Ama Quella

La comprensión del peronismo oscila entre dos posiciones extremas. De un lado, se ubican versiones que lo presentan como una variante local de una categoría general, como las de “fascismo” o “populismo”. Del otro, versiones que lo señalan como un fenómeno único e irrepetible, en algunos casos por considerarlo una auténtica “aberración” y en otras un verdadero “milagro”. Al margen de sus diferencias, ambas posiciones contribuyen a producir un mismo efecto: anular, desde un principio, la posibilidad de pensar el peronismo, sea porque ya está suficientemente claro su significado y no hay nada que explicar, sea porque se trata de un fenómeno inexplicable. Como alternativa a estas posiciones, proponemos otra lectura. A tal fin, adoptaremos la dialéctica entre Constitución real y Constitución formal o escrita como marco en el cual inscribir nuestra reflexión sobre la Reforma de la Constitución Argentina de 1949. Como veremos, la pertinencia (e incluso la obviedad) de utilizar este esquema para abordar dicho objeto se desprende de las fuentes del periodo.

El 1 de mayo de 1949, Juan Domingo Perón asegura en la Cámara de Diputados que aquel año será recordado como el año de la “constitución justicialista”. Luego de admitir la bondad intrínseca de la Constitución de 1853, destaca que al haber quedado anticuada se había convertido en un obstáculo para las actividades nacionales. “Salimos del absolutismo político para caer en el absolutismo económico, vale decir, se quiso hacer una constitución contra el clero y la reyecía y, en realidad, se hizo una constitución al servicio de la burguesía” (Perón, 2016, p. 53). En sintonía, el constituyente Arturo Sampay señalará que estos obstáculos tienen su raíz en el influjo que las ideas liberales habían tenido sobre los constituyentes de 1853. Estas ideas, que abonan en una “concepción angélica” de los seres humanos, impiden abordar los desequilibrios e injusticias sociales, obra de monopolios económicos que subordinan a los poderes políticos, porque sancionan como superfluo o peligrosa la intervención estatal.

Años más tarde, una vez consumado el golpe de Estado de la autodenominada “Revolución libertadora” (1955), Sampay dirá que la reforma había tenido su “talón de Aquiles”, a saber: no haber organizado adecuadamente el predominio y el ejercicio del poder político de los sectores populares. Para comprender el sentido de esta afirmación, conviene recordar que el jurista parte de la definición aristotélica, según la cual la “Constitución es la ordenación de los órganos gubernativos de una comunidad política, de cómo están distribuidas las funciones de tales poderes, de cuál es el sector social dominante en la comunidad política y cuál es el fin asignado a la comunidad política por ese sector” (Sampay, 2012, p. 87). Así, a contramano del sentido moderno, revolucionario, que tiende a investir la constitución escrita de poderes demiúrgicos, capaces de crear ex novo la realidad política, Sampay asume que la Nación está constituida por “factores de poder” y que una reforma sólo puede y debe operar en el nivel de la organización de dichos factores, a partir de ellos, nunca de la nada. En esto acuerdan pensadores tan dispares como Edmund Burke y Ferdinand Lassalle. “Pero con una diferencia: en tanto Burke concentra su atención sobre los remanentes del feudalismo que reaccionaban contra el régimen de la Revolución francesa, Lassalle lo hace sobre las clases populares ascendentes y actuantes con miras a superar ese régimen” (Sampay, 2012, p. 25).

¿Cómo explica Sampay el “talón de Aquiles” de la Reforma? Señala dos motivos. Primero, “la confianza que los sectores populares triunfantes tenían en la conducción carismática de Perón, y segundo, el celoso cuidado que el propio Perón ponía para que no se formara paralelamente al legal un coadyuvante poder real de esos sectores populares” (Sampay, 2012, p. 101). Confianza en la conducción del líder, de un lado, y temor ante la puesta en crisis de la unidad política por la emergencia y despliegue de un poder popular, paralelo al estatal, del otro: he aquí dos rasgos que han marcado, y aún marcan, la historia del peronismo y, por eso mismo, de toda la Nación.

