¿Quién osaría pues negar que el Tercer Estado no posee
E. Sieyès [1789]
en sí mismo todo lo necesario para formar una Nación completa?
La historia conceptual de la Nación trabajadora empieza con ¿Qué es el Tercer Estado?, de Emmanuel-Joseph Sieyès (1991). Texto fundacional de una visión puramente política de la Nación, subsumida a los poderes demiúrgicos del Estado, difundida ubicuamente desde la Revolución francesa, este incendiario panfleto se abre con una afirmación que se ha quedado en el inconsciente de los modernos: el Tercer Estado —es decir, el conjunto de sujetos “burgueses” que habitan en las ciudades donde trabajan— constituye en sí mismo una Nación, debido a que produce todo aquello que la sociedad requiere para sostenerse a sí misma. Antes de llegar a subvertir este punto de partida, al argumentar que es la común aceptación de una misma ley por parte de una multitud de individuos portadores de derechos lo que garantiza la unidad de Francia, Sieyès ha abierto otra posibilidad: asumir un punto de vista social, a la vez productivo y funcional, para denunciar la irracionalidad del Antiguo Régimen como forma de gobierno, y de los Estados Generales como institución que trata las demandas y regula los conflictos de manera diferencial en razón del privilegio constitutivo.
De aquí la huella que el abate dejó a los herederos de la revolución; el punto de apoyo sobre el cual se levantará lo que terminará llamándose “socialismo”. Contrariamente al camino indicado por la ciencia política moderna, no es, en primer lugar, en los mecanismos de la máquina del Estado donde podía encontrarse la resolución de los conflictos de la que dependía la constitución de la Nación. En la raíz constitutiva del individuo moderno y sus derechos, hacía falta situar los grupos trabajadores, con sus necesidades y deseos, a la vez heterogéneos y comunes. Es sobre este suelo social sobre el cual hacía falta asentar la reflexión, el de los sujetos colectivos que no veían valorizada la dignidad de su trabajo, sin el cual la nación-sociedad no podría subsistir, y mucho menos persistir. La injusticia a la cual fueron sometidos durante tanto tiempo los comunes ya no podía ser subsanada por un mero acto de reconocimiento. Y no sólo en razón de las artimañas mediante las cuales los privilegiados seguirían defendiendo sus privilegios. La cuestión era más profunda, la exigencia más radical: el Tercer Estado ya había saltado sobre sí mismo, más allá de sus demandas, constituyéndose en el germen de otra Nación posible, radicada en lo real.
Sin embargo, aún restaba alcanzar una organización política acorde con la nueva realidad, marcada por el protagonismo ascendente de las clases trabajadoras que todavía no eran obreras. La potencia instituyente de los comunes debía encontrar aún una forma constitucional que la expresara adecuadamente. Lo cual no era algo que fuera a producirse de manera sencilla, ni automática. Es más, ni siquiera fue algo que finalmente se haya producido. El propio Sieyès anticipa, en gran medida, esta dificultad, que se ubicará al centro de la reflexión a la vez sociológica y socialista del siglo XIX en Francia, con y en contra de su texto. Pues lejos de avanzar con las consecuencias que se derivan de su propio hallazgo, el abate da un salto desde lo social hacia lo político, abandonando el punto de vista del trabajo y restaurando así ciertas formas del privilegio como condición para una genuina representación de la Nación. En efecto, serán las “clases disponibles” del Tercer Estado, en cierto modo un grupo de privilegiados surgidos del seno de los comunes, el sujeto histórico indicado para liquidar formalmente el Ancien Régime.
