En los debates sobre el racismo en México es usual encontrar argumentos que presentan al mestizaje como “ideología”, entendida ésta como falsa conciencia, como ocultamiento: porque intentó borrar o diluir en la identidad mestiza las expresiones identitarias de los pueblos indígenas (por ejemplo la lengua, el vestido, los usos y costumbres). O bien, porque oculta el racismo de nuestras sociedades y más recientemente porque hizo tácito el deseo o el objetivo de blanqueamiento a que aspiraban los ideólogos del nacionalismo mexicano. En suma, el mestizaje, valga el fácil juego de palabras, obscurece la realidad de las relaciones sociales.

En cambio, hablar de color de piel, de “blanquitud” y de “blancos”, sigamos con la analogía más evidente, aclara: por fin despertamos de nuestro letargo amestizado para comprobar que en México el color de la piel y el nivel socioeconómico se refuerzan uno al otro; que el racismo no es un problema de Estados Unidos únicamente; que en México existe el privilegio en función del color de piel y que por fin podemos dejar atrás las ambigüedades del mestizaje: hay “blancos”, “indígenas”, “morenos”, “negros”, y los fenotipos que indican estas categorías son determinantes de las posibilidades de desarrollo de las personas. Esta aclaración se asume como menos ideológica y más transparente, más exacta con respecto de la realidad. Revista Común recién publicó un texto referente a cada una de estos regímenes de identidad y alteridad: mestizaje, blanquitud.

Así, la denuncia antirracista actual se ordena, generalmente, sobre dos coordenadas: La primera es un diagnóstico histórico que condena a la ideología del mestizaje por haber sido un factor central del racismo en México. La segunda es un diagnóstico sobre nuestro presente que atribuye a la variable color de piel un alto valor explicativo para entender la desigualdad. La discusión que propongo a continuación busca mostrar algunos límites analíticos de esas coordenadas; algunas sombras provocadas por sus propios destellos. Confío en que estas reflexiones no den pie a la más fácil asociación de que debatir las premisas de la denuncia antirracista es equivalente a celebrar lo que existía antes o es equivalente a negar que el racismo existe hoy en día en México. Al contrario, parto de que nuestra comprensión del acuciante problema de la desigualdad en México ha ganado en precisión al incorporar el racismo al análisis. No cabe duda de que es gracias a esa denuncia que hoy se acepta un poco más que el racismo es un problema mayor, y que muchos lugares comunes de nuestra sociedad deben cambiar si queremos generar relaciones sociales más justas. Aun así, considero que se requiere de perspectivas que en vez de simplificar ofrezcan miradas complejas sobre cuál es el “enemigo” a combatir y sobre las estrategias para hacerlo.

Estas reflexiones son también una invitación a la exposición de fotografía etnográfica y de diarios de campo antropológicos intitulada “Retratar el cambio en Jamiltepec”, que se exhibe en Oaxaca y que ha inspirado este texto.

El mestizaje

Además de lo ya señalado por Emiliano Zolla en su entrega para Revista Común, la versión que generalmente se presenta del mestizaje se basa, casi exclusivamente, en el canon de la literatura y el pensamiento político. De manera reveladora del lugar de enunciación desde donde se formulan, estas denuncias adoptan la versión más normativa y finalmente elitista de aquel proyecto. Sintomáticamente, la representación que hoy se moviliza sobre el mestizaje es extremadamente generosa hacia el lugar de los intelectuales en la vida pública: lo que pensadores de presencia internacional como Vasconcelos, Gamio, Paz, Ramos, etc. consideraban que debía ser Mexico es presentado como lo que realmente fue. 

