de 6% en México). Además, estima que el costo fiscal de las medidas contracíclicas implementadas a nivel mundial para enfrentar la emergencia se eleve a 3.3 billones de dólares, lo que impactaría en la deuda pública bruta de 13% del PIB. Por su parte, la OIT estima que al final del segundo semestre del año, el COVID-19 habrá borrado 6.7% de las horas de trabajo en el mundo, equivalente a 195 millones de trabajos a tiempo completo (según la CEPAL, esto representa casi 11,5 millones de nuevos desempleados y 29 millones de pobres más en América Latina y el Caribe).
A la catástrofe macroeconómica, se suma la tragedia humanitaria. El conteo global de las muertes directas por el coronavirus (más de 737mil en agosto) deberá complementarse con los fallecimientos que se ocasionarán por factores indirectos. La FAO advirtió, por ejemplo, sobre el riesgo de que se genere una pandemia de hambre, con un aumento de las personas que vivían con niveles de hambre extremos de 135 millones a finales de 2019, a 265 millones cuando se levanten las cuarentenas impuestas para contener el coronavirus. En este escenario es prudente prepararse a que los insuficientes flujos destinados a la Ayuda Oficial al Desarrollo (AOD) -y la cooperación al desarrollo en general- se limiten aún más.
Paradójicamente, las pretensiones de los gobiernos y los actores sociales por reabrir la actividad económica cuanto antes reflejan su empeño por reconstruir el mundo en el que vivíamos previo a la contingencia. Las intenciones de los encargados de preparar el desconfinamiento parecen claras: reactivar la economía, rehabilitar los calendarios electorales, retomar la agenda internacional. En otras palabras, restablecer el software al 29 de enero de 2020.
Frente a tal escenario, la pregunta al origen de esta reflexión es ¿cómo evitar regresar a lo mismo? ¿cómo reiniciar de manera diferente? ¿con qué alternativas contamos? Las pistas son diversas y forman parte de una discusión global vigente desde hace muchos años, una discusión que cuestiona los conceptos, instrumentos y realidades que vehicula la disciplina del desarrollo, a fin de teorizar lo que podríamos descubrir del otro lado del océano. Este texto es un recorrido por algunos de los planteamientos del posdesarrollo que nos permiten pensar a Mexico después del COVID-19.
Desde el confinamiento -posible gracias al privilegio de contar con un salario fijo para trabajar desde casa-, este artículo invita a cuestionar el modelo de desarrollo dominante a partir de cinco ángulos: reevaluar la desaceleración del mundo; reconfigurar la globalización; reinventar el sistema de cooperación internacional; repensar el desarrollo desde México; y redefinir el bienestar individual. Problemáticas subyacentes a la pregunta: ¿a qué modelo de desarrollo aspiramos? Un intento por vislumbrar los cambios radicales que se requieren, para evitar a toda costa el regreso al statu quo.
Reevaluar la desaceleración del mundo
Los colapsólogos lo repiten desde hace algunos años: la incertidumbre es el prerrequisito para la acción. Pablo Servigne a menudo expone que, si supiéramos con certeza que el mundo se va a acabar, ninguno de los esfuerzos para evitar el colapso ambiental valdría la pena. En caso contrario, si tuviéramos la confirmación de que el mundo no se va a acabar, hagamos lo que hagamos, las acciones en favor de la sustentabilidad del planeta también perderían sentido. En el mundo que emergerá después de la contingencia ocasionada por el COVID-19, las sociedades tendrán que navegar escenarios futuros con altos niveles de incertidumbre.
Cuando la mayor parte de los confinados regresen a las calles y retomen los espacios públicos, tendrán que lidiar con gobiernos obsesionados con la reanimación de la economía, así como con la obstinación de sus empleadores por recuperar de manera urgente el tiempo perdido. Durante los próximos años, los actores económicos proyectarán sus expectativas -sobre estimuladas- en ciudadanos y ciudadanas a los que se les solicitará, ni más ni menos, que se responsabilicen de la reactivación económica.
Antes de que eso pase, se aprecia la oportunidad de reevaluar la desaceleración del mundo. En una coyuntura que precipitó involuntariamente una trayectoria de decrecimiento, recordando tangencialmente la tesis de Serge Latouche: ¿con qué alternativas se cuenta para no regresar inercialmente al sobrecalentamiento de la actividad económica y del planeta? La Organización Metereológica Mundial, por ejemplo, identificó una reducción del 25% de las emisiones de carbono (CO2) de China, a solo cuatro semanas del inicio de su cuarentena. En este sentido se formula la paradoja-oportunidad del cambio climático, que demuestra la capacidad de la acción colectiva e individual para reducir la contaminación, los desechos y los gases a efecto invernadero, y que alerta al mismo tiempo sobre el riesgo de volver al punto inicial, si no se aprovecha la situación para afianzar cambios sustentables (un reporte de la ONU calcula que los países tendrían que recortar sus emisiones un 7.6% durante la próxima década, para cumplir con el compromiso de limitar el calentamiento global a 1.5ºC).
