En la entrega previa de esta serie intenté mostrar cómo el elemento aristocrático característico de las democracias representativas introduce una deriva oligárquica. Llegados a este punto, la pregunta que cabría poner sobre la mesa es si la práctica del sorteo sirve para contrarrestar dicha tendencia. Cabe también preguntarnos en qué medida el uso del sorteo introduce otra serie de problemas que deben ser considerados.

Cualquier sistema político puede testarse a partir de al menos dos criterios: uno utilitario, de eficacia, y otro normativo, de legitimidad. Con el primero evaluamos en qué medida promueve las mejores decisiones y disminuye los costos que implican sus procedimientos. Con el segundo, valoramos si el sistema en cuestión se ajusta en su constitución y funcionamiento a los principios morales que consideramos justos. La democracia debe ser capaz de dar respuesta positiva a ambas cuestiones: debe ser eficaz en la resolución de nuestros problemas y debe, simultáneamente, fundarse en los principios de igualdad y libertad.

En relación con el primer punto, las democracias representativas deben asumir los costes que implica la competencia electoral (lógica crematística, producción de distinciones artificiales entre candidatos, cortoplacismo, formación de clientelas políticas, etc.) y los de la consagración de hiperliderazgos (debido a la concentración del capital político en pocas manos). Mi tesis es que cuando estos elementos terminan dominando la lógica del campo político y de sus organizaciones, las distorsiones que introducen obstaculizan una adecuada toma de decisiones: la democracia representativa se convierte en algo ineficaz e inoperante. Como señala Moreno Pestaña en Los pocos y los mejores, ante esta situación, cabrían dos respuestas. La primera iría en la dirección de un gobierno de los expertos, la segunda se abre a la posibilidad de introducir el sorteo. Centrémonos en este punto.

Existe una notable literatura que se ha dado a la tarea de demostrar cómo los procesos deliberativos abiertos a personas con competencias mediocres, pero que dan cabida a la diversidad cognitiva, generan mejores decisiones que la epistemocracia de los expertos. Hélène Landemore, por ejemplo, ha defendido esta idea apoyándose en varios estudios de caso.[1] Según Lademore, introducir diferentes perspectivas en la resolución de problemas políticos permite que emerja una inteligencia colectiva que trasciende los límites del punto de vista especialista, lo que permite identificar la solución óptima para el conjunto. El motivo no es otro que la complejidad e imprevisibilidad de los problemas políticos. Debido a este motivo, no sabemos de antemano qué perspectivas o herramientas serán las más adecuadas, por lo que lo más oportuno es que la asamblea integre la mayor diversidad de perspectivas y formas de pensamiento. Landemore, que considera a la diversidad una virtud cívica, concluye que el sorteo es el mejor medio para lograrla. La emergencia de la inteligencia colectiva puede verse obstaculizada si el número de miembros de la asamblea es excesivo. Se hace necesario, por tanto, elegir representantes. Pero, como hemos visto la entrega anterior, las elecciones tienden a seleccionar a quiénes poseen ciertas ventajas sociales, que son las que permiten a los elegibles distinguirse del común. En otras palabras, las elecciones no operan con el objetivo de promover la diversidad cognitiva. Es más, la competencia electoral y las organizaciones políticas fomentan la homogeneidad y la lealtad al grupo. Frente a la elección, el sorteo se revela como la herramienta más adecuada para lograr que la asamblea deliberativa refleje la diversidad cognitiva de la comunidad política. La conclusión es que las asambleas de ciudadanos elegidas por métodos aleatorios son más eficaces, toman mejores decisiones políticas, que los grupos homogéneos de expertos.