En la primera entrega de esta serie, escrita junto a Francesco Callegaro, afirmamos que el peronismo ha sido uno de los raros procesos en los cuales se ha intentado salvar el abismo entre la Constitución material y la formal que se produjo con la irrupción de las masas en la escena política. Sobre la base de una aguda comprensión sociológica de su tiempo, el peronismo habrá de ubicar al trabajador en el centro de un proyecto de integración nacional. A tal punto que la “Nueva Argentina” impulsó una triple identificación entre “ser argentino”, “ser trabajador” y “ser peronista”. Esta singular matriz generativa, tan potente como problemática, permitió crear y recrear una serie de imágenes, conceptos e instituciones donde resuenan las distinciones entre “zánganos y abejas”, “trabajadores y ociosos”, “productores y parásitos” que determinan el concepto de Nación trabajadora.

Detengámonos, un poco, en estas dimensiones.

Las imágenes de los grupos de trabajadores colmando la Plaza de Mayo aquel 17 de octubre de 1945 han sido grabadas a fuego en el imaginario nacional. El pueblo trabajador movilizado hasta la Casa de Gobierno hace manifiesta su Voluntad (de) General: única, unívoca. Los humildes, que marchan desde la periferia hasta el centro, mojan “sus patas” en la fuente, inaugurando una serie de postales en las cuales se expresa la potencia —¿inagotable?— de aquel magma de sentido del cual brotan, desde entonces, las más decisivas y determinantes identidades e identificaciones de la historia nacional.

Por su parte, los conceptos peronistas pretendían encauzar, ordenar y orientar el proceso político y social desatado por la irrupción, largamente postergada, del pueblo trabajador; proceso vertiginoso y conflictivo, más de una vez desbordado por pasiones, que no siempre han sido “alegres” (como nos recuerdan otras postales, también peronistas, gusten o no). Las Veinte verdades… (1950) sentencian que “no existe para el peronismo más que una sola clase de hombres: los que trabajan” y que “[…] es justo que cada uno produzca por lo menos lo que consume”. Muchos años después, desde España, en su largo exilio, Perón reafirmará esta centralidad del trabajo, al afirmar que “gobernar es crear trabajo, […] organizarse para trabajar, crear trabajo y poner al Pueblo Argentino a realizarlo” (Perón, 2017, p. 145).

A nuestro ver, se trata de variaciones de aquella idea consagrada en la Reforma de 1949, pero ya claramente presente en discursos previos de Perón, según la cual el trabajo es un medio (aunque tal vez sea mejor decir una mediación, tanto material como espiritual), que le permite a los seres humanos llegar a ser lo que son; y no porque la humanidad se defina en la ciega producción de útiles o mercancías, sino porque con su trabajo cada individuo hace carne su obligación de contribuir, con su propio tiempo y con su esfuerzo, a la producción y reproducción de la vida en común.

Evocando aquel célebre dictum aristotélico, según el cual sólo una bestia o un animal puede vivir fuera de la polis, en el cierre del Congreso Nacional de Filosofía realizado en Mendoza, no casualmente en 1949, Perón hablará de “aquella comunidad de hombres, no de bestias” a la que aspira el justicialismo. Trabajar, no ser ocioso: he aquí la clave para tornar realidad efectiva dicho anhelo. Se trata del mismo núcleo de saber atesorado en las palabras de nuestro epígrafe, en las cuales, lejos de indicar a quién debe estar dirigido nuestro amor, se revela de un modo sencillo y directo la condición indeclinable de cualquier recta convivencia social. Dígase aquí, como al pasar, que este antiguo precepto incaico, Ama Quella (no seas flojo), se ha elevado junto al Ama Sua (no seas ladrón) y el Ama Llulla (no seas mentiroso) a rango constitucional en el Estado Plurinacional de Bolivia (Constitución Política del Estado, Capítulo II, artículo 8).