Al margen de sus ambigüedades, si no de sus contradicciones, no hay dudas de que el movimiento de lo social detectado por Sieyès en el umbral de su reflexión significa un momento crucial en la constitución de la Nación trabajadora, como lo demuestran los efectos que supo ejercer. Su concepción amplia del trabajo, asimismo, es otro de sus legados más determinantes y aún vigentes. Productores agrarios, industriales, comerciantes y negociantes, junto a profesiones liberales y servicios domésticos, componen el amplio y diverso paisaje del mundo del trabajo. “Espada, Toga, Iglesia y Administración”, a su vez, el de las funciones públicas. En su abrumadora mayoría, afirma, estas tareas son llevadas a cabo por integrantes del Tercer Estado, o sea, por los comunes: “sólo los puestos lucrativos y honoríficos se hallan ocupados por miembros del orden privilegiado” (Sieyès, 1989, p. 147).
… los industriales son al menos cincuenta veces más numerosos
C. H. de Saint-Simon [1819]
que los partidarios del sistema en que las abejas son gobernadas por los zánganos.
El socialismo comenzó a gestarse en Francia, volviendo al punto de partida de Sieyès, una vez constatado que el nuevo orden liberal, el de una Nación creada por el Estado en nombre de los derechos del ser humano, era en realidad un programa de crisis permanente. Con el afán de revolucionar la revolución, Saint-Simon y su grupo se proponen ahondar en la constitución efectiva, material, de la Nación, más allá de la abstracción proyectada por la constitución formal, proclamando la equivalencia entre “nacionales” e “industriales” de un lado, y “antinacionales” y “ociosos” del otro (Saint-Simon, 1964). Y lo hacen sobre la base de una filosofía de la historia progresiva —sobre la cual se montará, como es bien sabido, el discurso de Marx— en la cual se hilvanan sucesivamente las figuras del “amo y el esclavo”, “patricio y plebeyo”, “señor y siervo”, para dar lugar a la oposición entre “ociosos y trabajadores”. Estos primeros socialistas franceses retoman la centralidad del trabajo como eje organizador de la Nación. A partir de una concepción amplia del trabajo, en la Nación conviven aquéllos que, al satisfacer necesidades y gustos de la sociedad, hacen posible la vida en común: cultivadores de la tierra, carreteros, tejedores, sastres, artistas, abogados liberales, curas que predican la sana moral, etc.
El nacimiento concomitante, en la doctrina de Saint-Simon, de un saber que es a la vez histórico y social —esa forma de saber que acabará llamándose “sociología”— no deja intacta, sin embargo, la visión de la Nación trabajadora. La denuncia acerca de la injusta posición asignada a la parte del trabajo en el todo de la Nación y la consecuente afirmación sobre la necesidad de subvertir la jerarquía de valores y posiciones para asignar a la parte (trabajadora) de los sin parte, la parte noble del gobierno, se acompaña de una variación decisiva. Saint-Simon y su grupo no abandonan el terreno social a la hora de elevar su saber a lo político. Aun menos promueven la disolución de los grupos sociales como vía regia para resguardar políticamente la libertad y la igualdad de los individuos: son ellos mismos hijos de la época disruptiva causada por la disolución revolucionaria. Ante todo, tratan de repensar el sentido de sus principios políticos desde lo social, llegando a elaborar una nueva gramática en la cual la libertad no existe ni subsiste si no es colectiva, lo cual los lleva a hacer de la “asociación” el único remedio a la “explotación” puesta de manifiesto por el “antagonismo” (Saint-Simon, 1868). Se trata entonces de llegar a expresar la potencia asociativa del trabajo en el plano político, en y por una transformación radical del recién nacido Estado.
En este punto, como acaso en ningún otro, vemos recortarse el proyecto de la Nación trabajadora al volcar desde dentro el proceso revolucionario francés, para inaugurar un trayecto propio, singular. Por eso, Saint-Simon no dudará finalmente, mientras irá esclareciendo la referencia social de los “industriales”, en ubicar a muchos de los burgueses del otro lado de la línea de demarcación, es decir, del lado de los ociosos, antinacionales, dispuestos, como los nobles antes, a vivir de renta, una vez lograda su incorporación en la “clase de los gobernantes” (Saint-Simon, 1964). La burguesía se constituye así en el sentido que le damos hoy: ya no está compuesta por los miembros heterogéneos de los comunes, sino que desde entonces se convierte justamente en sinónimo de aquellos sujetos que explotan el trabajo de todos los comunes.