Ambrosio y Pietro Lorenzetti. Alegoría al mal gobierno. Imagen tomada de Regio

Jonathan Berson ha cuestionado, sin embargo, un supuesto fundamental del modelo de Landemore.[2] Para que el argumento se sostenga es necesario que los integrantes de la asamblea, pese a su diversidad, sean capaces de reconocer a través del proceso deliberativo cuál es la solución óptima al problema político que se está discutiendo. Este supuesto, que Berson denomina como “la asunción del oráculo”, acarrea al menos tres dificultades: subestima la complejidad de los problemas políticos (existe siempre una solución óptima), reintroduce un criterio de experticia (los miembros de la asamblea la pueden reconocer), y opera desde una ilusión procedimental (la solución emerge del propio proceso diálogo, por la pura fuerza del mejor argumento). Para encarar estos problemas, que pondrían en jaque la razón de ser del sorteo, existen varias soluciones.

La primera pasa por eliminar “la asunción de oráculo” e intentar demostrar que incluso sin esta figura, sin condiciones tan ideales, las asambleas sorteadas con diversidad cognitiva son más eficaces y preferibles a las deliberaciones entre expertos. Esta es la solución por la que apuesta el propio Jonathan Berson, al relacionar diversidad cognitiva y ley de los rendimientos decrecientes. Esta ley proviene del campo de la economía y viene a decir que incrementar un factor de producción, conservando el resto, hace que el rendimiento de la producción disminuya. En nuestro caso, mientras los grupos cognitivamente diversos tienen individuos que piensan de forma diferente y pueden aportar diferentes soluciones a problemas complejos, los beneficios de estas contribuciones se reducen a medida que aumenta el número de deliberantes que poseen las mismas capacidades cognitivas. Es más útil que una deliberación añada a alguien que piensa de forma diferente que a otro cuya perspectiva ya está representada, por muy competente que este sea. Tras demostrar mediante un cálculo formal esta tesis, Berson concluye que, incluso en ausencia de condiciones dialógicas ideales y ante problemas políticos sumamente complejos, las asambleas sorteadas y diversas logran mejores resultados que los grupos homogéneos de especialistas.

La segunda solución pasa por abandonar la discusión epistémica sobre la calidad de las decisiones y situarnos en el plano normativo. La democracia, para tener legitimidad, no sólo debe ser eficaz, sino justa. Y esto sólo se logra si el sistema político se funda sobre los principios de igualdad y libertad. Uno de los peligros que acarrea el modelo de Landemore es que, al centrar su atención en las condiciones ideales para el triunfo del mejor argumento, acabemos olvidando la dimensión política y social que atraviesa toda deliberación asamblearia. Y olvidar esto es renunciar a las armas que permiten que los principios de igualdad y libertad sean algo más que meras declaraciones formales. Hemos discutido ya cómo las elecciones —y, añadiría, el funcionamiento desrregulado de las asambleas— tienden a funcionar en la práctica a través de un “mecanismo censitario” oculto que favorece a las minorías con mayor nivel de educación, de disposición de tiempo libre y de capital social. El sorteo, en cambio, ofrece a cualquiera las mismas probabilidades de ser elegido. No se trata ya, como ocurre en los sistemas representativos, de que todos somos iguales a la hora de elegir, sino de que somos iguales en relación al posible resultado de la elección. Esto no sólo hace de la democracia por sorteo un sistema más justo que la democracia representativa. En la medida en que introduce automáticamente la renovación de las asambleas y de los cargos públicos, y que no podemos saber de antemano quién saldría elegido, la democracia sorteada se dota de un mecanismo de redistribución del capital político que limita la reproducción de oligarquías y clientelas. Aristóteles hablaba de la democracia como del sistema en el que se gobierna y se es gobernado por turnos. La ventaja es que, desde ambas posiciones, familiarizándonos en la práctica con lo que las dos nos exigen (en términos generales, mandar y obedecer), adquirimos una comprensión más completa de en qué consiste la ciudadanía y, en este sentido, se incrementa la capacidad colectiva de la comunidad política. El uso del sorteo es la mejor forma que tiene la democracia de producir masivamente el tipo de ciudadano que la posibilita: medianías diversas de no especialistas, pero capaces de incorporar criterios para elaborar juicios políticos justos y eficaces de manera colectiva.

