
Relaciones sociales como las campesinas han sido siempre fundamentales para la vida política. Es posible identificar en su supervivencia la “contemporaneidad de lo no contemporáneo”, los rastros en nuestros tiempos de procesos históricos supuestamente superados, de procesos históricos de muy larga duración. La vida campesina trasciende los intereses materiales y se funda primero que nada en la subsistencia de la comunidad. En ella no es posible la separación entre economía y relaciones sociales. Lejos de ser una novedad, esto ha sido una constante histórica hasta que el Estado penetró definitivamente en sus instituciones, dando nacimiento a la “sociedad civil” y a la figura del individuo.
Otto Brunner (2010) da cuenta de este proceso de disolución de la “casa grande”, mostrando cómo desde Aristóteles hasta el Estado absolutista el auge de los fisiócratas y el mercantilismo en el siglo XVIII no existía, lo que hoy entendemos por “economía nacional”. Recién cuando el comercio se convierte en un fin en sí mismo, aparece estructurando todo el saber que hoy llamamos económico, en torno a las ideas del mercado y del intercambio. Hasta ese momento, el intercambio se había formado en función de la autarquía, es decir, se intercambiaban excedentes sólo para suplir los faltantes. Comercio y consumo eran parte de la “oeconómica”, entendida como todo el conjunto de saberes y relaciones que involucran a la “casa grande”. La agricultura y el trabajo campesino eran la base, el fundamento y el sustento del orden antiguo.
Con este movimiento histórico-conceptual, Brunner muestra cómo el sentido moderno de “economía” ha sido proyectado sobre sociedades del pasado. Algunos han sabido profundizar sus premisas para ver que las proyecciones sobre el pasado siguen siendo un obstáculo para la comprensión de realidades actuales que siguen estando estructuradas de acuerdo con las dinámicas económicas que no obedecen a la economía política moderna (Duso, 2018). Este texto pretende retomar y profundizar esta perspectiva a través de los ojos de la Nación trabajadora campesina.
Hoy, en Argentina, parece prácticamente imposible hablar de economía sin hablar casi exclusivamente de inflación, dólares y del modelo sojero agroexportador. Sin embargo, poco se habla de su vínculo y de su efecto sobre las relaciones sociales. La rápida expansión de la agricultura transgénica tuvo consecuencias destructivas sin precedentes sobre las zonas rurales, su biodiversidad y las comunidades que las habitan. Consecuencias negadas, disimuladas u ocultadas por los sectores beneficiarios de dicho modelo (Otero, 2012). Este modo de producción intensivo no sólo no terminó con el hambre en el mundo como prometía, sino que incluso aceleró el éxodo rural hacia las ciudades y aumentó la concentración y extranjerización de la tierra y la riqueza, al reforzar un sistema agroalimentario dirigido por unas pocas corporaciones transnacionales que acentuaron la dependencia en el mercado global y los altibajos financieros.
Las consecuencias para la salud de las personas, del ambiente y de las economías de países como la Argentina, que dependen enormemente de esta forma de acumulación, son enormes a la vez que desconocidas. Este modelo ha convertido tanto al Estado como a la Nación trabajadora en rehenes de sectores ultraconcentrados, bajo un escenario de escasez de divisas para importaciones ante la urgencia de pagar la deuda externa. Se presenta así a la agricultura transgénica —o modelo sojero— como la única alternativa posible (Gárgano, 2022), mientras se concentran las ganancias en una minoría y se reparten los pesados costos sobre la mayoría.
Anticipándose a esta lógica de explotación y acumulación, Vía Campesina, una agrupación de movimientos campesinos internacional, utilizó por primera vez en 1996 el concepto soberanía alimentaria. Progresivamente, fue incorporado por organizaciones políticas de pequeños productores y ambientalistas con la intención de abordar estas cuestiones desde la soberanía. El concepto formulado por esas agrupaciones se incorporó eventualmente a la Constitución nacional de Ecuador en 2008, e incluso aparece en una importante declaración de Naciones Unidas en 2018. Desde 1996, los campesinos dejaron claro qué los convocaba:
Frente a un ambiente cada vez más hostil a los campesinos y pequeños agricultores en todo el mundo, nuestra respuesta es desafiar de forma colectiva sus condiciones. Nos une el rechazo a las condiciones económicas y políticas que destruyen nuestras formas de sustento, nuestras comunidades, nuestras culturas y nuestro ambiente natural. Estamos determinados a crear una economía rural basada en el respeto a nosotros mismos y a la tierra, sobre la base de la soberanía alimentaria, y de un comercio justo.