El entorno nos sitúa en un punto de inflexión: las presiones económicas pueden constreñir a los gobiernos a sacrificar las endebles conquistas en materia de lucha contra el cambio climático, o habilitar la voluntad política para capitalizar el beneficio colateral de la desaceleración del mundo provocada por el COVID-19. La segunda opción no podrá realizarse sin la aprobación de paquetes de estímulos económicos que apoyen comportamientos colectivos e individuales compatibles con la sustentabilidad ambiental, reiniciando la economía, con un sistema operativo diferente.
En esta lógica, Ivan Illich sitúa el consumo insaciable de la energía que necesita el desarrollo económico moderno al centro de las causas de la desigualdad y la injusticia social. Su crítica considera el consumismo energético como una de las instituciones que fundan la economía contemporánea, a la par de la escuela, la salud y el desarrollo. Al contrario, Illich las enfrenta con herramientas que no ponen en peligro la existencia de los usuarios de dichas instituciones, como la bicicleta o una sociedad cooperativa obrera de producción que practica la autogestión.
Reconfigurar la globalización
Mucho podrán vociferar los autócratas que dirigen algunas de las potencias más importantes del mundo, pretender superar una crisis internacional desde el aislacionismo es absurdo. El proceso que hará posible la creación de una vacuna, por ejemplo, no es menos que el resultado de un fenómeno internacional complejo: la ciencia y la tecnología. No obstante, en el mundo de la globalización prometido al final de la Guerra Fría, en ese fin de la Historia, la crisis ocasionada por el coronavirus ha venido a revelar las vulnerabilidades de la interdependencia.
Vulnerabilidades que han quedado al descubierto en las naciones emblemáticas de la globalización, en los núcleos que articulan las redes globales de producción y comercio: China, Europa y Estados Unidos. Naciones dirigidas por gobiernos del llamado ‘primer mundo’ que, a pesar de todo, se mostraron incapaces de prevenir los escenarios catastróficos provocados por la pandemia: rupturas del stock de insumos médicos básicos, insuficiencia del personal de salud, saturación de la infraestructura hospitalaria, hasta llegar -en algunos casos- al colapso de los servicios funerarios. Sin ánimos de soslayar el carácter inusitado de la pandemia, la población desamparada no podrá evitar preguntarse ¿qué se hizo mal? ¿cómo pudieron países ‘desarrollados’ estar tan mal preparados?
Uno de los elementos de respuesta se puede rastrear hasta los fundamentos mismos de la globalización. La desindustrialización y el traslado de las cadenas de producción a países con mano de obra barata exhibieron la incapacidad de los países europeos más afectados para dotar a su personal de salud del material básico necesario para la atención de los pacientes con COVID-19. La globalización es un motor que funciona a base de competencia internacional, combustible que consume metódicamente las chispas de solidaridad global que suelen surgir cada vez que nos enfrentamos a una crisis. Entre el repliegue de Estados Unidos -consecuencia de su declive relativo- y el afianzamiento de las pretensiones globales de China, la correlación de fuerzas que emergerá después de la contingencia abrirá espacios para reconfigurar la globalización.
Antes de entrever un regreso al mundo bipolar, es más sensato distinguir el advenimiento de un orden multipolar y una economía regionalizada (alrededor de China, India, Europa y Estados Unidos), con potencias capaces de proyectar su poderío en regiones específicas, influenciables mediante procesos de integración económica, comercial, política y cultural, pero con medios insuficientes para imponerse más allá. De ahí que el nearshoring surja como una alternativa a la deslocalización, recomendada por el Foro Económico Mundial como parte de los esfuerzos necesarios para reducir la vulnerabilidad de las potencias económicas exportadoras frente a los embates que se originan al otro lado del planeta.
Sin un cambio de aceite y de combustible, el riesgo es que la globalización regrese a su forma original. El reemplazo de la lógica competitiva por dinámicas de solidaridad internacional y cooperación podrían prevenir el regreso al statu quo. La especulación y las estrategias de acaparamiento de los insumos médicos codiciados en el mercado internacional (la guerra de mascarillas entre Estados Unidos y Francia, por mencionar un ejemplo deplorable), habrá que anteponer experiencias concretas de solidaridad global (las imágenes de los médicos cubanos llegando a Italia se vuelve la más evidente).
