
Serie Nación trabajadora
Matias X. Gonzalez
Departamento de Culturas, Política y Sociedad – Universidad de Turín, Italia
Las partes del trabajo francesas presentaron un problema para la constitución de la Nación política concebida por los revolucionarios ilustrados y liberales. Que su experiencia haya precedido el momento revolucionario de 1789 no significa que se hayan convertido en las partes de la Nación, disueltas al interior de la representatividad estatal encarnada por los regímenes posrevolucionarios. Lo que ensayamos aquí es que la irreductibilidad de los grupos trabajadores a esa Nación no fue y no es un arquetipo europeo. Así como las partes de la Nación son mucho más que la Nación homogeneizada bajo el estatuto jurídico moderno, la parte del trabajo nos enseña que la nación es también irreducible a un simple principio de nacionalidad. Se hace eco del hecho que la Nación “mexicana” es, y ha sido, mucho más que mexicana. Al ser esa suerte de ombligo de las Américas, espacial y social, ha tenido el potencial de ser el puente entre experiencias europeas y americanas que alteraron, y tal vez siguen alterando, lo que entendemos por nación.
Detrás de los relatos nacionalistas comúnmente quedan camufladas las partes con las cuales las naciones modernas se construyeron. Si en Francia este proceso se dio a partir del ocultamiento revolucionario, se afirma consecuentemente que en México este paso se dio con las revoluciones de independencia. En efecto, la Nación mexicana se construyó con un proceso de exclusión de comunidades que no cabían en las nuevas representaciones de lo mexicano. Lo americano se divide característicamente de lo español, de lo peninsular. Vehículo de nuevas representaciones colectivas, la Nación fue una de las llaves cruciales con las cuales los grupos locales abren una autonomía, una independencia, respecto al extranjero que no pertenece. Con la independencia en 1821 la Nación pudo entonces empezar a pensarse como una comunidad. Del antiguo concepto que describía un colectivo o una ciudad en relación con un gobierno monárquico, la Nación acentuará la cohesión de una forma política, con la natural exclusión de quienes no caben en esa comunidad moderna.
La Nación representada se enfrentó de inmediato con la paradoja del aparato que creó. La partición múltiple de la Nación en ciudades, pueblos, municipios o incluso en repúblicas no pudo ser tan fácilmente elevada a una unidad política como lo desearía el sentido común liberal. Las partes y sus partidos, durante las primeras décadas de vida independiente, fueron un límite a la cohesión política representada en dos unidades especulares como la Nación y el Estado. Las partes de la Nación presentaban su irreductibilidad a la unidad nacional precisamente a través de sus composiciones, taxonomías y topografías distintas. La ciudadanía criolla no lograba englobar las costumbres, identidades y soberanías reclamadas por los municipios y ayuntamientos distribuidos en la compleja orografía mexicana. Las construcciones locales de intereses políticos, económicos y sociales tejían alianzas difícilmente reducibles a independencias personales que atacaban las solidaridades feligresas o los cuerpos armados. Las comunidades habitadas por cuerpos los defienden porque son también una defensa de su territorio y sus recursos, es decir, de aquello que da sustento a la comunidad organizada en cuerpos.
La defensa de los intereses federales ha significado para muchos la defensa del sustento de la vida diaria. Artesanos, campesinos, fabricantes y mozos de haciendas se reunían en torno a sus representantes reclamando que oían “llorar á nuestros tiernos hijos que en nuestro rededor nos piden un pan que no tenemos”. ¿Qué sentido tenía producir manufacturas muy baratas si “nosotros que las fabricabamos” no tenemos nada para comer? ¿Para qué pedir “ruinosos” préstamos y establecer el comercio libre si no se consigue “ninguna de las ventajas” anunciadas? (Sesión extraordinaria celebrada en la tarde del 26 de febrero de 1829, en Chávez Orozco, 1965, p. 174).
