Un efecto benéfico de la pandemia coronavírica parece haber sido el que palabras como ciencia, investigación científica, conocimiento verdadero y, de modo colateral, científico y científica se hayan hecho muy presentes y adquirido una connotación definitivamente positiva, incluso esperanzadora. Sin duda, dicha apreciación positiva estará salpicando también a las universidades y centros de investigación académicos, pues nadie desconoce que en tales instituciones se forman la/os científica/os y se realiza mucho de la investigación básica de la que parten quienes generan profesionalmente conocimiento científico y tecnológico. ¿Estamos ante uno más de los elementos esenciales puestos al descubierto por la pandemia para mantenerse en la esperada Nueva normalidad?
¿Cómo aprovechar esta coyuntura para afianzar en México la convicción de la necesidad de la investigación y, con ella, de la necesidad de los largos años de preparación de especialistas y de desarrollo de estudios, de los altos costos para establecer y mantener infraestructura, equipos de trabajo y procesos de investigación y, en su caso, para poner a prueba sus resultados preliminares (como, por ejemplo, candidatos a vacunas)? Porque también es cierto que la pandemia ha evidenciado penosamente que América Latina, con la excepción de Cuba, no tiene con qué participar en la creación de vacunas, remedios, equipo médico (por no mencionar la situación de las instalaciones hospitalarias con equipos deficientes y obsoletos y hasta con cortes de electricidad…). ¿Acaso confirma el sector salud la opción de país maquilador que parece haberse tomado ya para otras áreas de la tecnología, la economía y la llamada innovación? Hace poco se recordó en un periódico español cómo el neoliberalismo transformó México de productor pionero de vacunas en importador y distribuidor. En un reciente webinar (Las instituciones de educación superior ante el anteproyecto de ley de Conacyt, 18 de febrero de 2021), una rectora universitaria especialista en la materia denunció el desmantelamiento de la empresa paraestatal productora de vacunas Birmex, que sucedió hace algo más de una década y se hizo público unos días antes en un periódico capitalino.
En el mismo evento, otra rectora universitaria recordó la gran expectativa de un amplio sector de la comunidad científica mexicana cuando un candidato, que había expresado un claro compromiso con el desarrollo de la ciencia en México, resultó electo presidente. Sin embargo, transcurrida ya casi la mitad de su período gubernamental, parecían cundir por doquier la frustración y el desánimo.
Por una parte, el aplaudido afán del gobierno federal actual de erradicar la omnipresente corrupción también ha llevado a afectar algunos ámbitos académicos y a desarticular algunos pactos cuestionables entre científica/os y entre algunos de sus grupos con empresas privadas, que redundaron en el desvío de recursos públicos hacia beneficios particulares en vez de promover el conocimiento científico. Tanto a causa de estos deplorables hechos como de otras fallas patentes, se había anunciado una reorganización profunda de la política pública en materia de investigación, ciencia y tecnología.
Pero, por otra parte, los resultados de tal reorganización —plasmados, entre otras medidas, en un anteproyecto de ley general en la materia, en modificaciones subrepticias del Sistema Nacional de Investigadores y en la reducción de recursos financieros en casi todos los ámbitos académicos en todo el país— han generado fuertes expresiones de descontento entre investigadores y estudiantes de posgrado, una comunidad tradicionalmente mal organizada y poco activa en la defensa política de la actividad investigativa.
Indudablemente, el Anteproyecto de Ley General de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación contiene elementos positivos y de mucha relevancia a futuro. Entre ellos está la confirmación del derecho humano a la ciencia, el reconocimiento explícito de las humanidades como componente integral del conjunto de las ciencias [1], así como la intención de articular la generación del conocimiento científico y tecnológico con otras formas de conocimiento cultivadas en la multicultural sociedad mexicana.
En cambio, otros aspectos del anteproyecto resultan completamente incomprensibles o altamente cuestionables. Entre los primeros se halla la renuncia tácita, en cuanto a compromiso y en cuanto a monto definido y reclamable, a que el Estado Mexicano garantice en sus tres niveles de gobierno la realización y el desarrollo futuro de la investigación científica en México, especialmente en su vertiente básica. Hay que recordar aquí una vez más que durante las dos décadas pasadas, la/os responsables de instituciones, dependencias e instancias diversas –arropada/os por demasiado silencio de parte de investigadora/es, estudiantes de posgrado y especialistas en general– han permitido que en vez del 1% del Producto Interno Bruto (PIB) por destinarse a la investigación científica y tecnológica en el país, este monto legalmente exigido se ha mantenido en solamente una tercera parte de dicho monto.[2] Igualmente debe recordarse que la mayoría de los siempre muy ostentados 27 Centros Públicos de Investigación controlados por el Consejo Nacional de Ciencias y Tecnología (¡27 en una población de más de 120 millones de habitantes que genera el doceavo PIB del mundo!) se fundó ya hace varias décadas, y que tales instituciones se encuentran desde hace tiempo en una sórdida lucha contra la imposición de los criterios empresariales de evaluación fustigados con claridad por Pablo González Casanova en su denuncia de la Nueva Universidad.