Quienes ayer formaban parte de la Nación trabajadora hoy pueden querer vivir a costa de ella. La pertenencia a uno u otro grupo, afirma Saint-Simon, no tiene más asidero que la actividad y la decisión: una vez eliminado el criterio del nacimiento, una vez afirmada la igualdad de los sujetos ante la ley, la parte del trabajo decide cuáles son las partes de la sociedad. La célebre prueba de Saint-Simon, ilustrada por la fábula de las abejas y de los zánganos, no tiene otro fundamento: es el trabajo lo que traza las divisiones internas de la Nación, desestabilizando la jerarquía liberal de los valores. El “desvío” que los socialistas le imprimen al origen liberal de muchas de sus inquietudes revolucionarias lleva así a repensar no solamente la libertad, sino también la igualdad, es decir finalmente los criterios de la justicia. Si el principio socialista retomado por Marx aparece desde los saint-simonianos, es porque defienden la “diferenciación funcional” que subyace a la división del trabajo, de acuerdo con su clasificación y distribución según las capacidades y las obras (Bazard et al., 1831, p. 38). Con esto, se hace patente el corazón de la concepción jurídica que anima este proyecto: el trabajo, y no la existencia biológica o la voluntad del Estado, es la fuente última de todo derecho humano, es decir, el pulso vital que anima la constitución de la Nación.
El sentido de la Revolución se resume entonces en la tensión diferencial entre la constitución material y formal, entre la Nación trabajadora y su engañosa imagen estatal: rehacer la revolución, para realizarla, supone ajustar los principios del derecho a la realidad efectiva, elevando al mismo tiempo lo social al nivel político (Saint-Simon, 1820). Por lo tanto, la justicia no puede ser social, si no es política. Se necesita otro Estado, un Estado anclado en la Nación constituida por el trabajo, capaz de asignar, a quien sostiene la existencia y persistencia de la sociedad, las funciones de gobierno. Se entiende por qué el problema de la Constitución encuentra una nueva centralidad y toma otro sentido en la tradición del socialismo francés. La Constitución, siempre a la vez material y formal, social y política, es a fin de cuentas la forma de organización que se da una sociedad para definir las relaciones entre los grupos que la componen, y particularmente la relación de gobierno. Este concepto es pues el lugar de una tensión que puede quedar sin resolver.
En efecto, no hay ninguna garantía de que una comunidad política se constituya como Nación trabajadora. Son contadas las ocasiones en que la Nación ha logrado pensarse y hacerse a sí misma a través de la asunción consciente, decidida y dirigida de la centralidad del trabajo y los trabajadores, para su organización y su gobierno. Es también por esta razón que los conflictos continúan marcando la historia de las naciones y que el concepto mismo de Nación trabajadora no ha dejado de hacer irrupción después de su primera aparición en Francia.
Allí donde la constitución escrita no corresponde a la real,
F. Lassalle [1862]
estalla inevitablemente un conflicto que no se puede eludir…
La problemática de la Nación trabajadora, y la constelación de conceptos, imágenes e instituciones que la componen, se desplaza con la extensión de las luchas de Francia a Alemania. En 1862, ante un auditorio formado por electores burgueses, Ferdinand Lassalle sintetizó esta irrupción en su célebre discurso “¿Qué es una Constitución?”. Diferenciando la Constitución de la ley, subraya que la modificación de la Constitución conlleva mucha mayor resistencia por parte de la Nación. Vivida como algo “más sagrado”, que no debe ser profanado, la “ley fundamental” expresa algo más constante, necesario y determinante, a saber: “Los factores reales de poder que rigen a la sociedad” (1931, p. 58). El argumento de Lassalle tiende a mostrar que los diferentes “fragmentos de la Constitución”, desde el monarca hasta los trabajadores, pasando por la aristocracia, la gran burguesía y los banqueros, son partes fundamentales de la Nación. No es posible decretar legalmente su irrelevancia o inexistencia, como intentó hacerlo la Revolución francesa al borrar toda diferencia en el nombre de los derechos humanos, en la medida en que cada una de estas partes tiene precisamente un poder propio, que puede ser económico, militar, etc.