Navegando en la dirección opuesta, la economía nacional se sedimentó en los años siguientes en una protección del agio construido por una red lucrativa de inversionistas, líderes industriales y grupos distinguidos del proyecto industrial estatal. Los mal que bien llamados “hombres de bien” —clases medias y altas emergentes, comúnmente empresarios y terratenientes— ingeniaron aparatos y dispositivos económico-políticos como el Banco de Avío o la Dirección General de Agricultura e Industria capaces de dirigir la industria y economía nacionales hacia una comercialización rentable para sus propios círculos. Ciertos personajes, como Lucas Alamán, brillan por su capacidad directiva al interior de este proyecto (Tutino, 2016; Van Young, 2021).
Hay entonces entre estas defensas de intereses y discursos económicos sentidos que resbalan entre el deseo de crear una unidad librada a la lógica comercial del mercado y la protección de la fabricación y manufactura como condición de sustento de las partes que producen y distribuyen el producto utilizado por el mercado.
Los principios soberanos de la industria de los hombres de bien, proclamados desde el pináculo institucional de la República Centralista, buscaban producir un paisaje económico sustentado en la “riqueza pública”. La “masa de la población”, para Alamán, debía ser portadora de “hábitos” en los espacios públicos. Al usar “hábitos de mayor comodidad”, la gente que concurría a la vía pública inspiraría el “gusto de ciertas necesidades y conveniencias”. Mirado como un proyecto para las clases “labradoras”, de presentarse con sus nuevos vestidos las poblaciones corregirían las malas costumbres de llevar malos hábitos, a la vez vicios morales y ropa incómoda, en la esfera pública. La reforma de los hábitos se presentaba como una forma de aumentar el consumo de hábitos y costumbres aceptables, a la vez que de consumidores. El consumo incrementaría la producción manufacturera pero también elevaría la “moral pública y privada”. Función de un sistema utilizado para la corrección de la moral, el trabajador individualmente vestido de buenas costumbres era el medio para obtener mayor consumo en virtud de su número. Más y mejores hábitos para los grupos trabajadores significaban banalmente más y mejores hábitos en la esfera pública (Alamán, 1846). Para Alamán como para los industrialistas e inversionistas altamente privilegiados, México debía crear un nuevo ciclo de producción agrícola e industrial para aumentar la oferta de productos consumibles, el resorte de una economía basada en el comercio.
Comúnmente despejado de la fórmula de industrialización sintetizada en el proyecto de Alamán, el nuevo circuito económico de producción-para-consumo jugaba con un factor fundamental de manera aparentemente ingenua. Acostumbrados como estamos a que una economía nacional se consolide en el aumento del consumo, solemos perder de vista que el objeto de su reforma, si bien son las costumbres de la población trabajadora, empieza por una equiparación del trabajo, sustituido incluso con la palabra “labranza”, con la producción de aquello que se consume. El trabajo es función al interior de una fórmula matemática donde su valor se sustrae de manera inversamente proporcional al aumento de su consumo. La labranza no tiene valencia si no cumple las veces de portar al sujeto a la producción de aquello que se consume. Es en ese sentido que Alamán concibe entonces que la reforma del “orden social” se produciría cual “cadena en que todos los eslabones se entrelazan”. El eslabón que une a las poblaciones con sus costumbres es el consumo, definiendo así la cadena en función de su resultado, el consumo mercantil, antes que de su medio de sobrevivencia, el trabajo.
Los hombres de bien defendieron el nuevo orden económico-político, bosquejado en la industrialización de la Nación, en la instalación de inversiones particulares, la prestación de créditos a las arcas nacionales con intereses elevados en su beneficio y en políticas de protección comercial que abocaron en monopolios de industrias como la del tabaco. Su defensa, sin embargo, no implicó su promulgación inmediata.
Son conocidos los límites impuestos por el territorio a las administraciones centralistas: México apenas contaba con ríos navegables en la época y las carreteras no eran más que caminos de lodo y piedra, si y cuando existían. La abolición jurídica de los ayuntamientos en 1836 supuso, de manera paradójica, la imposición de un límite más a la impartición de la agenda gubernamental de los hombres de bien. Hicieron falta mecanismos como las Juntas regionales y locales para que aparatos centralizados como la Dirección y la Junta General de Industria pudieran forjar la cadena de producción-para-consumo. Con la explícita función de ordenar y moralizar a las sociedades “labradoras”, la Junta de Fomento de Artesanos siguió la rúbrica de reforma del trabajo, de los trabajadores y de sus costumbres.