La Confederación General del Trabajo (CGT) consagrada como “columna vertebral” del movimiento nacional; la Escuela Sindical Peronista como eslabón formativo entre las Unidades Básicas y la Escuela Superior Peronista; y la promoción, vinculada a estas escuelas, de los “Agregados Obreros” como representantes en el extranjero son sólo algunas de las numerosas instituciones gestadas en el peronismo, con las cuales se buscaba religar la dinámica cotidiana del pueblo trabajador en los barrios con la representación formal de la Nación en la escena diplomática internacional.

La Reforma de la Constitución de 1949 consuma esta proliferación de imágenes, conceptos e instituciones al enunciar, entre otros, los Derechos del Trabajador: “El trabajo es el medio indispensable para satisfacer las necesidades espirituales y materiales del individuo y de la comunidad, la causa de todas las conquistas de la civilización y el fundamento de la prosperidad general” (Constitución de 1949, Capítulo III, artículo 37, p. 19).

Como es sabido, el 17 de octubre suele ser considerada la fecha del acta de nacimiento del peronismo. Trasunta en esta decisión el elemento “acontecimental” que permite dotarlo de una cierta sacralidad, en tanto sugiere un comienzo absoluto. Sin negar la parte de verdad que le cabe a esta fundación mítica del movimiento, nos interesa realizar otra aproximación, complementaria, que pone el foco en la potencia instituyente de aquella “alianza” entre el Estado y las clases trabajadoras de la cual habla Lassalle en “El programa de los trabajadores”.

En esta interpretación seguimos de cerca al filósofo argentino Conrado Eggers Lan, quien afirma que el inicio de la obra de gobierno peronista debe fecharse el 27 de noviembre de 1943, cuando se establece por decreto de ley la creación de la Secretaría de Trabajo y Previsión. Un dato que permite dimensionar, en parte al menos, el desafío tomado por el entonces coronel Perón surge de relevar las tareas asumidas por dicha Secretaría: “[…] quedaron incluidos en la nueva Secretaría —dependiente directamente de la Presidencia de la Nación— la Dirección Nacional de Salud Pública y Asistencia Social, la Comisión Nacional de Casas Baratas, la Cámara de Alquileres, la Comisión Asesora para la Vivienda Popular, la Dirección de Migraciones, el Tribunal Bancario, la Comisión Honoraria de Reducción de Indios y la Junta Nacional para combatir la desocupación, así como todos los servicios de laudo y policía del trabajo a cargo del Estado” (Eggers Lan, 2014, p. 89).

La extensa, variada y variopinta lista de direcciones, tribunales, comisiones, etc., que convergen en esta singular Secretaría, debería bastar para disuadir cualquier sospecha de que las transformaciones se llevaron a cabo desde un organismo preparado para ello. La ilusión de que Perón simplemente se sirvió del “aparato del Estado” para ejecutar su voluntad o la idea de que el peronismo es un movimiento armado pura y exclusivamente “desde arriba” suelen olvidar la inevitable precariedad que supone cualquier verdadero comienzo.

En un discurso del 17 de noviembre de 1944, en el cual comunica su decisión de promulgar el Estatuto del Peón Rural, se vislumbra el sentido de las transformaciones que Perón iba promoviendo desde la Secretaría: “Es necesario —afirma— introducir en el ambiente, diremos así, el hecho revolucionario y después, durante la marcha, emparejar la carga, como decimos en montañas”. Y más adelante, agrega: “No ejecutaremos medidas violentas para hacerlo ejecutar [al estatuto], pero queremos que esto entre en el ambiente de una vez y que paulatinamente, se vaya ejecutando en la mejor forma posible” (Perón, 2022, p. 716). Esta decisión de “poner en el ambiente” ciertas ideas sin contar aún con las condiciones para hacerlo, o mejor aún, con la finalidad de forzar la emergencia de tales condiciones, implica una estrategia mediante la cual se va forzando la apertura del imaginario social, ya no a través de un programa o un plan (como se hará más adelante, con todo el “aparato” a disposición), sino con intervenciones puntuales, plurales, a veces dispersas, que encuentran su unidad y potencial organicidad en el hecho de que abordan necesidades sociales concretas, arraigadas en el mundo del trabajo.

