En entregas previas discutí sobre la democracia griega, sobre el uso del sorteo como medio de selección de cargos públicos y sobre el sentido de esta apuesta. También discutí sobre cómo los sistemas representativos, producto de las revoluciones liberales, olvidaron esta dimensión fundamental de la democracia clásica y privilegiaron el derecho a consentir por parte de los gobernados sobre la distribución igualitaria del poder. Pero, como nos recuerda Bernard Manin, con las revoluciones liberales no sólo quedó relegada esta importante cuestión —y con ella la posible utilización del sorteo— sino que también se introdujo otro principio no igualitario en los procesos de selección de los representantes públicos: éstos debían ser socialmente superiores a los electores, fuera en riqueza, en talento o virtud.
Este principio de distinción fue la piedra angular sobre la que se edificaron los sistemas censitarios que restringieron el cuerpo de los elegibles y de los electores a lo largo del siglo XIX. Desde este momento, y durante buena parte del siglo XX, la historia de los sistemas políticos puede narrarse como la historia de la lucha por universalizar el derecho a ingresar en ambos cuerpos, eliminando cualquier barrera que impida identificarlos de forma que todos los electores fueran también potencialmente elegibles. Los historiadores se han centrado sobre todo en rescatar estas conquistas. En cambio, se ha discutido muy poco cómo y por cuáles vías el principio de distinción habría perdurado en los procesos electivos de las actuales democracias.
El propio Bernard Manin se ha interesado por esta cuestión, no tanto a través del estudio empírico de casos concretos como mediante una reflexión sobre la naturaleza de la elección y de sus rasgos intrínsecamente aristocráticos. La idea, ya lo vimos, proviene del mundo clásico. La elección era el medio por el cual, una vez identificadas las propiedades técnicas que demandaba un determinado cargo, se seleccionaban a aquellos individuos que se creía podían cumplir tales requisitos. Pero fueron los revolucionarios norteamericanos los primeros que se preguntaron por cuáles eran exactamente las categorías sociales que se veían privilegiadas en toda competencia electoral, concluyendo que, independientemente de los requisitos del cargo, serían aquellos ciudadanos más notorios, eminentes y ricos los que tenderían siempre a ser seleccionados. Hay cuatro factores que explicarían el efecto aristocrático que produce toda elección.
El primero tiene que ver con el hecho de que la elección, a diferencia del sorteo, introduce un elemento discriminatorio que hace que los candidatos sean tratados de forma desigual. Si las elecciones son libres, el elector puede esgrimir cualquier razón para elegir a un individuo u otro. Es más, no está obligado a dar razones. En este sentido se trata de un sistema que no responde al tipo de competición meritocrática, como por ejemplo ocurría en la China imperial con la selección de candidatos mediante exámenes u oposiciones. Los criterios que finalmente deciden una elección sólo se conocen realmente a posteriori, por mucho que los candidatos tiendan a adelantarse a los deseos de los votantes. La libertad de elección supone por tanto un tratamiento desigual de los elegibles por parte de los electores.
En segundo lugar, aunque el votante puede esgrimir cualquier razón para preferir a un candidato sobre otro, cuando selecciona, lo hace porque puede distinguirlos. Es decir, los candidatos deben ofrecer algún rasgo destacado que los electores consideraren de forma positiva. Deben, en definitiva, diferenciarse por algún rasgo socialmente relevante que le otorgue cierta superioridad sobre el resto. Si dos candidatos son indistinguibles no sabríamos a qué atenernos, lo cual suele concluir en un mal resultado para ambas opciones. La historia electoral está plagada de ejemplos de este tipo. Elegir, por tanto, supone una selección de lo que se considera distinto y mejor.
Tercero: para poder presentarse como distinto y mejor es necesario que el candidato sea conocido. Las campañas electorales pueden considerarse como una lucha por el espacio de atención. Randall Collins decía algo similar para el mundo intelectual: este no sería sino una gigante conversación en la que los participantes pugnan por que sus propuestas sean consideradas y discutidas en el marco de un espacio de atención finito, en el que el reconocimiento es un bien escaso que impide que todos sobresalgan, y donde ni siquiera todos los sobresalientes pueden sobresalir a la vez. Es cierto que las campañas electorales sirvieron para contrarrestar la influencia de las personas notables que contaban ya con un reconocimiento previo a la competencia electoral. Pero las campañas no logran eliminar del todo dicha diferencia.
Porque, y este sería el cuarto elemento, una campaña electoral depende de muchos factores, y los recursos necesarios para lograr posicionarse distintivamente y adquirir visibilidad no están repartidos de forma equitativa. Sin duda, por ejemplo, resulta mucho más sencillo lograr contribuciones entre pocas personas acaudaladas que entre muchas de bajos recursos. Y aunque este problema puede mitigarse a través de financiación pública y de una estricta ley electoral, en realidad se trata de algo que sólo recientemente en algunos países ha merecido una atención apropiada. Por otro lado, la posibilidad de contar con el apoyo de los medios de comunicación constituye hoy día un factor si cabe aún más decisivo.
En definitiva, Bernard Maninn considera que todo proceso electoral posee una naturaleza intrínsecamente aristocrática, pues finalmente se seleccionan a aquellos representantes que logran diferenciarse y son percibidos entre los electores como superiores. Pero este principio de distinción ciertamente convive con el principio del consentimiento y de la libre elección. Nuestros sistemas políticos serían simultáneamente igualitarios y no igualitarios, democráticos y aristocráticos. Sobre la primera dimensión no es necesario insistir porque el relato oficial ya lo hace sobradamente por nosotros. La segunda, en cambio, no suele discutirse. Las organizaciones de izquierda en las que los militantes eligen a sus dirigentes, incluso en los modelos más horizontales, tampoco discuten sobre este sesgo aristocrático propio de los sistemas electivos.

