Alexandr Chayanov (Moscú, 1888) fue un agrónomo ruso quien, al igual que muchos de su generación, se distanciaban primero de los grandes latifundios zaristas y luego de las empresas estatales bolcheviques. En cambio, se interesó por la estructura y la dinámica de las unidades domésticas campesinas, las formas tradicionales de organización comunitaria, su oposición de rasgos anarquistas a la centralización del poder, y se convirtió en defensor y promotor de organizaciones cooperativas para determinadas fases del proceso productivo y mercadeo. Había entonces mucha euforia dentro y fuera de Rusia, generada inicialmente por la revolución de febrero y después por la de octubre del 1917, pero faltaban modelos operacionalizables para la construcción del nuevo orden soviético en un país primordialmente rural y plagado por las secuelas de la guerra, por conflictos armados internos y por los estragos causados por la gripa española.
Chayanov intentó participar con sus ideas y propuestas a una patria más justa. Pero después de haber sido una importante voz académica, autor de renombre internacional y consejero gubernamental, fue callado repentinamente por el ascenso del estalinismo; en 1937 fue fusilado por supuesta agitación contrarrevolucionaria (medio siglo después, el Estado soviético lo rehabilitó).
A partir de los años sesenta del siglo pasado, con motivo de la búsqueda en muchas partes del mundo, de formas no capitalistas, no estatistas y no industrialistas de producción, se convirtió en autor muy estudiado en el Sur Global. Ecos de sus ideas muy discutidas por antropóloga/os y economistas especializada/os en cuestiones agrarias, siguen presentes en el movimiento internacional “La Vía Campesina” y en la “Declaración de las Naciones Unidas sobre los Derechos de los Campesinos” de 2018. Sus análisis [1] siguen generando polémica: mientras que una/os científica/os sociales las consideran clave para la comprensión de la situación del campesinado en el mundo y de su potencial a futuro, otra/os las descalifican como románticas, premodernas o terceristas en el sentido de rechazar tanto el liberalismo capitalista como el estatismo socialista.
Pero ¿no se podrían leer también como propuesta de una superación de tales posiciones, la cual, además, se apoya en el más avanzado desarrollo científico-tecnológico? Hace exactamente cien años, Chayanov publicó bajo seudónimo Viaje de mi hermano Alexis al país de la utopía campesina. En este pequeño libro, que tal vez fue pensado como parte de una obra mayor, Alexis anticipa primero algunas ideas de la entonces llamada Nueva Política Económica leninista, y es catapultado después al año de 1984 (la coincidencia de la fecha con la célebre antiutopía orwelliana es casual). Pero Rusia dista de ser, como había estado proponiéndose después de 1917, un país urbanizado e industrializado conforme a los cánones del “progreso” entonces incuestionable de la civilización noratlántica.
Al contrario, todas las ciudades mayores de 20 mil habitantes han sido suprimidas y convertidas, al igual que Moscú, en grandes parques, donde se asientan algunas instancias administrativas y donde hay muchos espacios para las bellas artes y las ciencias. La mayoría de la población soviética, dirigida desde la década de 1930 por un partido campesino, vive en áreas rurales bien comunicadas por tierra y aire, colmadas de museos, teatros, bibliotecas y escuelas. La ocupación económica principal es la agricultura intensiva de trabajo, aunque, desde luego, también existen pozos petroleros, minas y grandes plantas industriales necesarias. Considerar la agricultura “como el tipo más perfecto de actividad económica” (Chayanov, 1989, p. 24) no constituye una anacrónica idealización de una época histórica definitivamente pasada, pues no está reñida con la más compleja investigación tecnológica (así, por ejemplo, el país cuenta con un fabuloso sistema magnético-eléctrico capaz de regular las cantidades óptimas de lluvia para cada región y cultivo). Más bien, se le explica al viajero en el tiempo, “en ella el hombre no se opone a la naturaleza, en ella el trabajo se efectúa en el contacto creativo con todas las fuerzas del cosmos, y crea nuevas formas de existencia. Cada trabajador es un creador, cada manifestación de su individualidad es arte del trabajo.” (Chayanov, ibid).