Un rector universitario subrayó en el mencionado webinar que las ciencias sociales humanas han aportado desde sus inicios, en México al igual que en el resto del mundo, elementos cognitivos imprescindibles para la comprensión y la solución de los grandes problemas nacionales, los cuales, si bien a veces son presentados como problemas de tipo técnico, son, de hecho y ante todo, de naturaleza social y cultural: desigualdad, marginación, abuso de poder, calidad de vida mermada por trabajo mal pagado, oportunidades negadas y hasta salud estropeada por falta de atención oportuna y medios ambientes naturales arruinados. Por ello —explicó— le parecía incongruente el mencionado reconocimiento explícito del carácter científico de las disciplinas sociales y humanas del anteproyecto con respecto a la sobrecentralización en términos administrativos y geográficos de las instancias de decisión y consulta previstas por dicho anteproyecto, en el que está completamente ausente la participación efectiva y estructurada de la misma comunidad científica. En cambio se observa una apabullante participación de instancias administrativas externas a la dinámica de la investigación científica que, conjuntamente con el sobre énfasis en decisiones trienales y sexenales sobre prioridades temáticas y hasta disciplinarias (que, como se sabe, en manos de instancias burocráticas o dirigidas por ex-académicos suelen convertirse rápidamente en lechos de Procusto), constituyen una seria amenaza a la libertad de cátedra y una fuente previsible de distorsión de la dinámica científica.[3]
Dicha ausencia no solamente se nota en el anteproyecto de ley. Se nota también en su preparación, pues grandes segmentos de la comunidad de investigación interesados en participar no han sido escuchados; al tiempo que se nota en muchas universidades públicas cada vez más los efectos de las estrategias de tipo industrial destinadas a tecnologizar las licenciaturas y maestrías, a cuantitativizar y burocratizar la evaluación de la actividad investigativa, a someter las decisiones académicas a los criterios de técnicos y gestores de todo tipo, a permear la vida académica con los elementos simbólicos de la ideología mercantil.
Con esto no se quiere pintar el pasado normado por la legislación de 2002 y sus modificaciones posteriores como un floreciente panorama de participación, transparencia y actividad institucional ahora en peligro. Más bien, parece querer continuarse estructuras y mecanismos destinados a reforzar y reproducir la hegemonía de los aparatos burocráticos autocontenidos y operando de acuerdo con sus ritmos sexenales (dejando aquí de lado, por la escasez de políticas municipales en la materia, los ritmos trienales, aunque el anteproyecto de marras las parece querer introducir en su artículo 16). Por ejemplo: ¿alguna vez la/os miembros electa/os por los diferentes sectores del Sistema Nacional de Investigadores al Consejo de Aprobación han informado o consultado a sus supuesta/os representada/os sobre algo? Por ejemplo: en los contados casos en los que se ha informado sobre los resultados de consultas a la comunidad académica nacional –como sobre los Foros Estatales de Consulta 2019 Humanidades, Ciencia y Tecnología: Presente y Futuro de la Red Nacional de Consejos y Organismos Estatales de Ciencia y Tecnología–, ¿se ha dado cuenta de quién y cómo y por qué se escogieron la/os participantes en dichas consultas o se ha impulsado el debate en el seno de las comunidades científicas sobre dichos resultados? Por ejemplo: ¿Qué mecanismos ha ensayado e instaurado la comunidad académica para instruir, entrenar y controlar a quienes participan como sus representantes en las comisiones y comités de evaluación de trayectorias, de becas, de proyectos, de publicaciones?
¿No se observa en estos ejemplos casuales (escogidos sin pretensión de representatividad institucional o de enfoque político) un conocido rasgo de la cultura política nacional, de acuerdo con la cual el/a ocupante de un puesto, por insignificante que sea, se suele considerar integrante de una especie humana superior y destinada/o por su dotación personal de conocimientos y valores a imponer decisiones y medidas en principio tan acertadas que cualquier consulta previa o crítica posterior solamente puede rayar en lesa majestad? Si a estos ejemplos fortuitos se agrega que la vida democrático-participativa en gran parte de las universidades y instituciones académicas nacionales es más pantalla que realidad [4] y que las instancias directivas suelen mostrarse siempre más interesadas en fabricar la buena imagen de la institución o dependencia que promover el debate crítico entre sus ex-colegas y estudiantes, se figura el tamaño del problema pendiente.
¿Cómo hacer, entonces, para que la comunidad científica –con un promedio de edad considerablemente elevado– se interese y, en caso de desearlo, tenga una oportunidad real para aportar a la conformación de las estructuras y políticas públicas de la investigación científica del país en todos sus niveles e instancias? ¿Cómo hacer para que la enorme cantidad de recursos públicos destinados durante décadas a becas de doctorado y postdoctorado desemboque en la contratación de la/os egresada/os con las mejores y más innovativas ideas en instituciones bien equipadas, inteligentemente dirigidas y efectivamente evaluadas? ¿Cómo hacer para que en los parlamentos y las administraciones de las entidades federativas y de los municipios se entienda que la promoción de la ciencia es también de su competencia? ¿Cómo hacer para que las representaciones del sector empresarial asuman finalmente su responsabilidad al respecto?