Bernard Manin, quién apuesta por esta línea crítica, defiende sin embargo la pertinencia del modelo híbrido y rechaza el uso del sorteo como medio de selección de cargos políticos (si bien lo recomienda para elegir cámaras consultivas que ejerzan una función de vigilancia sobre los representantes políticos). Pero podríamos, en cambio, ir un poco más allá y preguntarnos si el modelo híbrido logra que el elemento democrático actúe siempre como un contrapeso del elemento aristocrático. O si, por el contrario, dicho elemento tiende a derivar hacia una oligarquía por motivos, no ya de determinadas circunstancias históricas, sino por la propia naturaleza aristocrática del modelo.
Recordemos que en el mundo clásico la oligarquía era el gobierno de los pocos, lo cual no tiene por qué coincidir con el de los mejores. Existe toda una tradición que va de Aristóteles a Jefferson, pasando por Spinoza, que considera a las oligarquías como aristocracias que se han corrompido y que han dejado de gobernar en beneficio público, para hacerlo en beneficio propio. En su último libro, Los pocos y los mejores. Localización y crítica del fetichismo político, José Luis Moreno Pestaña ha querido mostrar precisamente cómo uno de los principales problemas de nuestros actuales sistemas representativos reside en esa deriva del elemento aristocrático hacia uno oligárquico. Según Moreno Pestaña, las aristocracias devienen en oligarquías cuando los pocos se creen los mejores. Y esta, como hemos dicho, sería una tendencia innata al propio modelo.
Tres serían los criterios que permitirían advertir esta deriva en los diferentes sistemas electivos de representantes. El primero tiene que ver con la progresiva concentración del capital político en pocas manos, lo que deriva en hiperliderazgos sustentados, en última instancia, sobre la combinación de algunos de estos poderes: recursos burocráticos (controlar los mecanismos de gestión y reproducción del aparato político), capital militante (habilidades que provienen de la capacidad para movilizar y expresar reivindicaciones) y autoridad carismática (que se ejerce a través de las propiedades únicas y especiales que los seguidores aprecian en el líder). Aquí se aprecian dos problemas. Por un lado, que el capital político se concentre en pocas manos no quiere decir que los individuos seleccionados lo hayan sido por criterios objetivos, relativos a los requisitos que exige el desempeño del cargo. Los líderes consagrados, además de combinar en alguna medida poder burocrático, militante y carisma, pueden ser los más adecuados para desempeñar las funciones para las que han sido elegidos. Pero también pueden no serlo. Por otro lado, concentrar en estos pocos sujetos la toma de decisiones posee manifiestos costes y peligros. En su libro, Moreno Pestaña destaca cómo la competencia incrustada en la constitución de esos liderazgos tiende a generar formas espurias de intervención política. La producción de distinciones artificiales por parte de los candidatos, o la formación de clientelas políticas en las que se intercambian lealtades por puestos (y presupuestos), introduce en la legítima competencia fines y objetivos que poco tienen que ver, no ya con el interés público, sino con los programas políticos que presentan a sus electorados. La pregunta que emerge aquí es si podemos dotarnos de medios racionales para redistribuir competencias políticas, evitando así los costes asociados a la consagración de este tipo de hiperliderazgos.
Un segundo criterio de la deriva oligárquica de los sistemas de elección tiene que ver con el hecho de que las jerarquías políticas suelen reclamar el amparo del conocimiento, presentándose como una suerte de epistocracia o de gobierno de los expertos. Pero se trata de una afirmación ideológica que, por muy extendida que esté, necesitaría demostrarse en cada caso. El problema, además, radica en la tendencia a absolutizar el punto de vista experto como el único posible en la resolución de asuntos políticos. Esto es discutible por varios motivos. Primero porque no está claro qué tipo de competencias son las que reclama el buen juicio político. La epistocracia opera identificándolo con el juicio técnico. Pero sabemos que esto no es así. Uno de los problemas de los juicios expertos es su dificultad para dejar en suspenso el punto de vista del especialista. Y esto es necesario por, al menos, dos motivos relacionados: primero porque ningún análisis especializado agota la descripción de la realidad y porque, en este sentido, la necesidad de trascender el propio punto de vista pasa por hacerse cargo de otras perspectivas. A todo esto cabría añadir que, aun cuando se acuerda que existen decisiones políticas que requieren conocimiento especializado, todavía quedaría la posibilidad de deslindar ambas esferas y, como hacía la asamblea ateniense, retener la toma de decisión en los ciudadanos ordinarios habilitados mediante consejo experto.
El tercer criterio apunta que las oligarquías se fundamentan en un conjunto de restricciones no formales que actúan como un “mecanismo censitario” oculto, relacionado fundamentalmente con el nivel de educación y la disposición de tiempo libre. Estos requisitos, que quedan impensados (de ahí su eficacia como medio de criba), remiten en última instancia a condiciones socioeconómicas o de género de origen; es decir, a una competición en la que los individuos parten de posiciones sociales desiguales, por motivos que poco tienen que ver con los requisitos de los cargos en juego. Quienes disponen de estos recursos tienen acceso a espacios y redes políticas que, mediante cooptación, actúan como criterios de exclusión y a la vez como mecanismos de reproducción oligárquica.
Llegados a este punto, cabría preguntarse si recuperar la práctica del sorteo en los procesos de selección de cargos públicos —en qué ámbito y en qué medida son asuntos a discutir— puede contribuir a conjurar los peligros de la deriva oligárquica a la que tiende el elemento aristocrático de las actuales democracias representativas y de las organizaciones políticas, incluyendo aquí, las organizaciones de izquierda. A este tema dedicaré la última entrega de la serie.