Concebida para la formación subjetiva y objetiva del artesano, sus saberes, sus costumbres y sus técnicas, la Junta de Fomento se instituyó como cuerpo colegiado antes de su establecimiento oficial. Compuesta por artesanos “privilegiados” y propietarios de talleres, la comisión fundadora, encargada de la redacción del reglamento, se disolvió por órdenes de Juan Montero, el director de la Junta. La ignorancia de estos “dizque” maestros y artesanos, argumentaba, traería inevitables “devastaciones” e incertidumbres para la junta. En efecto, las observaciones de Montero no son inertes. Los principios jurídicos recientemente promulgados en las Bases orgánicas bajo el gobierno de Santa Anna —que restringían los derechos a la ciudadanía republicana al aumentar el salario mínimo para ser considerado como tal— y la visión restrictiva que Montero tenía de los artesanos al interior de la Junta formaban parte del mismo castillo de arena. Era sólo el ciudadano privilegiado quien podía formar parte de las instituciones de la Nación. La granulación de la “riqueza pública” a través de los empleos-salarios excluía políticamente a los cuerpos artesanales dependientes de la manufactura “atrasada” en tanto que poco productiva.
Las partes del trabajo no tuvieron que ir lejos para expresar su desacuerdo con esta formación jurídico-económica de la Nación. Al suscribir la necesidad de la “mejora” de la industria nacional, en el Semanario Artístico, órgano de prensa de la Junta de Fomento, expresaban una necesidad de elevarla más allá de la “empleomanía”: “La mejora de las costumbres nacionales y la influencia democrática deben aspirar necesariamente á elevar la industria sobre los empleos” (“Educación Moral”, Semanario Artístico Para La Educación y Progreso de Los Artesanos (SA), 09/02/1844). Los autores anónimos no abogaban por el aumento de la producción-para-consumo sino de las “clases productivas” mismas. El “ciudadano útil y laborioso” y la “riqueza pública” serían causa y no condición de una “industria artística” capaz de honrar el “corazón” del artesano, al vincular el trabajo del artesano, que “embelesa y distrae por sí mismo”, a la “idea lisonjera de sus resultados” (“Educación Moral: La Felicidad”, SA, 15/06/1844).
Contra el castillo armado por las restricciones ciudadanas de Juan Montero y Santa Anna, surgían, de los rincones de los talleres artesanales donde se imprimía el Semanario, sentidos del trabajo irreductibles a la función productiva. Y no es que las administraciones centralistas no fueran conscientes de su existencia: Alamán decía que la “mancomunidad de intereses, de apoyo mutuo que unos ramos se prestan a otros” daba a la industria mexicana un “alto punto de importancia” (Alamán, 1994, p. 140). Era más bien que desde los talleres artesanales excluidos de la forma-Nación se imprimían otros sentidos a la industria e incluso a la nación. Puede que las palabras sean las mismas, pero los sentidos que portaban muchas veces no lo eran.
Los artesanos decían: “No se nos diga que la primera de las necesidades del progreso de las artes, es el aumento de la población, […] el de los consumos”. El aumento de la población era, en todo caso, “efecto, no causa del progreso de las artes y la industria”, pues el “secreto de los pueblos modernos se halla en la superioridad intelectual y en el amor al trabajo, al que lleva necesariamente la instrucción” (“Instrucción Artística”, SA, 07/09/1844).
En los límenes del espacio público formulado y ocupado por el ciudadano asalariado, algunas colectividades de artesanos pierden su anonimato. Los artesanos asociados en la Sociedad Mexicana Protectora de Artes y Oficios —abogados, impresores, pintores, tejedores— (Pérez Toledo, 2003) no pensaban el trabajo como labor, como atributo del ciudadano-individuo, sino como la causa misma de la elevación industrial, y por lo tanto intelectual y material, de los pueblos mexicanos. Si la cadena comercial de Alamán se cerraba por el consumo, la reproducción de la cadena del trabajo artesanal no podía vincularse por uno de sus eslabones. Amor al trabajo, la instrucción artística y el aumento de la población trabajadora funcionaban sólo como cadena, como mancomunidad de intereses. No tenía la función de subsumir los intereses del trabajo a los del consumo, sino de vincular la elevación de la industria a su superioridad moral y material.