En cambio, las prácticas, experiencias y expectativas de quienes, en principio, se vieron más afectados por dicho proyecto parecen quedar subsumidas en la rápida explicación de que el mestizaje y la identidad nacional fueron impuestos por sobre las expresiones culturales locales –e indígenas– muchas veces de manera violenta. Estos procesos sin duda ocurrieron. No obstante, en esa versión la iniciativa y la acción sólo están del lado de quienes empujaban el proyecto nacionalista: las élites una vez más. Pero, ¿qué pasó con quienes lo recibieron o lo sufrieron? ¿Cuáles eran los órdenes sociales, las jerarquías, las distinciones que existían en las diversas localidades del país antes de que el nacionalismo posrevolucionario hiciera su trabajo?

Al respecto, los diarios de campo etnográficos realizados por antropólogos en las décadas de 1940 y 1950 ofrecen algunas pistas. Por ejemplo, en Jamiltepec, en la Costa Chica de Oaxaca, donde la antropóloga Susan Drucker trabajó a finales de la década de 1950 como parte del proyecto del Instituto Nacional Indigenista, se reconocían dos colectividades principales: un colectivo mayoritario, que probablemente hoy sería identificado como indígena y que en esa época sus miembros eran nombrados y auto-nombrados como “mixtecos”, “indios”, o “inditos” (las comillas indican que son categorías de los documentos, no mías). En algunos contextos estas categorías eran utilizadas en sentido despectivo, pero no siempre. En numerosos testimonios las personas reivindican su pertenencia a esas categorías, por ejemplo, al preferir ser llamadas “indio” por sobre “indígena”. También se utilizaban categorías vinculadas a la vestimenta: “vestida de sábana” se usaba para (auto-)referirse de las mujeres indígenas apelando al enredo hecho en telar que utilizaban y “vestidos de cotón” para los hombres, indicando también el traje hecho a mano que portaban.

En el polo opuesto, las élites locales revindicaban un origen no-indígena y eran designadas y se autodesignaban como “gente de razón” o simplemente “de razón”. La violencia de este término salta a la vista pues presupone que quien no pertenece a dicho grupo no tiene “razón”, literalmente. En términos generales, el uso del español (además del mixteco), la clase socioeconómica y el vestido eran las principales marcas de distinción de ese colectivo. Esta forma de identificación apelaba a la idea de pureza (o de no-mezcla con población identificada como “natural” o “india” ni con población “negra”) y era excluyente con cualquier otro colectivo, incluso el nacional. Entre estos dos grupos aparecen un sinfín de categorías que refieren a situaciones intermedias: “indígena amestizado”, “mestizo aindiado”, “cruzado”, “revestido” “indio vestido de pantalón”, “negro de razón”, entre otras, todas ellas con una carga negativa o por lo menos irónica. 

En contextos regionales como los que acabo de describir, ¿qué significó el proyecto del mestizaje en términos de las jerarquías sociales imperantes? ¿qué posibilidades abrió promover una forma de identificación que creara una base común más allá de las clasificaciones locales? ¿Fue necesariamente excluyente que un campesino mixteco y un habitante urbano de clases medias pudieran coincidir en una misma forma de identificarse? Una forma de identificación que además daba a la noción de “mezcla” un papel central y valioso, en contraste con categorías como “de razón” o “revestido” que insistían en la pureza y caricaturizaban cualquier intento por adoptar otras prácticas culturales, como en este caso, la vestimenta. ¿Cabe pensar que tal vez la “ideología del mestizaje”, al momento que fue concebida y traducida en políticas públicas pretendió rebasar ese tipo de taxonomías sociales e incluso subvertir dichos órdenes locales verticales, injustos y violentos?