Pero cometeríamos un error si atribuyéramos al sorteo la capacidad de resolver todas las incógnitas que nos presentan los procesos políticos. Como vimos, con el triunfo de la elección a principios del siglo XIX, nuestros sistemas representativos se forjaron dando preeminencia al principio del consentimiento sobre el de la redistribución del capital político. La libertad de elegir pasó a considerarse un bien mayor que la igualdad en la probabilidad de ser elegido. La legitimidad de la democracia actual radica en lo primero, no en lo segundo. Y esto constituye un obstáculo cierto para quienes defienden que la suerte decida.

Creo, sin embargo, que este asunto no se puede despachar haciendo abstracción del contexto específico en el que se presenta la disyuntiva. Quizás, bajo determinadas circunstancias, los efectos destructivos que producen las elecciones convertidas en campo de competencia oligárquica hagan preferible la redistribución equitativa del capital político sobre la libertad de elegir representantes. Además, tampoco se trata de opciones excluyentes. La mayor parte de los autores que defienden el uso del sorteo lo contemplan en combinación con el uso de la elección. Podemos, por ejemplo, conservar la elección de cargos unipersonales y crear cámaras sorteadas que deliberen, propongan, vigilen o veten sus decisiones. O podemos también, retomando la tradición clásica, intentar distinguir entre problemas técnicos y políticos, independientemente de si se trata del poder ejecutivo, legislativo o judicial. Lograrlo significaría que disponemos de criterios para definir qué competencias específicas se necesitan para resolver el problema en cuestión y quiénes son las personas adecuadas para resolverlo. Eliminada la incertidumbre, la elección se vuelve el método más racional. Pero esto no descarta por completo el recurso al sorteo. Siempre que estemos de acuerdo en que el conocimiento técnico y especializado no es el fundamento del orden político, el sorteo tendrá cabida. La elección de jurados para determinados tipos de casos, funciona dentro de esta lógica. El recurso al consejo experto por parte de cámaras de deliberación sorteadas, pero que conservan la capacidad de decisión política, sería otra posible respuesta a esta cuestión.

En conclusión, el uso del sorteo no resuelve todas las incógnitas. No nos dice nada sobre si es preferible el consentimiento o la redistribución, no discrimina cualitativamente entre los candidatos, no define los mecanismos de control que deben diseñarse para vigilar los efectos no deseados de su uso, y no estipula en qué medida y cómo debe combinarse con la elección o cualquier otro modo de selección de representantes. Pero más allá de sus límites, lo que parece claro es que, recuperar el debate sobre su uso, lejos de ser una extravagancia, contribuye a una reflexión sobre la naturaleza de la democracia, de sus desafíos y de la forma en la que podemos profundizarla.

Recuerdo cuando, hace ya algunos años, ebrios de expectativas y energía colectiva, discutimos intensamente los estatutos que darían forma en España al partido político de Podemos. Un pequeño grupo nos sumamos en aquel entonces a la propuesta de introducir el sorteo como medio de selección de algunos de los cargos que se contemplaban en el diseño institucional. En algún momento logramos captar la atención del que, finalmente, sería elegido como secretario general del partido. Su respuesta a nuestra demanda echó mano de una metáfora deportiva: “Aquí, como en el baloncesto, deben salir los mejores”. Espero que el lector de esta serie disponga ahora de algunas herramientas para discutir esta afirmación cuyo espíritu se encuentra tan profundamente arraigado en el sentido común de nuestra cultura política, incluyendo en el de las organizaciones de izquierda. En el desafío a los límites de lo posible, encontraremos la posibilidad de pensar de otro modo.

Ambrosio Lorenzetti. Alegoría al buen gobierno. Tomada de Síndrome de Stendhal.

[1] Landemore, Hèlén: “Deliberation, cognitive diversity, and democratic inclusiveness: an epistemic argument for the random selection of representatives”, Synthese (190), pp. 1209-1231.

[2] Berson, Jonathan: “The epistemic value of deliberative democracy: how far can diversity take us?”. Synthesis (199), pp: 8257-8279.