A contramano de ciertas lecturas que rebajan la gestión de Perón a meros parches y reformas “populistas”, Eggers Lan sostiene que medidas como el Estatuto del Peón, el aguinaldo, la extensión de la jubilación, los tribunales de trabajo, etc., constituían una auténtica “revolución social”, porque “cuando toda esa situación cambia, y el hombre que trabaja ve que también él es una persona y no una bestia más, se produce no una esquemática ‘conciencia de clase’ sino conciencia de persona, en el plano individual, y una conciencia de pueblo, en el plano nacional, que son en realidad dos caras de una misma ‘conciencia social’” (Eggers Lan, 2014, p. 92)

Naturalmente, esta revolución encontrará obstáculos, muchos de los cuales se formulan en términos jurídicos. Las reformas “peronianas” —así llamadas puesto que aún no había sido conformado el movimiento peronista como tal— eran, con razón, sancionadas como “inconstitucionales” (aunque Sampay sugiere llamarlas “extraconstitucionales”) puesto que su contenido transgredía las formas establecidas de la constitución escrita vigente. La tensión entre el movimiento de la Constitución real de una Nación en la cual los trabajadores iban cobrando cada vez más protagonismo, de un lado, y la rigidez de una Constitución formal, en esencia liberal, escrita un siglo antes, del otro, no haría más que profundizarse. De este modo, la potencia instituyente de la “alianza” entre el Estado y las clases trabajadoras iba “poniendo en el ambiente” la necesidad de dar curso a la Reforma.

Ahora bien, una vez establecida la dialéctica institución-constitución, es momento de atender a “la letra” de la Reforma. Nuestra primera observación refiere al hecho, crucial, de que los derechos del trabajador no están solos, como no lo está el trabajador en la filosofía peronista. En efecto, entre los “derechos especiales” se cuentan los de la familia, la ancianidad, la educación y la cultura. ¿Cuál es el vínculo entre estos derechos? ¿Por qué forman parte de un mismo capítulo? Si se adopta la perspectiva de la Nación trabajadora, estos derechos pueden ser interpretados no como una mera adición (que completa la lista de derechos civiles y políticos), sino como el fruto de un metarreconocimiento relativo al carácter eminentemente social de todo derecho humano. No hay más que una clase de hombres, los que trabajan. Se trata, a nuestro ver, de la consagración de lo social como fuente de derechos, con todo lo desafiante que esto resulta para la comprensión del sentido y alcance del derecho en general. Esto queda claro, por ejemplo, si se atiende a la alteración que supuso asignarle una “función social” a la propiedad (Capítulo IV, artículo 38). Esta determinación sobre lo propio de cada persona, sin negar su dignidad, lo inscribe en el marco de algo común; es decir, en el seno mismo de una sociedad que, lejos de ser su negación o su límite, se vislumbra como la más íntima condición de posibilidad de cualquier propiedad, o pertenencia, sea esta material o espiritual. El derecho del individuo queda así trabado internamente con la obligación para con su comunidad, y viceversa.

En su afán de recortar la “tercera posición” del fondo ideológico reinante luego de finalizada la Segunda Guerra Mundial, Perón señala las dos posiciones extremas que tienden a tensar, hasta romper, la interdependencia entre el individuo y la comunidad, en la medida en que confunden la libertad con el aislamiento y la comunidad con el Estado: “Hay dos adulteraciones de los supremos valores, el individualismo amoral y egoísta y la despersonalización del hombre en un colectivismo atomizador y materialista” (Perón, 1950, p. 201). Creemos que, en la actualidad, este riesgo sigue latente, y acaso más latente que nunca. Pues no sólo es posible advertir un modo, digamos “neoliberal”, de atentar contra este nexo estructurante de lo social, sino también uno “progresista” que, al exacerbar el derecho a tener derechos frente a la total relativización o descuido respecto de los deberes y las obligaciones, debilita la articulación entre merecimientos y reconocimientos en la cual se anudan las partes de la Nación. Es justo que cada cual produzca al menos lo que consume… Esta reivindicación inflacionista y unilateral de los derechos, elevada a sentido último de la acción política, no hace más que alimentar un auténtico juego de espejos en el cual el individuo y el Estado se replican el uno al otro, enfrentados, acrecentando el poder imaginario de cada cual, augurando aquella “mala infinitud” de la que hablaba Hegel.