Coincide el año del centenario de esta utopía un tanto simple con el otorgamiento del premio Nobel de la Paz al Pixabay de las Naciones Unidas y también con la predicción del hambre creciente como consecuencia de la pandemia coronavírica. Coincide también con algunas estrategias gubernamentales recientes en México para promover la conciencia ciudadana sobre la composición y la calidad nutritiva de los alimentos industrializados [véanse varios estudios publicados en números recientes de la Revista del Consumidor]. Y coincide, finalmente, también con las advertencias cada vez más serias sobre lo agotable del agua dulce [véase el Informe Mundial de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo de los Recursos Hídricos de 2020] y, en cambio, sobre la contaminación de los mantos freáticos y la omnipresencia de microplásticos en ríos, mares y hasta en el agua supuestamente potable.
En la pandemia coronavírica persistente, el vocablo “esencial” ha obtenido cierta prominencia. Se usa para distinguir entre actividades económicas primarias y secundarias, necesarias y sobrantes, imprescindibles y evitables. Y se aplica también a aspectos sociales hasta hace poco no pensados en estos términos: actividades escolares y trámites administrativos presenciales, reuniones festivas o religiosas de personas físicas, compras, viajes y otros traslados, etcétera. ¿No podrá ser la aún pendiente “Nueva Normalidad” un motivo para repensar nuestro modo de vivir a la luz de la utopía de Chayanov, en la cual se puede notar, por cierto, la influencia de otros utópicos tales como William Morris?[2]
Revalorar lo que comemos y bebemos implicará, claro está, revalorar –no sólo simbólica, sino también salarialmente– el trabajo de quienes producen los alimentos vegetales y animales y las materias primas para la producción industrial de muchos otros (y, desde luego, también las labores de quienes recolectan y deponen los restos de nuestras comidas y de sus envolturas).
Cada vez más, quienes genéricamente son llamados campesinos y jornaleros agrícolas, son obligados por empresas multinacionales –y no pocos lo aceptan para poder sentirse modernos– a usar una gran paleta de químicos para intervenir en el crecimiento y determinados aspectos exteriores de plantas y frutos comestibles, así como cantidades cada vez más abultadas de antibióticos y hormonas para acelerar la producción cárnica. Al mismo tiempo se les castiga no solamente con horarios y esfuerzos físicos agotadores, sino también con escuelas miserables (decenas de miles de ellas en el país incluso sin agua corriente), con suministro precario de electricidad, para no hablar del acceso a internet y, como lo denunció hace poco el Centro de Derechos Humanos guerrerense Tlachinollan, con centros de salud sin materiales ni personal para atender a enfermos de Covid-19. No extraña, por consiguiente, que, según un famoso estudio publicado hace ya casi medio siglo sobre la politización de los niños mexicanos, a la edad de quince años ningún niño campesino mexicano quería ser campesino.
Tal apreciación corresponde a lo que se ha llamado colonialismo interno. Pero ¿no es también resultado de un colonialismo mental generalizado el que se siga desbalanceando sin miramientos en cada vez más regiones del continente latinoamericano los ecosistemas y los recursos hídricos, que se siga contaminando tierras y aguas para hacerlas producir industrialmente –en gran medida para la exportación– vegetales, carnes y bebidas, y que se siga manteniendo en niveles extremadamente exiguos la investigación científica propia en éstas (y otras muchos) áreas del conocimiento?
Tal vez la pequeña obra centenaria de Aleksandr Chayanov ayude a impulsar la descolonización mental necesaria para la crítica profunda de las ideologías del “desarrollo” y del “progreso” y para la construcción de la “Nueva Normalidad” pendiente.
Notas
[1] Una sucinta introducción contextualizada proporciona el capítulo IV de Ángel Palerm, Modos de producción y formaciones socioeconómicas, 2a ed., Gernika, México, 1986.
[2] El nombre de William Morris (1834-1896), quien combinaba la crítica del capitalismo por su explotación del trabajo con la crítica de su capacidad destructora en la esfera estética, es mencionado como primero en una lista de autores utópicos al inicio del libro (Chayanov, op. cit., p. 4); una breve introducción a su obra es la conferencia Cómo vivimos y cómo podríamos vivir (Bucaramanga, Ed. Pabellón 6, 2018).
Referencias
A. V. Chayanov, “Viaje de mi hermano Alexis al país de la utopía campesina”, en A. V. Chayanov y otros, Chayanov y la teoría de la economía campesina, Cuadernos Pasado y Presente, México, 1981. [El volumen colectivo citado contiene varios textos representativos de Chayanov y varios comentarios sobre su obra. Recientemente el texto ha sido publicado también como Viaje de mi hermano Alexei al país de la utopía campesina (Fondo de Cultura Económica, México, 2018).]