(LVC, 1996a)
Vía Campesina esgrimió la definición del concepto en un segundo documento, simbólicamente titulado “Soberanía alimentaria: un futuro sin hambre” (LVC, 1996b). En efecto, fue en la progresiva confluencia de los procesos de antagonismo, desde la sociedad civil a la lógica de la globalización económica que, entre los ochenta y noventa del siglo XX, aparece el concepto de soberanía alimentaria. No es en la abundante literatura académica del sistema agroalimentario global donde se configura, sino en los espacios de antagonismo y debate externos a él donde los campesinos no veían representadas sus problemáticas urgentes (Sevilla Guzmán, 2006).
Ante la mera preocupación por la existencia y el acceso monetario a los alimentos, muchas organizaciones sociales y campesinas articularon un imaginario plasmado en el concepto de soberanía alimentaria. Había límites evidentes en la definición y diagnóstico de la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) respecto a los problemas alimentarios. La FAO utilizaba el término “seguridad alimentaria” para expresar su preocupación por “que haya en todo tiempo existencias mundiales suficientes de alimentos básicos […] para mantener una expansión constante del consumo […] y contrarrestar las fluctuaciones de la producción y los precios” (FAO, 1996, p. 266). Esa forma de concebir la problemática, preocupándose sólo por la existencia y el acceso monetario a los alimentos, pero no por su origen ni la forma en que fueron producidos, tiene hasta hoy profundas consecuencias en las políticas que los Estados llevan a cabo, ya que se presta atención mayoritariamente al poder de compra del salario de la población, y propone políticas de corte asistencial para proveerles los alimentos a quienes quedan al margen del mercado laboral y no pueden comprarlos (González y Manzanal, 2010). En nuestra actualidad la Prestación Alimentar implementada por el gobierno nacional argentino durante la pandemia del COVID-19 es un claro ejemplo de este tipo de políticas públicas, urgentes e imprescindibles, pero también insuficientes.
En cambio, el nuevo paradigma sobre la alimentación propuesto por las organizaciones sociales en 1996 sostiene que la soberanía alimentaria constituye “el derecho de cada nación para mantener y desarrollar su propia capacidad para producir los alimentos básicos de los pueblos, respetando la diversidad productiva y cultural”, y afirma: “tenemos el derecho a producir nuestros propios alimentos en nuestro propio territorio de manera autónoma. La soberanía alimentaria es una precondición para la seguridad alimentaria genuina” (LVC, 1996b). Algunos años después, la Vía Campesina amplió el concepto para incorporar “el derecho de los pueblos, comunidades y países a definir sus propias políticas agrícolas, pesqueras, alimentarias y de tierra que sean ecológica, social, económica y culturalmente apropiadas a sus circunstancias únicas” (LVC, 2002).
En un foro del que participa la organización en 2007 se vuelve a hablar en primera instancia sólo de pueblos: “La soberanía alimentaria es el derecho de los pueblos a alimentos nutritivos y culturalmente adecuados, accesibles, producidos de forma sostenible y ecológica, y su derecho a decidir su propio sistema alimentario y productivo”. Además, dejan claros sus objetivos: “¿En pos de qué luchamos? Un mundo en el que todos los pueblos, naciones y Estados puedan decidir sus propios sistemas alimentarios y políticas que proporcionen a cada uno de nosotros y nosotras alimentos de calidad, adecuados, asequibles, nutritivos y culturalmente apropiados” (Nyéléni, 2007, pp. 1-2).