La apuesta de la Constitución y de la transformación que empuja el movimiento de los trabajadores se sitúa en otro lugar y, por ende, en la redefinición de las relaciones entre las partes de la sociedad-nación. En efecto, las relaciones de fuerza entre los elementos constitutivos de la sociedad cambian. Y es esto lo que permite comprender el afán moderno de las naciones de darse constituciones escritas. Este afán sólo puede provenir, según Lassalle, de una “transformación” de las relaciones entre los “factores reales de poder imperantes dentro del país” (Lassalle, 1931, p. 75). Una vez anclada en la materialidad de las relaciones de poder, la Constitución formal también está destinada a cambiar: la potencia instituyente de los grupos que hacen la nación tiende a transformarse en poder constituyente, según una dinámica que nunca puede dejar de escribirse.
En “El programa de los trabajadores”, también pronunciado en 1862, ahora frente a obreros mecánicos, Lassalle recuerda entonces que la primera Constitución escrita que emerge de la Revolución francesa, la de 1791, había bloqueado la posibilidad de forjar una Constitución de los trabajadores, al establecer la distinción entre “ciudadanos activos” y “ciudadanos pasivos”. Por obra de este mecanismo electoral, un “censo encubierto para excluir a los obreros”, se habrá de imponer finalmente la “Nación propietaria”, liberal y burguesa, en la cual se adopta como principio directriz, ya no el trabajo, sino el capital. En este caso, la acción política sirvió, no para acortar distancias entre la “hoja de papel” y la Constitución real, sino para consolidar el abismo entre ellas, obturando la participación de los obreros en el Estado. A contrapelo del marxismo, Lassalle afirma entonces la necesidad de reconciliar las palabras y los hechos, el Estado y la Nación, por medio del trabajo, una vez tomada en cuenta la dirección marcada por el antagonismo. Por eso, luego de poner en su lugar la concepción del Estado de los burgueses, para quienes “Leviatán” no debería ser más que el nombre de un “vigilante nocturno” que se encarga de proteger sus propiedades, asegura que la concepción de los trabajadores organizados no sólo es diferente, sino que es la verdadera, en la medida en que le permite al Estado realizar su profunda “naturaleza ética”, a saber: la de permitir a los individuos, a todos ellos, el desarrollo de “la suma felicidad, educación, bienestar y libertad”. El “Programa de Gotha” (1875) señalará con precisión cuál debía ser el primer mecanismo formal mediante el cual este “Estado del trabajador” habría de tomar finalmente cuerpo: el “sufragio general, igualitario y directo”, “secreto obligatorio” para todos los ciudadanos a partir de los 20 años.
¡No queremos conquistar la salida de la Nación,
H. Heller [1925]
sino ganar nuestra integración dentro de ella!