El Fomento de Artesanos de la Junta se veía sumergido en sentidos propios de El Aprendiz, el órgano de la Sociedad. La moralización perseguida con el fin de elevar al ocioso al rango de ciudadano útil no era suficiente, pues entre los pobres relegados por la falta de empleo se podía encontrar la “pobreza activa y laboriosa[,] la pobreza aplicada e industriosa” que era “honesta y virtuosa” (“Ingratitud y Merecimientos”, El Aprendiz en SA, 20/07/1844). El fomento del artesano, decían, pasaba sí por su moralización y su instrucción, pero también debía haber una cooperación del “hombre de estado”, así como el artesano cooperaba a las “miras benéficas de la asociación” (reproducido en El Siglo Diez y Nueve, 17/01/1844). Era entonces la moral del trabajo, no del consumo de hábitos, la que lograría “estrechar las relaciones de las clases de la sociedad”. La sociedad toda, como cualquier “nación culta”, se reformaba al poner al “alcance de las necesidades de los ramos sociales” (“Instrucción…”) incluso a quienes se habían alejado del artesano pobre e industrioso.
Había, entre estas partes del trabajo, una sensación de que el “hombre de estado”, los hombres de bien, se había olvidado de hacer una “justa distinción” en la formulación matemático-económica vertida sobre la nación. Según Estévan Guénot, francés nacionalizado mexicano en 1844, los “opulentos” ejercían una amnesia sobre las colectividades del trabajo al unir al ocioso “por afecto” con el ocioso por “falta de trabajo”. Entre quienes tenían una pasión por el ocio se podían incluir quienes “viven por las riquezas de la fortuna accidental”. Por retomar una distinción saint-simoniana, de quien Guénot había sido lector, se trataba más de distinguir entre abejas y zánganos que entre ocioso y laborioso. Frente a esta distinción que caló hondo en los más comunes de los sentidos del trabajo, desde el Semanario Artístico se denunciaba una injusticia hacia el trabajador pobre, sin empleo, que era industrioso y, por lo tanto, virtuoso.
En efecto, Guénot argumentaba que los opulentos se quejaban de los hábitos de los trabajadores, sin considerar que “no son todos lo que parecen por el humilde traje que los cubre”. Detrás de la tela fabricada habitaba un sujeto que encarnaba, o podía encarnar, la virtud del trabajo. Al centrar la moralidad en el trabajo y ya no en el consumo, Guénot revertía la noción del ocio no como desocupación, desempleo, sino como condición creada, como artificio. A pesar de su queja hacia el ocioso, no por eso los opulentos “emplean sus riquezas para ocuparos [artesanos] y remediar así los males de que se lamentan”. En vez de extinguir el ocio “en quienes se aloja por necesidad”, se concentraban en dar “recompensa” al trabajo. Si querían convertir al “ocioso por vicio en útiles y virtuosos trabajadores”, tenían que “protegerlo” al darle la retribución “á proporción que lo merezca”: a cada cual según sus capacidades y sus obras. El pago, efecto y no causa de la industria, debía en dado caso impulsar la “perfección de sus artefactos”. Daba sustento material, sin duda, al “amor al trabajo”, para “conservarlo en virtud” y desterrar así la ociosidad (Guénot, “El ocioso y el virtuoso”, SA, 02/11/1844).
La cooperación del trabajo surgía entonces como la comunidad que se oponía al consumo que encadenaba al ciudadano por condiciones salariales, por la visión “pecuniaria” de la sociedad como se decía entonces. Contra los sentidos que todavía no eran comunes, los colectivos artesanos y Guénot querían instituir el auxilio mutuo como la práctica y costumbre del trabajo y del trabajador encarnadas en la solidaridad entre “todas las clases” de la Nación. Auxiliarse mutuamente significaba recuperar la protección puesta en circulación por los trabajadores afligidos de 1829, el “espíritu abatido” de las clases menesterosas, “la inmensa mayoría de la población”. El remedio más inmediato contra el “odioso egoísmo de los monopolistas” que las subsumía en un “estado de miseria e ignorancia” era, para Guénot, la formación de “sociedades benéficas”. Instituciones cuyo “trabajo material” establecería la reconciliación de los intereses de “todas las clases” (Guénot & Socios, 1847).