Estas definiciones nos permiten identificar tres supuestos que las atraviesan. En primer lugar, hablar de soberanía de los pueblos, comunidades y naciones, pero también de países y Estados, supone la existencia de un sujeto colectivo que la ejerza mediante una capacidad de decisión efectiva que le confiera un grado de autonomía suficiente. La pluralidad de sujetos que ejercen soberanía es reflejo de distintas formas de apropiarse de ella. En segundo lugar, hablar de derechos, en referencia al derecho a la alimentación, supone desmercantilizar los bienes comunes necesarios para el sustento y reproducción de una comunidad como condición de su realización; a su vez, al tratarse de un sujeto colectivo, necesariamente estamos hablando de derechos colectivos y de Estados que deben garantizarlos. Por último, la especificación de procesos apropiados desde un punto de vista ecológico, económico y cultural supone una impugnación al paradigma industrial y la propuesta de otras alternativas sintetizadas en la agroecología (Domínguez, 2015).
La soberanía alimentaria introdujo un quiebre notable en relación con las políticas que la FAO pretendía instituir (González y Manzanal, 2010). En definitiva, las agrupaciones campesinas no buscan garantizar la alimentación por medio de suministración de alimentos a bajos precios (los cuales pueden provenir de grandes empresas que monopolizan el mercado), sino que formulan otras cuestiones desde las cuales reconocer o incorporar la soberanía alimentaria a toda acción o políticas gubernamentales. Algunos la piensan como un modelo alternativo, “como la base de las economías locales y del desarrollo económico nacional”, al dominante basado en las agroexportaciones y el libre comercio que “ve a los agricultores familiares como un anacronismo ineficiente que debería desaparecer” (Rosset, 2003, pp. 2-3). En síntesis:
Mientras el modelo dominante se basa en monocultivos a gran escala que requieren de gran cantidad de insumos químicos, y que utilicen semillas genéticamente modificadas (OGMs), el modelo de Soberanía Alimentaria ve estas prácticas agrícolas industriales como las que destruyen la tierra para las generaciones futuras, y propone una reforma agraria genuina, y una tecnología de producción que combina el conocimiento tradicional con nuevas prácticas basadas en la agroecología.
(Rosset, 2003, pp. 2-3)
De esta forma, la soberanía alimentaria se imagina como un derecho colectivo. Es decir, como la definición y control de estrategias sustentables de producción, distribución y consumo por los pueblos y comunidades locales. Al fundamentarse en la diversidad de los modos de producción local, respeta la diversidad de las prácticas alimentarias de cada cultura (un consumo no masivo, ni normalizado, ni regulado por el modelo dominante). Promueve que los actores locales encaren procesos de autogestión en sus territorios, fortaleciendo y consolidando sus propios modos de producción, comercialización y gestión en cada ámbito rural en cuestión. Se plantea entonces como un derecho colectivo que ve a la alimentación como un todo en todas sus dimensiones implicadas, frente a una visión mercantilizada donde los alimentos, ahora llamados “commodities”, se piensan casi exclusivamente desde una visión economicista según las reglas del comercio y las leyes de oferta y demanda. Aunque el concepto fue rápidamente incorporado por organizaciones e intelectuales, el sujeto de esa soberanía representa el principal punto en debate.
Contra todo esto, el modelo de agricultura transgénica se implantó en la década de 1990 en la Argentina, extendiéndose paulatinamente al resto de Latinoamérica, donde sigue avanzando pese a la resistencia (Flax, 2015). En el 2018, por iniciativa de la Vía Campesina, luego de un proceso de debate de unos 10 años, la ONU finalmente sancionó la Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos y otras personas que trabajan en zonas rurales (ONU, 2018), y se reconoce el derecho a la soberanía alimentaria, entendido como el derecho de los campesinos a definir su propio sistema agroalimentario. Pero, además, en la declaración,
[…] se entiende por “campesino” toda persona que se dedique o pretenda dedicarse, ya sea de manera individual o en asociación con otras o como comunidad, a la producción agrícola en pequeña escala para subsistir o comerciar y que para ello recurra en gran medida, aunque no necesariamente en exclusiva, a la mano de obra de los miembros de su familia o su hogar y a otras formas no monetarias de organización del trabajo, y que tenga un vínculo especial de dependencia y apego a la tierra.