En el surco de Lassalle, en medio de una intensificación dramática de las luchas, Herman Heller intentó explicar más a fondo los fundamentos sociológicos y las implicaciones jurídico-políticas de la Nación trabajadora. Al elevar el materialismo a la altura de una sociología, trató de hacer comprender a los trabajadores el sentido social de la Nación, tarea que Marcel Mauss estaba realizando al mismo tiempo en Francia. En la perspectiva sociológica de Heller (1985), resumida en Socialismo y Nación (1925), esta formación social, como decía Marx, o esta forma social de vida, como prefería decir Heller mismo, se caracteriza no por la semejanza de los rasgos naturales —según la visión conservadora de Carl Schmitt—, sino por la participación tan conflictiva como dinámica en la producción de una cultura común, cada vez más singular. Singularidad que se teje en medio de las relaciones con las otras naciones, como lo demuestra la propia cultura del socialismo, siempre al mismo tiempo nacional e inter-nacional. Contrariamente al cosmopolitismo de clase, en el que se ocultaba la afirmación enmascarada del imperio soviético, Heller trató así de pensar la participación de la clase trabajadora en la constitución de una nueva Nación en y a través de la producción de una nueva cultura.
En una coyuntura histórica que permitía pensar que el movimiento dialéctico de superación de las contradicciones se correspondía con las dinámicas efectivas de la realidad social, Heller quiso inscribir a los trabajadores en la Nación, entendida como forma de sociedad. Con esto pretendía inaugurar un proceso de metamorfosis susceptible de abrir la Nación a los ideales expresados por los propios trabajadores, preservando así la orientación hacia lo universal desde lo concreto de una existencia colectiva singular. El resultado debía ser una Nación repensada tanto desde abajo, a partir de la pluralidad de comunidades de trabajo diseminadas en el cuerpo social (sindicatos, consejos, cooperativas, etc.), como desde afuera, a partir de la densa red de intercambios entre una pluralidad de naciones desde la cual se dejaba entrever la posibilidad de una federación inter-nacional, prefigurada por una Europa todavía por venir.
El primer paso de este doble movimiento no podía consistir sino en consolidar ante todo la participación de las clases trabajadoras, del pueblo en un sentido de clase, no solamente en un plano político-electoral, sino a un nivel más profundo y al mismo tiempo más cotidiano: hacia falta abrir los canales materiales para la redefinición del espíritu inmaterial de la Nación, en ese núcleo sagrado que define el corazón de su constitución. En este sentido, el socialismo, si hubiera querido hacer de la justicia el principio rector de una nueva forma de sociedad, no podía ni debía empezar por destruir la Nación, en el nombre de la clase, sino que tenía que destruir la clase en y por la constitución de una “auténtica comunidad nacional popular” (Heller, 1985, p. 163).
Para ello, era necesario reorientar la lucha de clases, pues la posibilidad de que los trabajadores integren y transformen la Nación, a partir de sus prácticas solidarias y sus saberes arraigados, para acercarla al ideal de justicia social, implicaba subordinar el interés de clase al deseo de ser Nación. Hacía falta entonces liberar a la clase de su estrecha comprensión económica y pensarla como una forma de vida, conforme a una visión total a la vez del ser humano como del trabajo, considerado como punto nodal de una red que afecta y conecta todas las dimensiones de la vida colectiva, desde las relaciones entre los sexos en la familia hasta las relaciones de gobierno en el Estado, pasando por el arte, la moral, el derecho y la religión. Irradiar por todas partes el ideal de la justicia social, con o sin violencia: tal era el sentido propiamente revolucionario del socialismo, en cuanto apuntaba en su esencia a la constitución de una “comunidad recta”, basada en una “voluntad ordenada a la ayuda mutua”, capaz por eso de garantizar en primer lugar el “justo gobierno” de la “autoridad comunitaria” sobre la economía, siendo los “trabajadores en sentido lato” los sujetos llamados a “poner en movimiento el poder estatal” (Heller, 1985, p. 139).
Sin embargo, como la realidad social e histórica casi nunca procede según las leyes de la dialéctica, la superación de la contradicción indicada por Heller dio paso en los hechos a una trágica contraposición entre el trabajo y la Nación, de la que resultó finalmente la inversión que selló el final de la Nación trabajadora en Europa: la inversión que hizo que Alemania pasara de la posibilidad concreta del socialismo nacional a la realidad brutal del nacionalsocialismo. Desde entonces, es fuera de Europa donde la historia de la Nación trabajadora ha seguido desplegándose, produciendo nuevas formas singulares, también en razón de esa misma red de intercambios entre naciones que Heller supo poner de manifiesto. El caso de Argentina es emblemático en este sentido.