Sintetizada en las páginas del Semanario Artístico, la cooperación se materializaba en la “cadena fraternal” del trabajo. La mancomunidad de intereses expresados en El Aprendiz, en el Semanario Artístico, pero también en las intervenciones de industriales como Guénot, se solidificaban en las manos manufactureras que componían e imprimían las ideas de cooperación en un discurso nacional. “Dar una industria productiva á la clase menesterosa, es un objeto que los gobiernos no deben perder de vista”. El hecho que Guénot haya realizado ese llamado dejaba incrédulos a los artesanos de El Aprendiz. ¿Cómo podía ser que “haya nacido al otro lado de los mares”? (“Colegio Artístico”, El Aprendiz en SA, 16/11/1844).
El Semanario contesta que es gracias a la cadena fraternal que rompe con las fronteras de la nacionalidad al forjarse en la cooperación de los “oficios”. Una cooperación entre trabajos nacionales que mantiene “medios de cambio con los otros pueblos” (“Instrucción General de Las Artes”, SA, 09/02/1844). Sin este intercambio comercial del trabajo, Guénot no podría haber expresado un “amor ácia México” de la misma valencia que la de cualquier mexicano. De las fuentes y sus actores se concitaba un commercium irreductible a la nacionalidad en tanto que solidificado en el intercambio entre naciones, “intersocial”.
Desde las partes del trabajo la Nación no se reducía a la definición por exclusión —del extranjero—, sino que se afirmaba en el valor de su protección. ¿Era la extranjería a la Nación la que radica(liza)ba la defensa de las comunidades nacionales del trabajo? Fuera de los hábitos del consumo ciudadano, las partes del trabajo y sus partidarios imaginaron otros procesos de organización de la Nación: como sociedad nacional.
Sin aparente conexión con Guénot, director de una compañía de producción de seda en Michoacán, un panameño radicado en tierras tapatías llamado Sotero Prieto también se alejaba de las redes del privilegio financiero de los hombres de bien. Precipitando su experiencia entre los círculos fourieristas españoles, intentaba materializar sus ideas en México a través de la incidencia que tenían hombres cercanos a las administraciones centralistas como Manuel Escandón. En una carta que le dirige, Prieto intentaba convencerlo de que hacía falta reorganizar la Nación mexicana, armada cual ejército. “Las naciones deben organizarse en sentido inverso de lo que se ha hecho hasta ahora”: en vez de impartir el gobierno “del centro a la circunferencia”, debía “obrarse de los pueblos al gobierno, de la circunferencia al centro”. La parábola argumentativa de Prieto fundaba la reorganización de la Nación en un trabajo que no reprodujera esclavitud, dolor y martirios. El pobre no tenía por qué venderse al rico por medio de su salario. Tachando la palabra concurrencia e instituyendo la “cooperación del hombre al trabajo”, Prieto desplazaba la competencia comercial por medio de reglas equitativas de repartición, de cooperación. La distribución del trabajo era entonces el modo de afirmar un proceso productivo que evitara la “esclavitud forzada” (Sotero Prieto a Manuel Escandón, 21/07/1841, Archives Nationales de France, 10AS41 (15)).
La distancia geográfica de las nacionalidades se veía invertida por el afecto social que los extranjeros de la Nación tenían con las naciones mexicanas. La progresión moderna, en sus eternas contradicciones, debía sin embargo tensionarse hacia un sujeto integrado. Ni Prieto, ni Guénot, ni los artesanos presentaban la realidad meramente corporativa de las naciones tradicionales, sino que hablaban de una mayoría —de poblaciones, de individuos, de cuerpos— al interior de una unidad nacional. La nación era sujeto y objeto de cooperación en la medida en que la mayoría de sus grupos estaban compuestos por trabajadores que producían para, y se reproducían con, su sociedad.
