Hace 75 años tuvo lugar uno de los acontecimientos más trascendentales de la historia del siglo XX. La escena es famosa y ha sido relatada en repetidas ocasiones por novelistas, documentalistas, historiadoras y políticos. En las últimas horas del 14 de agosto de 1947, en una sesión nocturna de la Asamblea Constituyente de India—un cuerpo formado por representantes de las distintas comunidades de India, incluyendo, entre otros, al líder de las castas bajas B. R. Ambedkar y al dirigente del Congreso Nacional Indio Jawaharlal Nehru—se anunció que el colonialismo británico en el subcontinente había llegado a su fin. Después de décadas de insurgencia anticolonial, hambrunas, guerras mundiales e innumerables debates, la India Británica dejaba de existir para dar paso a la creación de dos repúblicas independientes: India y Pakistán.
La responsabilidad de dirigir al aún por nacer pueblo de India en aquella irrepetible ocasión recayó en Jawaharlal Nehru, un abogado de porte patricio, aguda inteligencia e inclinaciones socialistas. “Hace años”, comenzó Nehru, “hicimos una cita con el destino, y ahora el momento ha llegado de cumplir nuestra promesa (…). En punto de la media noche, mientras el mundo duerme, India despertará a su vida y su libertad. Se aproxima un momento, de esos que aparecen rara vez en la historia, en el que caminaremos de lo viejo a lo nuevo, en el que una era llega a fin, y en el que el alma de una nación, largamente reprimida, se pronuncia”.
La independencia de la India fue el resultado de uno de los movimientos sociales más potentes e importantes de la historia. Asociado con el liderazgo de M. K. Gandhi, el movimiento anticolonial indio, que se nutrió de incontables corrientes que iban desde el internacionalismo comunista hasta la movilización de sectores empresariales, campesinos y obreros, logró canalizar la devoción y energías de cientos de millones de personas a lo largo de más de medio siglo. Alzamientos armados, resistencia pasiva, boicot comercial, huelgas, marchas y desobediencia civil masiva, todas encontraron su sitio al interior de este movimiento que desquebrajó al rancio edificio del imperialismo británico e inauguró la ola de descolonización que transformaría la geografía, geopolítica y horizonte ideológico y cultural de la mayoría de las personas del mundo durante las siguientes décadas. Opacado por la fijación historiográfica con eventos protagonizados por actores y sociedades europeas como la Segunda Guerra Mundial y la llamada “Guerra Fría”, la independencia de India constituye sin duda uno de los momentos cúspides de la lucha por la justicia, la igualdad y la libertad de los últimos siglos.
Desde un inicio, la República de India representó un colosal experimento político que abrió muchas puertas para la organización de los nuevos países poscoloniales de Asia y África. De manera radical, el gobierno nacional, encabezado por el Congreso Nacional Indio, decretó la creación de una democracia electoral que descansaría sobre el otorgamiento universal del derecho al voto. En un momento en el que muchos países europeos y americanos aún restringían este derecho en función del género o la etnicidad, en India el acceso al voto generó, por primera vez en la historia, una unidad política y de propósito entre las innumerables comunidades religiosas, étnicas, regionales, lingüísticas y de casta que integran su compleja sociedad.
A pesar de ser comúnmente celebrada como la “democracia más grande del mundo” por defensores del orden internacional liberal, la República de India nunca ha sido una democracia liberal. Durante sus primeras décadas de existencia, el nuevo país siguió un rumbo ecléctico y original que combinaba distintos impulsos modernizadores, así como inclinaciones ideológicas y hábitos políticos diferentes. Su fuerza, en todo momento, residió en la unidad de impulsos, anhelos y fuerzas diferentes que, si bien jalaban en direcciones opuestas, avanzaban al unísono en la creación de un Estado-nación lleno de contradicciones y grandes posibilidades.