Sobre la hermandad de los que trabajan, ha de levantarse
J. D. Perón [1945]
en esta hermosa patria la unidad de todos los argentinos.
La Reforma de la Constitución Nacional de 1949, realizada en Argentina por el peronismo, ilustra de manera paradigmática el paso de la Nación trabajadora del otro lado del Atlántico, tanto más que, en los debates que han acompañado su elaboración, Alemania sirvió como punto privilegiado de referencia. Es uno de los raros casos en los que se ha intentado efectivamente salvar el abismo entre lo material y lo formal, dando una salida a la tensión revolucionaria creada por la irrupción de los trabajadores en la escena de la política. Fruto de una captación sociológica del presente, el peronismo ha puesto la figura del trabajador entendido en sentido amplio en el centro de su proyecto de Nación, a tal punto que habrá de disponer una triple identificación imaginaria, ciertamente constitutiva de la “Nueva Argentina” que pretendía forjar, entre “ser argentino”, “ser trabajador” y “ser peronista”. A partir de esta tríada, tan disruptiva como problemática, se han fijado una serie de imágenes, conceptos e instituciones en las cuales resuenan, amplificando y renovando su alcance, las distinciones entre “zánganos y abejas”, “trabajadores y ociosos”, “productivos y parásitos”.
Las imágenes de los trabajadores, en particular los más humildes, colmando la Plaza de Mayo aquel 17 de octubre —acto convertido desde entonces en una institución que guarda el sentido de la revolución social—, han quedado grabadas con cincel en el imaginario nacional y popular. El “subsuelo de la patria” se subleva para rescatar a su líder, Juan Domingo Perón. De pronto, una multitud abigarrada de trabajadores venidos de la periferia, no sólo obreros, ocupa el centro de la ciudad, capital de la oligarquía en contra de la cual tiene que forjarse la Nación trabajadora. A la afirmación según la cual no existe para el peronismo “más que una sola clase de personas: los que trabajan”, responde la exigencia que “cada uno produzca por lo menos lo que consume”, siendo el trabajo a la vez derecho y deber. En términos institucionales se crean o recrean formas organizativas de los trabajadores en el horizonte de la Nación. La Confederación General del Trabajo, “columna vertebral” de un movimiento nacional; la Escuela Sindical Peronista, eslabón formativo entre las Unidades Básicas y la Escuela Superior peronista; la promoción, en parte vinculada a dichas escuelas, de los “agregados obreros” como representantes de la Nación frente a otras, son sólo algunas de las pruebas al respecto. Pero es el sentido mismo del peronismo, la aspiración a la justicia que lo anima desde su origen —a tal punto que justicialismo es otro de sus nombres—, el que se forjó en el marco de una institución periférica del Estado, la Secretaría de Trabajo y Previsión, donde Perón había podido pulsar las necesidades y deseos de los trabajadores.
El punto de condensación de esta proliferación de imaginarios, conceptos e instituciones ancladas en el mundo del trabajo es la Reforma de la Constitución de 1949, en la cual se consagran los Derechos del Trabajador, cuyo primer artículo da cuenta de una visión social total, amplia y compleja del trabajo:
1. Derecho de trabajar. El trabajo es el medio indispensable para satisfacer las necesidades espirituales y materiales del individuo y de la comunidad, la causa de todas las conquistas de la civilización y el fundamento de la prosperidad general; de ahí que el derecho a trabajar debe ser protegido por la sociedad, considerándolo con la dignidad que se merece y proveyendo ocupación a quien la necesite.
(Constitución de la Nación Argentina de 1949, 2014, p. 19).