Elevar en poco tiempo significativamente el porcentaje del PIB dedicado a la creación de conocimiento científico no solamente es necesario frente a la crecientes problemas y su potencial conflictivo: una economía con más de la mitad de la población económicamente activa en la informalidad; la escasez de satisfactores básicos en los ámbitos de agua potable, transporte, electricidad e internet; las consecuencias de longevidad y envejecimiento progresivos; los efectos de contaminación y cambio climático antropogénico; la falta de socialización efectiva de valores ciudadanos básicos y la resocialización de quienes han hecho su vida a la sombra de crímenes organizados ilegales y legales… Elevar en poco tiempo significativamente el porcentaje del PIB dedicado a la creación de conocimiento científico es necesario también para no perder el potencial de los recursos humanos (expresión horrible) acumulados y no perder la posibilidad de hacer valer las tradiciones culturales del continente en el nuevo escenario global marcado por los países asiáticos.
Elevar en poco tiempo el porcentaje del PIB dedicado a la creación de conocimiento científico será costoso e imposible de lograr sin un apoyo decidido por parte de grandes sectores de ciudadanos informados. ¿No será la revisión del proyecto de ley mencionado (junto con la reorganización de la educación superior) una buena oportunidad, tal vez la última, para lograr la conversión de México en una potencia científica? ¿No será la coyuntura actual una irrepetible coyuntura favorable para fomentar el interés y el conocimiento de lo qué es, cómo opera, qué puede lograr, cuáles son los límites y de qué se debe cuidar la ciencia?
En la última década ha habido dos iniciativas interesantes con este objetivo, aunque limitadas y finalmente disueltas en los vaivenes sexenales. Ambas tuvieron el formato de consulta o encuesta ciudadana sobre temas-problemas de la investigación científica: en 2012-2013, la Agenda Ciudadana de Ciencia, Tecnología e Innovación, y en 2017-2018, la Agenda Ciudadana Iberoamericana de Ciencia, Tecnología e Innovación en México; también se ha propuesto la creación de un Observatorio Nacional de Ciencia, Tecnología e Innovación. La pandemia, el cambio climático y la precariedad alimentaria ofrecen perspectivas ejemplares para incentivar el interés por la ciencia: en todos los casos se trata de temas de física, química y biología, pero igualmente de sociología, antropología y psicología. Y para ninguno de ellos tiene sentido decretar normas, actividades y expectativas de resultados sin la concurrencia participativa de la comunidad científica misma.
Notas
[1] Sin embargo, habrá que cuidar la reversión de la larga historia de imposiciones de criterios de evaluación de las ciencias sociales y humanas derivadas de las ciencias naturales y exactas y evitar la conversión de las ciencias sociales y humanas en simples auxiliares de tipo técnico de políticas públicas. Al mismo tiempo habrá que recordar en todo momento el carácter intrínsecamente conflictivo de los debates en ciencias sociales y humanas (ver para esto, E. Krotz, Hacia la recuperación del lugar de las ciencias sociales en la sociedad de conocimiento en México, pp. 86-91; en Revista Mexicana de Sociología, vol. 71, diciembre, 2009, pp. 75-104.)
[2] Para fines comparativas parece conveniente recordar que hace algunos años, la Unión Europea inició un programa de emergencia para elevar dicho porcentaje del 2.5% al 3%, comprendiéndose la gigantesca distancia a la vista, si se compara, además, la infraestructura existente para la investigación científica (dejando por ahora sin abordar la situación de las exiguas bibliotecas, laboratorios, incluso instalaciones eléctricas o comunicacionales en la mayoría de las universidades públicas del país y la ausencia de investigación sistemática en la mayoría de las privadas, y dejando de lado también la reducción con respecto a duración y enfoque de las licenciaturas, donde el acercamiento a la investigación parece ser sustituido por el entrenamiento en competencias).
[3] Frente a la repetida tentación de instancias gubernamentales de dirigir la investigación científica, puede ser conveniente recordar la observación de uno de los premios nacionales de 1987, quien afirmó en su discurso de aceptación: “Simple y llanamente me permito indicar que posiblemente sea un ejercicio inútil señalar prioridades en la ciencia, y que la única prioridad que debe señalarse en los planes de desarrollo científico es la ciencia misma y vigilar a través de la comunidad científica que ésta sea de buena calidad (citado por Juan José Saldaña y Luis Medina Peña, La ciencia en México (1983-1988), nota 47; en Comercio Exterior, vol. 38, 1988, n. 12, pp. 1111-1121).
[4] Para breves observaciones al respecto desde la antropología, véanse las pp. 21-25 de E. Krotz, Ciberespacio, ciudadanía, capitalismo académico: cotidianidad estudiantil y enseñanza de la antropología, en Anales de Antropología, vol. 46, 2012.