En suma, dicho rápidamente, estos textos muestran dos ideas contrarias al sentido común actual: la primera es que las sociedades locales como Jamiltepec no pueden representarse como una colectividad homogénea (menos aún armónica), pues esta(ba)n atravesada por complejas jerarquías y categorías de origen colonial, cargadas de un ingrediente biológico y que apela(ba)n a la idea de pureza como la vara principal de medición. Y la segunda, que la discriminación y la violencia no son resultado exclusivo de la ideología del mestizaje sino que estaban arraigadas en las sociabilidades locales desde antes. Si esto se acepta, el mestizaje como ideología nacionalista habría fallado en eliminar estas distinciones, lo cual es diferente a plantear que existió un “proyecto racial del mestizaje” y requiere, por tanto, de otras explicaciones. A este respecto, la evidencia sobre las clasificaciones sociales en algunas zonas del norte del país donde la idea de mestizaje no se afianzó podrían ser convergentes con mi argumento (véanse por ejemplo los trabajos de Carmen Martínez Novo o de Shalil Muehelmann).

Al olvidar u obviar la condición previa a la cual el mestizaje como proyecto nacional pretendió hacer frente, la denuncia actual del mestizaje contribuye a alimentar una idea simplificada y aplanadora de aquellas realidades sociales, presentándolas como un asunto de localidades igualitarias versus el proyecto nacional mestizo vertical y excluyente. Este retrato obscurece las profundas y violentas distinciones que existían (y existen aun hoy) al interior de los pueblos o regiones, incluyendo aquellos que se identifican como indígenas. Y obscurece también el hecho de que el mestizaje posrevolucionario, con toda su insuficiencia y su autoritarismo, no se limitó a imponer una nueva nomenclatura, sino que pretendió –con resultados contradictorios y diferenciales– alcanzar cierta igualdad socioeconómica a través de una fuerte inversión pública en educación, salud, infraestructura, etc. Un diagnóstico y una crítica más certeros de ese periodo histórico debieran adentrarse en estos ángulos contradictorios, en vez de relegarlos a la sombra.

Fotografía de Susan Drucker, “Tres mujeres con trajes distintos”.
Fondo documental Susan Drucker, Biblioteca de investigación Juan de Córdoba, Oaxaca. 

Color y posición socioeconómica

Tanto la complejidad de las sociabilidades locales como la dimensión material y política del proyecto posrevolucionario quedan así evacuadas del esbozo que presenta la actual denuncia antirracista. Este diagnóstico sobre el pasado es convergente con el énfasis que gran parte de las denuncias actuales a la discriminación por fenotipo pone en las clasificaciones identitarias. En efecto, se presupone que es positivo y justo instaurar categorías que visibilicen el color de piel para así poder denunciar prácticas discriminatorias basadas en ese criterio y evitar así la invisibilidad producida por la categoría “mestizo”, aun si dichas categorías pueden reificar el fenotipo como un dato objetivo y estático.

Desde esa misma línea argumentativa se sostiene que la variable “color” ayuda a entender, y por lo tanto a revertir, la desigualdad socioeconómica. Sin embargo, en los estudios que incluyen dicha variable sigue sin estar totalmente claro qué papel juega dicha variable para explicar el desigual nivel de ingresos de la población. En el estudio liderado por Patricio Solís, al menos en su resumen ejecutivo, se enuncia una correlación entre color de piel y nivel de ingresos, pero ello no equivale a explicar cómo sucede esto: ¿tener cierto fenotipo es determinante del nivel de ingresos o tener cierto nivel de ingresos es determinante del color con el que uno es percibido? En el caso del estudio PERLA, que busca objetivar el color de piel en una gama de pantone, hay datos muy significativos sobre esta ambigüedad en el caso de México. Por ejemplo, las autoras del capítulo afirman que “quienes se auto-identificaron como indígenas o mestizos no difieren significativamente en sus tonos de piel” (Tellez, 2010, pp. 56). Específicamente sobre la blanquitud, las autoras indican que “las personas tienden a rechazar la identidad blanca … más bien se identifican como mestizos, incluso cuando tienen piel clara o apariencia europea [sic. cursivas añadidas]” (p. 59). En su conclusión incluso señalan que “en nuestro análisis … identificarse como blanco en México … ni siquiera refería a una identidad de estatus alto.” (77).