(ONU, 2018, p. 5)
Si la Declaración de los derechos de los campesinos habla de ellos no sólo como individuos, sino también como comunidad, al especificar que se refiere a la producción agrícola en pequeña escala; y si también destaca, por otra parte, la presencia de la mano de obra familiar y otras formas no monetarias de organización del trabajo, quizás ésta sea efectivamente una de las claves sobre las que haya que posarse para comprender cuál es ese sujeto de la soberanía alimentaria, entendida como un derecho común o colectivo que ponga su trabajo en primer plano. Se tendría que buscar el carácter de ese trabajo y su relación de “dependencia y apego a la tierra”.
Para ello, en primer lugar, quizás nos sea útil recuperar un concepto de trabajo que señala a los trabajos colectivos como bienes comunes material-simbólicos. De acuerdo con Raúl Zibechi, el lugar donde se hace comunidad, el sustrato de lo común, no son las instituciones ni los bienes comunes —tributarios de una visión economicista—, sino los trabajos colectivos.
La comunidad no es, se hace. Cada día, a través del hacer colectivo de varones y mujeres, niñas, niños y ancianos, quienes al trabajar reunidos hacen comunidad, hacen lo común. Reducir la comunidad a institución, hecha de una vez para siempre, instituida, oculta que los trabajos colectivos son los que le dan vida, sentido, forma y fondo al hecho comunal. Optamos, entonces, por decir hacer comunidad en vez de ser comunidad.
(2015, p. 76)
Lo común son los vínculos que construimos para seguir siendo, para hacer que la vida siga siendo vida; vínculos que no pueden ser acotados a institución ni a cosas (agua, tierra, natura).
Estos trabajos colectivos aparecen con mil nombres distintos, algunos que refieren a los modos en que las culturas americanas (minga, tequio, gauchada, etc.) los nombraban. Más allá de cualquier reduccionismo que los concibe sólo como formas de cooperación de las comunidades originarias, Zibechi afirma que “son la expresión de relaciones sociales heterogéneas respecto a las hegemónicas, sin la presencia de las cuales es poco consistente decir comunidad” (Zibechi, 2015, p. 96).
Es entonces el carácter colectivo, comunitario y no monetario del trabajo el que está presente en la definición de campesino, distanciándolo del trabajo asalariado. De la misma forma en que Estado se confunde con Nación, empleo se confunde con trabajo. Es un trabajo campesino que no puede realizarse sin la tierra, el agua y la naturaleza. Es condición necesaria pero no suficiente para la labor campesina, entendida en todas sus dimensiones, que incluye una subjetividad propia, una forma de organización particular basada en acuerdos que consolidan relaciones sociales autónomas respecto al Estado y el mercado, sobre todo si su actividad está directamente ligada a la subsistencia de la propia comunidad y del resto de la sociedad por su relevancia en la producción de alimentos para la reproducción de la vida. Aquí sobrevive, en gran medida, una visión de la economía que excede al mero intercambio comercial. Es allí donde se pueden rastrear esas formas de la “contemporaneidad de lo no contemporáneo” que mencionamos arriba.
En segundo lugar, en relación a la dependencia y el apego a la tierra, la Declaración recupera el problema histórico de reducir la tierra a una mercancía posible de ser apropiada, comprada y vendida como cualquier otra. Esto se enmarca en el proceso histórico de desarrollo capitalista y de consolidación de los Estados americanos, donde la tierra fue robada a las poblaciones originarias y luego repartida entre las élites, con las consecuencias estructurales que eso tuvo para las naciones, y especialmente para los grupos más perjudicados o directamente excluidos de esas naciones. En la Argentina, el proceso de surgimiento de la idea de Nación moderna no fue automático ni evidente, sino que incluyó en su seno una disputa entre una noción singular que siguió el modelo francés, y una noción plural articulada por la propuesta confederal que disputó la organización del Estado argentino frente a la propuesta unitaria. Fabio Waserman (2009, p. 872) recupera distintos discursos que dan cuenta de cómo en la base de esa noción plural de Nación se encontraban usos plurales de soberanía de los pueblos. Es decir, los pueblos eran los sujetos de esa soberanía, que a su vez componían una Nación que los englobaba. Una Nación, podríamos decir, de pueblos soberanos.