Para luchar en contra de una globalización -que domina, aplana y promueve la estandarización de las diferencias entre grupos y personas, que concibe el mundo como un patio de recreo uniforme y folklórico, un terreno de viaje para algunas minorías, mientras que la mayoría de las personas están cada vez más encerradas y atrincheradas, resistiendo a la pérdida de su cultura-, Édouard Glissant piensa en una globalidad que nos ayuda a concebir el “mundo como Mundo”, representación de un espacio específico fundado sobre la interdependencia, la solidaridad, la interacción y el sentimiento de pertenencia a una sociedad global diversa y respetuosa de las especificidades comunitarias y culturales.
Reinventar el sistema de cooperación internacional
En una tribuna común reciente, el Administrador del Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) y el Secretario General de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) hacen un llamado para atender la peor crisis de desarrollo de este siglo, mediante una serie de medidas para la acción. En la configuración actual, las ventanas de oportunidad para que los países y las instituciones internacionales implementen las seis propuestas son muy reducidas, por no decir inverosímiles.
Al respecto, será difícil evitar que los países mantengan al mismo nivel su AOD, cuando se requerirá la movilización de recursos adicionales para la atención de la pandemia a nivel nacional. Difícil evitar que los países ricos acaparen el aprovisionamiento de los suministros médicos más demandados en el mercado internacional. Se ve difícil que los países rechacen en bloque los impulsos nacionalistas que han llevado a muchos a restringir -y en el peor de los casos a sellar- sus fronteras. Es difícil creer que los negocios recortarán el costo de envío de las remesas a los países ‘en desarrollo’. Resulta más difícil aún que las instituciones financieras internacionales dispongan de la liquidez necesaria para satisfacer las necesidades crecientes de deuda. Será difícil, en última instancia, impedir que la atención de la pandemia por COVID-19 obnubile a otras crisis existentes.
Aunado a lo anterior, la pérdida de confianza en las instituciones multilaterales tiende a agravarse. Las recientes embestidas a la Organización Mundial de la Salud, la parálisis del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ante la urgente necesidad de coordinar la acción internacional y la ineficacia de la Organización Mundial del Comercio en materia de regulación farmacéutica ilustran bien la situación. El irrelevante llamado del G7 y G20 para suspender temporalmente el pago de la deuda de los países más pobres da fe de los límites de su función. La erosión del sistema de cooperación internacional amenaza con fortalecer, aún más, la propensión de los gobiernos por la ayuda bilateral, a expensas de la tan necesitada asistencia multilateral.
En el ámbito de la cooperación para el desarrollo (en cualquiera de sus modalidades), se ha documentado que el sistema vigente privilegia la opacidad en la gestión, la fragmentación de los recursos asignados, la selección de los beneficiarios con base en criterios políticos, los canales ineficaces para la ayuda y la sobre-burocratización de su gestión. La narrativa compartida sobre el deber moral de los países occidentales ‘ricos’ por compensar a los países ‘en desarrollo’ se ha vuelto obsoleta. Para lograr que el multilateralismo adquiera la capacidad de responder a los desafíos globales del futuro, no se puede hacer menos que reinventar el sistema de cooperación internacional.
El estimulante trabajo de Jonathan Glennie avanza en este sentido y considera que es hora de ponerle fin al paradigma de la ayuda internacional, adoptando una nueva visión sobre el concepto de Inversión Pública Global. El diagnóstico es consensual: los recursos globales disponibles para el desarrollo son insuficientes para financiar la consecución de la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. Utilizando la analogía de la Unión Europea, la Inversión Pública Global materializaría un compromiso universal, estableciendo un mecanismo de financiamiento público internacional al que contribuirían todos los países en condiciones favorables para promover el desarrollo sostenible. El propósito es conseguir los trillones que hacen falta para alcanzar los objetivos globales de desarrollo.
Para esto, Glennie formula dos escenarios: uno en el que todos los países contribuirían con el 0.7% de su PNB; el otro, en el que los gobiernos contribuirían según la categorización que realiza el Banco Mundial con base en su PNB per cápita. En el último escenario, se estima la movilización adicional de $474.5 billones de dólares por año, monto que supera con creces los $152.8 billones que se destinaron a la AOD en el 2019. Las implicaciones en la gobernanza global serían transcendentales, puesto que el eventual acuerdo por parte de los países ‘en desarrollo’ para sumarse al compromiso universal conllevaría ineludiblemente un reequilibrio en el seno de las organizaciones multilaterales, instalando así la nueva correlación de los poderes geopolíticos.