En tiempos como éstos, en los cuales el debate público se limita a un raquítico dilema entre Estado y Mercado, en el cual además se da por descontado que el peronismo debería optar por el primero, sin siquiera revisar la pertinencia o significación del problema, puede ser útil volver sobre las fuentes. No porque supongamos que no hay nada nuevo bajo el sol; sino porque este movimiento abarcativo permite indagar, distinguiendo, lo esencial y lo contingente de las identidades históricas, dinámicas por su misma definición. El texto de la Reforma es claro a este respecto, tanto en su espíritu como en su letra: en el caso del trabajo, por ejemplo, se afirma taxativamente que le corresponde a la sociedad (o a la comunidad, que en el texto funcionan como equivalentes) la obligación de resguardarlo, organizarlo y promoverlo: “el derecho a trabajar debe ser protegido por la sociedad”; “la comunidad debe organizar y reactivar las fuentes de producción en forma de posibilitar y garantizar al trabajador una retribución moral y material que satisfaga sus necesidades vitales”; etc. (Constitución de 1949, Capítulo III, artículo 37, pp. 52-53).

Distinto es el caso del Derecho de la familia: “La familia, como núcleo primario y fundamental de la sociedad, será objeto de preferente protección por parte del Estado, el que reconoce sus derechos en lo que respecta a su constitución, defensa y cumplimiento de sus fines”. Todo el resto de la sección sigue señalando al Estado, en forma exclusiva y excluyente, como garante de estos derechos especiales. En el caso de los Derechos de la ancianidad encontramos que la primera responsable es la familia y que en caso de que ésta no cumpla con su deber interviene el Estado. El Derecho a la educación y la cultura, finalmente, es responsabilidad tanto de la familia como de los establecimientos creados a tal fin por el Estado.

Por lo dicho, consideramos oportuno sugerir que el trabajador, lo mismo que la familia, la ancianidad, etc., no deben ser tomados como sujetos aislados entre sí, sino como las diversas puntuaciones jurídicas de una y la misma realidad política. Una comunidad que se organiza en torno al trabajo, como hemos dicho, pero que requiere de la articulación con otras instituciones, especialmente la familia y la educación, puesto que ellas garantizan la transmisión de un sentido compartido a través de las generaciones. Si se pierden de vista estas articulaciones, para nada contingentes, se desdibuja el sentido integral que conlleva afirmar que el trabajo altera la constitución de la Nación. Esto permite entender, además, por qué la Convención constituyente de 1957 —convocada por la “Revolución libertadora” con el peronismo ya proscripto— no tuvo mayores inconvenientes en mutilar el texto, conservando, no obstante, los derechos del trabajador e incluso restaurando el derecho a huelga (no contemplado por la Reforma de 1949). Pudiese ser que el liberalismo, al igual que el neoliberalismo, esté dispuesto a convivir con individuos que trabajan y que se organizan en defensa de sus intereses de clase, pero no en una Nación trabajadora.

Volviendo al problema con el cual abrimos estas reflexiones, resulta plausible afirmar que el sujeto de la constitución reformada, comunidad organizada, es el nombre propio que ha encontrado en Argentina la Nación trabajadora. Con esto no decimos, por cierto, que el peronismo sea un “caso”, ni nada por el estilo, básicamente porque no suponemos que haya ningún modelo (tampoco el peronismo, claro), sino, a lo sumo, un principio general que se activa en diferentes momentos y lugares, dando curso a distintas expresiones de una forma política en común. La singularidad de estas manifestaciones, por su parte, no debe confundirse con ninguna “anomalía”, ni deviene en nada que resulte esencialmente “inexplicable”, como se colige de las numerosas analogías que se han ido trazando en las sucesivas entregas de la serie, y en particular en “La constitución de la Nación trabajadora”.

