Vivimos tiempos de cambio respecto a la forma de ver el racismo en México. Aquí me centraré en el discurso antirracista del más reciente “Plan de Estudios de la educación básica” (en adelante “el Plan”), dado a conocer en agosto de este año por la Secretaría de Educación Pública (SEP). Se ha señalado ya que la actual reforma educativa introduce una buena cantidad de conceptos que no siempre están claramente delimitados. Aquí consideraré las coordenadas de la propuesta antirracista del Plan con la intención de contribuir a clarificar el diálogo con las y los docentes que pondrán en marcha el nuevo currículo en las aulas. Si bien es cierto que en la implementación de un nuevo plan de estudios son fundamentales los equilibrios políticos y el peso que puedan tener las inercias sociales, no abundaré en estas cuestiones que ya han sido tratadas por Mauro Jarquín Ramírez en Revista Común, entre otros investigadores. En su lugar, me centro en el potencial de las ideas por sí mismas. 

Hoy en día hay un creciente reconocimiento de la existencia de un racismo profundo y persistente en la sociedad mexicana. Durante la mayor parte del siglo XX decir que los mexicanos no éramos ni podíamos ser racistas porque éramos mestizos no fue solo una afirmación oficial sino también un sentir muy extendido. Sin embargo, tanto en las universidades en las últimas décadas, como en algunos sectores del activismo en los últimos años, se ha desmantelado la idea de que no somos racistas, señalándose las múltiples formas en que las concepciones de mestizaje, consideradas como ideología que oculta intereses específicos, tenían en su base un ideal de blanqueamiento anti-indígena y anti-negro. Se ha considerado también la porosidad de las identificaciones como indígena, negro y mestizo, y esto ha abonado a los análisis que se centran en el ejercicio y la experiencia del racismo entre personas que se consideran a sí mismas como mestizas, por lo tanto concibiéndose el racismo como un problema de toda la sociedad mexicana. Sin embargo, estas discusiones no parecen haber tenido un lugar central en el mundo educativo, ni ser una iniciativa docente, de manera que su inclusión en el Plan amerita considerar los términos de la propuesta.

Con el Plan de 2022 el antirracismo hace una entrada explícita en los fundamentos pedagógicos de la educación básica; no es su característica central, ni la más llamativa, pero persiste a lo largo del texto: el término “racismo” aparece doce veces, “racista” tres, y “raza” once (mientras que “género” aparece sesenta y una veces). Estas frecuencias son consistentes con la estructura del documento: el antirracismo no es un “eje articulador del currículo”, y sí lo son la “inclusión” (donde se comprende la desigualdad por “condición étnica”), la “interculturalidad crítica” y la “igualdad de género”, entre otros. Sin ser protagonista, el antirracismo encaja como una pieza importante en la propuesta general de una educación “decolonial” y con “la comunidad como núcleo de los procesos educativos” (p. 78). La centralidad de la perspectiva comunitaria y decolonial, así como la propuesta a favor de las “epistemologías del Sur”, que buscan romper con la “mercantilización de la educación” (p. 54), han sido objeto de crítica en discusiones públicas, por considerarse que ponen a la comunidad por delante del individuo, y por quienes señalan que no es acorde a la defensa del “progreso científico” en el artículo 3º constitucional, ni da suficiente espacio a las ciencias y matemáticas. En otras palabras, el Plan y los documentos que lo precedieron no han estado exentos de polémica y en ella el antirracismo ha quedado un tanto opacado, aclaremos entonces su posición.

El Plan hace una crítica explícita al nacionalismo y el mestizaje retomando discusiones académicas y públicas mexicanas. Se denuncia que hasta ahora el mestizaje ha sido el referente “identitario” (p. 45) y “cultural del currículo de la educación básica” (p. 47), colocando al mestizo “como sujeto ideal”, dejando fuera “la diversidad étnica y cultural del país, incluyendo las diferencias de clase, género, sexual y de capacidad” y, por lo tanto, contribuyendo a reproducir la desigualdad. De esta manera, se critican los afanes homogeneizadores del nacionalismo mestizo y se establece a “la comunidad” “como el núcleo integrador de los procesos de enseñanza y aprendizaje”, que permitirá “una relación educativa de carácter colectivo, solidario y democrático, vinculada con la realidad y significativa para las y los estudiantes” (p. 7). En este esquema “lo nacional” no se descarta pero “tiene que reposicionarse como espacio de lo común desde la diversidad” (p. 9). Cómo se concretaría esto en las aulas no se ha dicho aún. En conjunto, en esta sección del Plan, como en el resto, es más claro a qué se oponen (el nacionalismo mestizo) que lo que proponen (la comunidad).