Repensar el desarrollo desde México
Es innegable, la Cobertura Universal de Salud es la política pública más eficaz para prepararse y enfrentar las pandemias que vendrán. Concretamente, se trata de garantizar el acceso a medicamentos gratuitos, en instalaciones hospitalarias de calidad, que cuenten con personal de salud suficiente, formado y gozando de condiciones laborales dignas. No obstante, a la llegada del coronavirus en México, la situación del sistema público de salud era desoladora: fragmentación territorial y desorganización entre los servicios disponibles; personal de salud insuficiente (según datos del CONEVAL de 2018, 2.4 médicos y 2.8 enfermeros por cada 1000 habitantes, mientras que el promedio de los países de la OCDE es de 3.4 y 9 respectivamente) y en situaciones laborales precarias; casi 68 millones de personas sin seguridad social; abandono masivo de establecimientos hospitalarios; opacidad y discrecionalidad en la transferencia presupuestal a los Estados; y, en general, un sector público desmantelado e insertado disfuncionalmente en mercados internacionales privados hospitalarios y farmacéuticos.
Estructuralmente, es el resultado de un Estado que, durante muchos años, abandonó una de sus responsabilidades fundamentales: el derecho humano a la salud. Los adeptos del modelo actual explicarán que se trata de un daño colateral de la implementación -con brío- de las recomendaciones predicadas por el Consenso de Washington. Sus adversarios lo considerarán consecuencia del dogma privatizador vehiculado por el pensamiento dominante de los últimos 30 años. Consecuencia de considerar a la salud como una mercancía, vinculando fatalmente el sistema mexicano de salud a la lógica de mercado. La crisis ocasionada por la pandemia de COVID-19 apela al resurgimiento de lo público, al regreso del Estado. Frente al desvanecimiento de la quimera de la abundancia y el crecimiento permanente, no queda otra opción que repensar el desarrollo desde México.
Muchos anuncian desde ya que la pandemia por coronavirus acelerará macrotendencias existentes. En el ámbito social: la colaboración masiva en línea, la normalización de las medidas de distanciación física, la implementación de modelos de seguridad y vigilancia constante (Noah Harari lo explica con la noción de under-the-skin surveillance), el despegue definitivo de la telemedicina. En lo económico: la digitalización de los modelos de negocio, la inestabilidad de las cadenas de aprovisionamiento, la regionalización de la economía global. En el medio ambiente: la reconexión con el medio ambiente natural, el mantenimiento de las restricciones al transporte y la planificación ecológica.
Si este escenario termina por sellar la obsolescencia de las políticas públicas neoliberales, los gobiernos que se sucedan en nuestro país habrán de enfrentarse a un dilema existencial ¿cuál es el papel del Estado en el mundo que emerja después de la contingencia? La reconstrucción del sector público en medio de una recesión generalizada, por ejemplo, requerirá de la creatividad de los actores sociales para reformular el propósito de la economía en general. Para prepararse a vivir la extinción de la industria energética a base de combustibles fósiles, encontrar los medios para erradicar la feminización de la pobreza y reemplazar el desempleo masivo que generará la automatización (estimaciones prevén que 14% de los empleos en los países de la OCDE están en riesgo).
En México, como en el resto de los países, se necesitará de un Estado estratégico que prepare la sociedad a los grandes desafíos que se avecinan. Un Estado que proponga políticas para hacer frente al cambio climático, redistribuir las riquezas entre sus ciudadanos, garantizar la igualdad de derechos a las mujeres, facilitar el acceso al trabajo para que las personas no se vean en la obligación de migrar, proveer seguridad, salud y educación a su población. Un Estado que se despliegue en el territorio, que proteja, que regule, que reequilibre, que rearticule, que vuelva a tener la facultad de planificar. Se trata de contrarrestar el ciclo que ha llevado a su desmantelamiento, para devolverle la capacidad de reincrustar la economía en el ámbito público, reconectarla con los objetivos de bienestar social, luchar en contra de su tendencia a la financiarización y su propensión para crear ‘burbujas’ artificiales.
Así como los sistemas de seguridad social surgieron en Europa al despertar de la Segunda Guerra Mundial, innovaciones como el establecimiento del ingreso mínimo vital (medida aprobada en mayo por el gobierno español para las familias más vulnerables) podrían guiar los esfuerzos de reconstrucción en la etapa posterior a la pandemia.