Dados estos resultados –y a reserva de dedicarle un análisis más profundo a este trabajo– cabe señalar varias interrogantes. Primero, según este estudio, las distintas categorías identitarias no se corresponden con colores de piel distintos (mismo color para “indígena” y “mestizo”); ni colores de piel específicos (“piel clara o apariencia europea”), remiten a una forma diferente de identificarse. Segundo, sobre la categoría “blanco”, se muestra que no es una categoría de uso común para autodentificarse. Para los entrevistados en el estudio PERLA no parece tener un sentido o significado claro. ¿Quién decide, entonces, quién pertenece a la categoría “blanco” sobre todo si, como muestra este estudio, nadie la reclama, no se asocia a estatus alto e incluso es rechazada? ¿La posición socioeconómica sería suficiente para determinar quién pertenece a esa categoría? Probablemente se me escapen muchas sutilezas, pero con la evidencia que alcanzo a entender, el peso de la variable “color” en la desigual posición socioeconómica y en las formas de identificarse no parecen evidentes.

Segundo, como lo señala Alfonso Forssell en su texto, este modelo funciona para denunciar la representación social en los medios de comunicación, donde el tipo de “belleza” que exaltan es demasiado homogéneo y “blanco”. Sin embargo, este vocabulario y este régimen de diferenciación, al seguirse pensando principalmente desde y para la capital y desde y para sectores socioeconómicamente con alto capital económico y cultural, puede obscurecer también las genealogías en las que podría insertarse a nivel regional o local. ¿Qué hacer, en esos contextos, con el sustrato de pureza que tienden a evocar categorías como “blanco”, “prieto” o “indígena”? ¿Será descabellado imaginar que, de volverse descriptiva, la categoría “blanco”, lejos de denunciar una relación de privilegio fundada en criterios fenotípicos y racializantes, sirva para reactivar formas de pertenencia aun más exclusivas, como aquella que designa(ba) a la “gente de razón”? Piénsese, sin ir más lejos, en las jerarquías y taxonomías sociales que tienden a imperar en el resto del subcontinente americano donde la identificación como “blanco” efectivamente es revindicada por las élites económicas y políticas, y funciona no para cambiar o denunciar relaciones de desigualdad sino para mantenerlas.

Lo cual me lleva al tercer y último punto. Al medir percepciones sobre discriminación, los resultados del estudio PERLA mostraron que las personas “percibían mayor discriminación debido al estatus económico (68.8%) que al color de piel (58.5%) o al uso de alguna lengua indígena.” (p. 65). Este dato muestra con contundencia que la discriminación por color de piel es innegable y eso es algo que hay que condenar y buscar revertir. Ahora bien, según los propios resultados del estudio PERLA, la discriminación en función del estatus económico parece tener mayor impacto. ¿Por qué entonces ese dato no está al frente de las demandas y programas antirracistas? ¿Qué justifica dirigir todos los esfuerzos al dato sobre el color de piel, a veces incluso a costa del dato sobre estatus económico?

Para concluir, estas consideraciones no se limitan a la simple precisión académica. Las coordenadas que fija la denuncia antirracista actual tienen consecuencias en la manera de plantear el problema de la desigualdad y sus soluciones, pues, significativamente, las demandas en términos de redistribución de la riqueza terminan pasando a un –obscuro– segundo plano: concentrados en demandar mejor representatividad en los medios de comunicación o en exigir –con razón– que se penalicen ciertas expresiones o vocabularios denigratorios, las demandas por mejor educación, salud pública o condiciones de trabajo acaban traspapeladas en el tintero o de plano vistas como sospechosas.

Tal vez, al entender mejor, por un lado, la historia de las categorías y distinciones sociales y, por otro, al interrogar constructivamente las alternativas actuales, podamos ubicar mejor los orígenes de la desigualdad y su actual exacerbación. Y así recalibrar nuestras apuestas y demandas políticas para imaginar nuevas utopías en donde la igualdad no signifique homogeneidad y sí mejores y más radicales formas de redistribución de la riqueza.