Dicho principio general, el de una Nación que se piensa a sí misma a través de imágenes, conceptos e instituciones de los trabajadores que se organizan, tiene en Argentina su expresión más propia en el peronismo. Por eso, al menos en este país, “tierra de Diego y Lionel”, no es fácil pensar la reactivación de la Nación trabajadora si no es sobre la base de dicho movimiento. Pero, a la inversa, también cuesta imaginar la reactivación del peronismo si no es en clave de Nación trabajadora. Es en esta encrucijada, tan vital y móvil como los salarios, o seguramente mucho más, que queremos inscribir nuestras últimas reflexiones.

En la huella trazada por el “primer peronismo”, hoy urge indagar cuál es la “parte del trabajo” que no recibe su debido reconocimiento. Se trata de una dificultad evidente, en particular para el propio campo nacional y popular, puesto que gran parte de sus discursos siguen anclados en un registro imaginario para el cual la figura del trabajador se identifica sin más con la del asalariado, empleado inscrito en una relación de dependencia. Este “imaginario glorioso” que, desde hace décadas, va soltando amarras con lo real de manera sostenida, se podría desandar, o por lo menos empezar a revisar, si se tomaran en serio los 11 millones de solicitudes del Ingreso Familiar de Emergencia (IFE), destinado a “trabajadores informales y monotributistas”, que recibió el Estado durante la pandemia cuando esperaba apenas cuatro millones. ¿Cómo es posible haber llegado a este desconocimiento de las condiciones en que vive nuestro pueblo? ¿Cómo se puede gobernar, al margen de cuáles sean las intenciones o el programa, partiendo de esta descomunal ignorancia de la Constitución real de la Nación?

Como permite apreciar un simple cotejo entre los datos del Servicio Integrado Previsional Argentino (SIPA) y los informes del Registro Nacional de los Trabajadores de la Economía Popular (RENATEP), en el cual se han inscrito casi cuatro millones de trabajadores, ya son varias las provincias que tienen más trabajadores inscritos en la Economía Popular que en el sector privado. Guste o no, ésta es la realidad, o sea, la única verdad.

Compuesta por un gran número de mujeres (58, 1 %) y de jóvenes (62, 7 %), que en su gran mayoría no han completado los estudios obligatorios (poco más del 60 %), muchos abocados a servicios personales y sociocomunitarios (casi 60 %), esta parte del trabajo, que produce y sostiene en gran medida la vida en común, resulta sin embargo brutalmente ninguneada por la sociedad y por el Estado, pero más de una vez también por ellos mismos, dado que participan del imaginario reinante en torno al trabajo que lo reduce a la forma del empleo. En tal sentido, las iniciativas enfocadas en cambiar “planes” por “trabajo genuino” (léase, insistimos, “empleo formal”), no sólo contradicen una tendencia sostenida durante décadas relativa a la dinámica productiva a nivel mundial, sino que bloquean cualquier intento de que la Nación logre pensarse a sí misma a través del trabajo realmente existente. Las consecuencias son lamentables, desde todo punto de vista; pero no sólo para un “sector”, aquél que suele ser denostado como “informal”, sino para la sociedad en su conjunto.

Frente a este panorama, es preciso asimilar las nuevas imágenes, conceptos e instituciones del pueblo trabajador sobre las cuales podría forjarse su “alianza” con el Estado para que éste redescubra, a través de ellas, su más íntima razón de ser: la promoción y cuidado de la vida en común, forjando al unísono la felicidad del Pueblo y la grandeza de la Nación. Caso contrario, seguirá latente aquel peligro, ya aludido, de un poder popular que crece al margen de las instituciones del Estado, en desmedro de ambos y, por tanto, de Argentina.


Bibliografía

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