A pesar de las imprecisiones, el Plan sienta las bases para pensar el racismo como un problema para el conjunto del país, para minorías y mayorías. Esto es significativo porque la tendencia del discurso de la diversidad en México a identificarse con lo indígena (y crecientemente, además, con lo afromexicano), puede hacer que los asuntos de “diversidad” queden reducidos a cuestión de minorías, cuando se conciben como problemas; o a sello distintivo de México en el concierto de naciones, cuando se les otorga un valor positivo. Asimismo, el Plan considera al multiculturalismo de reformas previas racista porque si bien “apela al reconocimiento de las diferencias”, no incluye en los programas de estudios los saberes de “niñas, niños y adolescentes de otras culturas” (p. 115). Tal inclusión de saberes parece ser el centro del eje de “interculturalidad crítica”, que también propone una “democracia intercultural que articule tanto las formas occidentales como las indígenas de participación” (p. 117). Una vez más, queda a la imaginación de las y los docentes cómo deben trabajar estas cuestiones en sus clases, aunque parece claro que esto debe aplicar a todas las escuelas del país. Si esto se hace para respetar la autonomía de maestras y maestros, tiene sentido, pero entonces ¿por qué no se trajeron a colación, por ejemplo, las recientes investigaciones sobre racismo en escuelas urbanas y rurales de diversos estados (con y sin población auto-identificada como indígena y afrodescendiente), hechas en diálogo con docentes, estudiantes y responsables de familia? ¿Por qué no recuperar las experiencias oficiales y no oficiales de educación en lengua indígena y española? Por otra parte, la investigación sobre movimientos sociales señala que las formas de combatir el racismo son variadas, y en México y América Latina muchos no utilizan el concepto de raza ni el de racismo, de manera que estas otras estrategias y lenguajes merecerían atención también en el campo educativo.

Estas ausencias del Plan resultan problemáticas porque cuando estos temas se han discutido, estamos lejos de tener acuerdos sobre cómo abordarlos. Por ejemplo, en las discusiones académicas no hay consenso sobre los efectos del uso del término “raza” en las explicaciones sobre la desigualdad. Para algunos, es indispensable para detectar, documentar y combatir el racismo; para otros, haríamos bien en centrarnos en el racismo y dejar la “raza” (e incluso la “etnia”) de lado. Si tomamos esta última opción, podríamos examinar las experiencias de racismo sin reproducir las demarcaciones o usos de “raza” (o de “etnia”) que remiten a definiciones cerradas o se amparan en el “esencialismo estratégico”. Una historia social y conceptual de los usos de “raza” y otras categorías racializadas podría ayudarnos a distanciarnos de ellas e irlas dejando atrás. Como ya señaló Paula López Caballero en Revista Común, la historia de las categorías identitarias en localidades concretas muestra que “mestizo” no sólo hizo el trabajo de imponer ideales de blanqueamiento, en algunos casos también reemplazó categorías locales como las de “gente de razón”, “indio” o “revestido”, insertas en rígidas jerarquías y con usos explícitamente discriminatorios. Lo que ejemplos como éste traen a la luz, además de la complejidad y porosidad de las diversas categorías racializadas que han existido en México, es que lo que se ha llamado ideología del mestizaje fue parte de un proceso sumamente ambiguo, que entrelazó exclusión, subordinación e inclusión de formas complejas y diversas. Una crítica a estos procesos podría ser más incisiva si se reconocen las ventajas que algunos actores vieron en el mestizaje como forma de reclamo de oportunidades y derechos, al tiempo que se señala su violencia. 

Para tirios y troyanos, entre las novedades más llamativas de la reforma, está el voto de confianza que da a las maestras y los maestros como intelectuales y actores centrales por contraposición a la reforma del gobierno de Enrique Peña Nieto (1 dic. 2012 – 30 nov. 2018), cuyo sistema de evaluación docente condicionó la permanencia en el puesto y generó la protesta magisterial. Pero también en este punto el Plan es ambiguo. Por un lado, critica reformas previas por haber introducido “conocimientos y valores que no surgieron de sus maestras y maestros, sino de especialistas, políticos y funcionarios ajenos a la realidad de las y los estudiantes y sus familias”, y por dejar fuera “los saberes y experiencias de las profesoras y los profesores” (p. 67). Por otro, para fundamentar su perspectiva decolonial y a favor de la comunidad, el plan se basa en discusiones como las de Catherine Walsh y Walter Mignolo, o Christian Laval y Pierre Dardot, y estos autores no son puestos en diálogo con discusiones similares en la investigación mexicana. Las opciones para tal diálogo eran muchas e incluyen intelectuales y académicas que se autodenominan indígenas y que han reflexionado sobre estas cuestiones tales como Jaime Luna o Floriberto Díaz, Emiliana Cruz Cruz o Judith Bautista Pérez. Incluso si aceptáramos que este documento decidió centrarse en los fundamentos teóricos, resulta irónico que reproduzca lo que la propia teoría decolonial ha criticado: considerar que la “teoría” se hace en Francia o en Estados Unidos, o por personas que se educaron allí, en detrimento de lo que se hace en otras partes. 

En definitiva, como ya han señalado varios lectores, el Plan resulta excesivamente abstracto. Quizá lo más contradictorio de la propuesta es la abundancia de referentes teóricos y conceptuales imprecisos, que se conocen en la academia pero sobre los que no hay consensos claros, y que probablemente han circulado poco entre el magisterio. ¿No sería mejor pensar una propuesta antirracista en un diálogo más evidente con maestras y maestros?