Como han sugerido varios historiadores, fue en el proceso abierto por las independencias americanas que hubo una “retroversión” de la soberanía a los pueblos, que asumieron eventualmente el gobierno sobre sus bienes, comunidades y territorios. Como se vio en el caso de la Nación trabajadora mexicana, el hecho de que en su propia génesis hayan existido otras formas de entender la Nación nos puede servir hoy para entender por qué se puede reclamar soberanía desde otro sujeto que no sea necesariamente el propio Estado y, con ello, revisar desde una nueva óptica las relaciones entre Estado y Nación. Las aperturas operadas por el concepto soberanía alimentaria pueden ser una forma privilegiada de acceder a la dinámica de esa relación, que dejan testimonio de intentos en curso por alterarla.
Como concepto político, además, nos aporta un criterio de demarcación. Si la declaración reconoce a los campesinos como actores con derecho a decidir sus sistemas agroalimentarios, y teniendo en cuenta el carácter familiar del trabajo, así como la dependencia y el apego a la tierra, estos parecen elementos suficientes para diferenciarlos de otros sujetos que podemos considerar fundamentalmente distintos para nuestro propósito. Por un lado, los productores agrícolas a gran escala —principales beneficiarios del modelo sojero— y, por otro, los consumidores. En este sentido, vale la pena señalar que la mayoría de los alimentos, frutas y verduras que se consumen en las ciudades provienen de la pequeña producción campesina o familiar, y no, como se piensa comúnmente, de la gran agroindustria. Ésta de hecho se concibe como una amenaza a la forma de vida y producción campesina, por lo que adquiere el carácter de los “zángano” frente a las “abejas trabajadoras”. Su identificación con los zánganos llega incluso a pensarla como una amenaza a la alimentación apropiada de toda la Nación.
Contra los zánganos, la soberanía alimentaria se concibe como derecho que incluye todo el proceso productivo agrícola, el cual también tiene el objetivo de dotar a los consumidores de la capacidad de decidir qué quieren consumir, para garantizar el acceso a una alimentación nutricional y culturalmente adecuada, a precios justos.
En definitiva, frente a discursos que profetizaron “el fin del campesinado” junto al fin del trabajo (Rifkin, 1996), la importancia histórica del campesinado adquiere mayor precisión cuando se piensa su constitución como sujeto político más allá de la representación individual-estatal moderna. En lugar de la falsa igualdad del sujeto individual donde las diferencias constitutivas se diluyen, es necesario imaginar instituciones políticas que realmente los incluyan de acuerdo con su identidad campesina. Esto significa poder pensar una nueva forma política que ponga en cuestión los fundamentos de nuestro aparato conceptual, aún fundamentalmente liberal e individualista.
La propia historia de nuestras naciones americanas —vista desde las partes del trabajo de esas naciones— es una fuente inagotable de evidencias que comprueban que la idea y proyecto de Nación que se impuso en el sentido común pretendió borrar y ocultar las diferencias estructurales de etnia y clase, en favor de las élites. Una idea que, como se ha visto a lo largo de esta serie, en la práctica hizo pasar sus abstracciones de libertad e igualdad como una realidad, cuando nunca fue más que una formalidad.
La soberanía alimentaria nos enseña que un primer paso para salir de esta trampa puede ser el reconocimiento jurídico del campesino como el que más se preocupa por la tierra, y así establecer su importancia fundamental para la alimentación. Los llamados de agrupaciones campesinas y la Declaración de las Naciones Unidas son pasos significativos, en tanto índices, pero también factores de un desplazamiento conceptual que tensiona al concepto de soberanía, y permite pensar otra forma de entender la Nación. Pero reconocerlo solamente no alcanza, pues seguiríamos moviéndonos en el plano de la formalidad. El paso siguiente debe ser instituir los mecanismos políticos, las prácticas y las costumbres mediante las cuales podamos ejercer real y efectivamente el derecho a decidir sobre la cuestión alimentaria en un sentido que no se reduzca al intercambio comercial. Es decir, que luego de caracterizar el conflicto y diagnosticar su origen, es necesario institucionalizarlo para que sean instituciones políticas realmente democráticas las que lo procesen, en lugar de dejarlo librado exclusivamente a las manos del mercado, o del Estado, donde pueden ser los intereses de los zánganos, y no los de las abejas, los que terminen por imponerse.
Bibliografía
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