Esto es todo lo que quedó de la propia Constitución, una vez derrocado el peronismo: la Nación trabajadora, si perdió así su letra, no ha dejado por eso de persistir en su espíritu, como lo prueba la reciente irrupción, en Argentina, de movimientos sociales afirmados en las luchas y reivindicaciones de los trabajadores desocupados, en las cuales se deja leer una nueva y singular expresión de un mismo imaginario, aún a la espera de una adecuada elaboración simbólica.
En la huella trazada por movimientos de lo social como los expresados en los siglos XIX y XX por el socialismo tanto en Francia como en Alemania, o el peronismo en Argentina, urge entonces indagar, en las nuevas coordenadas del siglo XXI, cuál es esa “parte del trabajo” que hoy no está siendo debidamente reconocida, parte probablemente mayoritaria sobre la cual podría proyectarse la Nación toda. Es preciso vislumbrar las instituciones del pueblo trabajador sobre las cuales habrá de forjarse su “alianza” con el Estado, para que se transforme y redescubra, a través de ellas, su más íntima razón de ser: la promoción y el cuidado de la vida en común, la de todas y todos aquéllos que trabajan, en el nombre de un ideal de justicia. Esto supone abrir el concepto de trabajo, para lograr exceder los límites fijados históricamente por la figura del empleo formal y la relación de dependencia como sinónimo de “trabajo genuino”. Lo cual, a su vez, conlleva establecer nuevas instancias de valorización del trabajo, que complementen y, de ser necesario, subordinen el mercado. Por último, resta concretar la delimitación y exclusión, siempre condicional, de quienes practican aquella “vagancia congénita” de la cual ya hablaba Sieyès, clases ociosas y por tanto peligrosas que, tanto “por arriba” como “por abajo”, pretenden vivir en la Nación trabajadora, pero a costa de ella.
Bibliografía
Bazard, S. A., Enfantin, B.-P., Carnot, H., Fournel, H., & Duveyrier, C. (1831). Doctrine de Saint-Simon: Exposition. Première année 1828-1829 (3rd ed. revised and augmented). Au Bureau du Globe et de L’Organisateur.
Constitución de la Nación Argentina de 1949. (2014). Editorial Ministerio de Justicia y Derechos Humanos de la Nación / Dirección Nacional del Sistema Argentino de Información Jurídica.
Heller, H. (1985). “Socialismo y Nación” [1925; 1931]. En Escritos políticos. Alianza Editorial, pp. 135-223.
Lassalle, F. ([1862] 1931). ¿Qué es una constitución? Editorial Cénit.
Saint-Simon, C. H. de. (1820). Considérations sur les mesures à prendre pour terminer la Révolution, présentées au roi, ainsi qu’a messieurs les agriculteurs, négocians, manufactiers et autres industriels qui sont membres de la chambre des députés; par Henri de Saint-Simon. Imprimerie de Vigor Renaudiere.
Saint-Simon, C.-H. de. (1868). Oeuvres de Saint-Simon & d’Enfantin. Précédées de deux notices historiques et publiées par les membres du Conseil institué par Enfantin pour l’exécution de ses dernières volontés (E. Barthélémy-Prosper, L. Paul-Mathieu, & O. Rodrigues, Eds.; vol. 18). Libraire de la société des gens de lettres-E. Dentu.
Saint-Simon, C.-H. de. (1964). “Le Parti National ou Industriel comparé au Parti Anti-National” [1818]. En Oeuvres de Saint-Simon publiées par les membres du Conseil Institué par Enfantin pour l’execution de sus dernières volontés (vol. 3, pp. 195–206). Otto Zeller.
Sieyès, E. J. (1989). El Tercer Estado y otros escritos de 1789. Dirección General de Publicaciones -Universidad Nacional Autónoma de México.
Imagen de cabecera: fragmento de la obra Mesoamérica resiste, de Beehive Collective.