Redefinir el bienestar individual
La pobreza nunca podrá ser erradicada si se sigue entendiendo como la incapacidad de una persona a acceder a la economía de mercado y si los pobres se siguen contabilizando a partir de una línea constituida por el ingreso económico mensual per cápita ($1,9 USD en PPA de 2011). La pobreza siempre formará parte de la realidad de una sociedad obsesionada con la abundancia y, al mismo tiempo, frustrada por la imposibilidad de alcanzarla. Si no se modifican los marcos de referencia, los pobres seguirán siendo, en su gran mayoría, mujeres, niñas, ancianos, racializados, indígenas y refugiados. Seguramente seguirán viviendo en los países llamados ‘en desarrollo’, y muy probablemente, seguirán aumentando en términos absolutos.
En el México que se avizora después de la contingencia, en un mundo que confirmará el valor constante de la escasez de los recursos naturales y materiales, redefinir el bienestar individual se vuelve impostergable. En la sociedad de la escasez, es ingenuo pensar que algún día se generará la riqueza suficiente como para reequilibrar la desigualdad estructural que afecta la repartición de los ingresos entre los países, como al interior de ellos. Nunca está de más recordar que en México, según lo reiteró Oxfam a principios del año, las seis personas más ricas en el país concentran más riqueza que el 50% de la población más pobre. ¿Qué alternativas se pueden considerar?
Para Majid Rahnema, la distinción entre la pobreza y la miseria es fundamental. Mientras que la pobreza se puede vivir dignamente -desde la simplicidad, la independencia, el arraigo a ciertos valores culturales y con el apoyo que brinda la comunidad de la que se forma parte-, la miseria resulta de la dependencia a la ayuda extranjera, del despojo de la capacidad para sobreponerse a las dificultades que amenazan la vida, de la privación de todo lo que constituye la singular esencia humana. El desarrollo como ideología modernista y la predisposición de la globalización a reemplazar las interacciones sociales por transacciones mercantiles, fungen como una fábrica creadora de miseria. A nivel individual, sus argumentos sostienen que cada uno de nosotros, a partir de nuestras actividades cotidianas y de manera más o menos activa, somos productores potenciales de las penurias que empujan los pobres a caer en la miseria.
En consecuencia, Rahnema expone cómo la lucha en contra de la miseria -mediante la revalorización de la pobreza y la búsqueda de una vida basada en la simplicidad y la solidaridad- es la única lucha verdaderamente útil. Se trata de que las sociedades satisfagan las necesidades esenciales de sus integrantes, evitando la producción de necesidades superfluas construidas artificialmente (cimiento y modus operandi de la lógica capitalista).
En suma, para redefinir el bienestar individual, no solo habrá que medir más allá del ingreso. Será necesario cuestionar el glosario vigente que formula la lucha contra la pobreza, rehabilitar conceptos, abandonar definitivamente el sueño de la acumulación ilimitada de riquezas, y reposicionar el desarrollo en un horizonte en el que el bienestar individual no comprometa el bienestar social hoy en día y en el futuro.
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En conclusión: contadas son las veces en las que se puede afirmar que el mundo nunca volverá a ser el mismo, ésta es una de esas. Los trastornos provocados por la pandemia que paralizó el planeta (en marzo, más de 100 países habían instruido un confinamiento total o parcial) nos exigen cuestionar los caminos posibles a fin de modificar el rumbo. Los impulsos por regresar a la antigua normalidad no deberían impedir dar unos pasos atrás, ganar perspectiva y entender el trasfondo, amplio y profundo, estructural y complejo, que comparten las reflexiones actuales sobre el mundo después de la contingencia.
El debate que resurge, no sin dificultad, es ese que cuestiona los modelos de desarrollo al que aspiran las sociedades y que persiguen las políticas públicas implementadas por los gobiernos. El riesgo es que, en vez de abordarlo frontalmente, el debate sea asfixiado por la tiranía de la urgencia y nublado por la miopía de las políticas públicas y económicas. En otras palabras, que no se esté a la altura de la situación.
Pensar en el lugar que México ocupará en el mundo después del COVID-19 ofrece la oportunidad de considerar las hipótesis del posdesarrollo como instrumentos que nos permiten imaginar futuros distintos. Superar la concepción liberal del desarrollo, para inventar el barco en el que navegaremos la era postindustrial: reevaluando la desaceleración del mundo; reconfigurando la globalización; reinventando el sistema de cooperación internacional; repensando el desarrollo desde México; y redefiniendo el bienestar individual. A esto se refería Alain Touraine cuando presentaba el desarrollo liberal como una flecha, y su superación como fuegos de artificio.