En este sentido, para nosotros las naciones trabajadoras son un símbolo del profundo desacuerdo entre proyectos de construcción, tanto de la comunidad nacional como de sus mismas instituciones. Las partes del trabajo, fuera de cualquier susceptibilidad ingenua a las políticas de reforma cívica en ambos lados del océano, tejieron un imaginario que cuestionó la disolución de las antiguas instituciones de sus sociedades: sus lazos.
Al alterar cualquier determinismo geográfico, las experiencias internacionales apuntan al hecho de que México ha sido un umbral de transformaciones profundas. Las prácticas y costumbres de los grupos que viajaron por el territorio difícilmente fueron susceptibles a reformas individualizadas. La construcción de la sociedad nacional no fue una excepción. Los lugares del trabajo de estos grupos eran remotos a la intervención de la Nación precisamente porque cimentaban los granos de la concurrencia comercial en el edificio de la cooperación del trabajo. De acuerdo con estas pocas expresiones que llegan al observador contemporáneo, había al menos unas partes del trabajo que imaginaban la sociedad nacional desde el auxilio entre sus clases. Desde estas partes brotaban las luces que debían guiar el “movimiento armónico y unitario” que era la Nación moderna (Prieto).
Más que mexicana en tanto que habitada por diferentes naciones, la Nación trabajadora mexicana se encontró entre naciones, entre Europa y América; entre sujetos y objetos —actores, libros, periódicos y panfletos— que alteran, en su anticipación, los sentidos comunes a los que estamos tan acostumbrados cuando pensamos en la Nación. En México, gracias a un intercambio tejido por esa cadena fraternal internacional, la Nación trabajadora anticipa cualquier tipo de “consolidación” nacional-estatal. Las partes del trabajo formularon una “tercera posibilidad”, como la llama Lomnitz (2016), capaz de transformar la Nación de acuerdo con las prácticas y costumbres cooperativas, y que rebasaba cualquiera de sus sentidos liberales latos. Si nos disponemos a tomarnos en serio la reflexividad abierta por la Nación trabajadora, habría que cuestionarnos si la transformación de la Nación mexicana que queremos esté limitada a los sentidos comunes, históricamente ciegos a las partes del trabajo, o bien que vincule las transformaciones que las partes del trabajo están formulando como parte del “movimiento de las sociedades modernas”.
Bibliografía
Alamán, L. (1846). Memoria sobre el estado de la agricultura é industria de la república en el año de 1845, que la Dirección General de estos ramos presenta al Gobierno Supremo, en el actual, de 1846, en cumplimiento del Art. 26 del decreto orgánico de 2 de diciembre de 1842. José Mariano Lara.
Alamán, L. (1994). Lucas Alamán: Estado y posibilidades de la industria. 1842. En Á. Matute (ed.), México en el siglo XIX. Antología de fuentes e interpretaciones históricas, 4.a ed., Universidad Nacional Autónoma de México, Instituto de Investigaciones Jurídicas, pp. 140-148.
Chávez Orozco, L. (Ed.) (1965). El Comercio Exterior y el Artesano Mexicano (1825-1830). Publicaciones del Banco Nacional de Comercio Exterior.
Guénot, E., & Socios (1847). Sociedad Benéfico-Industrial del Estado de México, aprobada por el superior gobierno del mismo. Prospecto. Imprenta del católico, dirigida por Mariano Arévalo.
Lomnitz, C. (2016). El regreso del camarada Ricardo Flores Magón. Ediciones Era.
Pérez Toledo, S. (2003). Una organización alternativa de artesanos: La Sociedad Mexicana Protectora de Artes y Oficios, 1843-1844. Signos Históricos, 5(9), pp. 73-100.
Semanario Artístico (1844). Hemeroteca Nacional Digital de México.
El Siglo Diez y Nueve (1844). Hemeroteca Nacional Digital de México.
Tutino, J. (2016). El debate sobre el futuro de México. Buscando una economía nueva; encontrando desafíos y límites, 1830-1845. Historia Mexicana, 1119-1192.
Van Young, E. (2021). A Life Together: Lucas Alaman and Mexico, 1792-1853. Yale University Press.
Imagen de cabecera: fragmento de la obra Mesoamérica resiste, de Beehive Collective.