En términos económicos, se planteó un plan de desarrollo nacional inspirado en el modelo soviético de planes quinquenales. El Congreso y sus seguidores estaban convencidos de que India debía ocupar un lugar central en el panorama de las naciones independientes del mundo. Para lograrlo, se apoyaron proyectos de gran envergadura, como el programa nuclear indio, la creación de un sistema de educación superior de calidad, y el desarrollo de un servicio civil de carrera altamente competitivo que llevara a cabo una política diplomática destinada a extender la influencia y el “poder blando” de la India en la región y en el resto del mundo. El objetivo económico central durante esta época era lograr la autosuficiencia económica de la India, para lo cual se hizo énfasis en grandes proyectos de infraestructura y la industrialización dirigida a la substitución de importaciones. Sin embargo, esto no se hizo desde el unipartidismo ni el autoritarismo. El entusiasmo generado por la independencia y el aura de legitimidad de sus principales actores contribuyeron a generar un elevado apoyo popular para la democracia, no visto en otros Estados poscoloniales y defendido férreamente hasta la fecha.
En términos diplomáticos, Nehru encabezó una agenda internacionalista que alimentó el movimiento de los Países no Alineados y el impulso del Tercer Mundo durante las décadas de 1950 y 1960. Ideológicamente, su gobierno fue defensor acérrimo de una agenda secular que buscaba mantener las divisiones políticas fuera de la arena política y promotor de distintas posturas socialistas centradas en la rectoría del Estado sobre la economía. Sin embargo, a la sombra de estos desarrollos, el gobierno de Nehru (1947-1964) descuidó importantes áreas, como la educación básica, el sistema sanitario y el desarrollo regional.

A pesar de la exaltación inicial, la incapacidad del Estado indio de generar prosperidad para las masas provocaría una crisis estructural que se profundizó tras la muerte de Nehru, en 1964. Después de la muerte del sucesor de Nehru, Lal Bahadur Shastri, su hija Indira Gandhi pasó a ocupar el cargo de primera ministra en 1966. Durante sus periodos de gobierno (1966-1976 y 1979-1984), Indira nacionalizó los bancos y abrió las puertas a la Revolución Verde, medidas que fugaz y artificialmente alzaron la productividad y el bienestar de la población a principios de los años 1970. Al mismo tiempo, se vio obligada a responder a los retos de la izquierda armada y distintos impulsos separatistas que buscaban escindir a la mastodóntica República. Acusada por sus detractores de “populista”, en 1975 Indira generó lo que sería la primera prueba de fuego de la joven democracia india.
En junio de ese año, un juez de la Corte Suprema anuló el triunfo electoral de Indira al demostrarse distintos casos de corrupción al interior de su campaña, dando pie a uno de los episodios más polémicos de la historia reciente de la India. En distintos rincones del país enormes movilizaciones populares en contra del gobierno sacudieron la estabilidad política del país y numerosos sectores de élite se alzaron en contra del poder del Partido del Congreso. Acorralada, la primera ministra declaró un estado de emergencia que duraría hasta 1977. Durante este período, se suspendieron las libertades civiles, se encarceló a numerosos líderes de oposición y se estableció un régimen de poder unipersonal centrado en la figura de Indira Gandhi. En 1977, tras un sorpresivo llamado a nuevas elecciones hecho por la propia Indira, el Congreso Nacional Indio sufrió su primera derrota electoral a nivel nacional dando paso a un nuevo gobierno encabezado por el Janata Party, o Partido Popular, que gobernaría hasta 1979. Este complejo episodio puso de relieve no sólo las contradicciones internas del régimen del Congreso, sino también la solidez de las instituciones democráticas indias, las cuales fueron, simultáneamente, incapaces de responder a la protesta popular masiva y capaces de canalizar un descontento que podría haber sido desastroso por la vía electoral.
En 1979, la ineptitud de Janata Party precipitó y una vez más, de manera sorpresiva, se dio otro triunfo de Indira Gandhi en una nueva ronda de comicios nacionales celebrados a la luz de una creciente crisis política. Indira ocupó el puesto de primera ministra hasta 1984, año en el que fue asesinada.
A pesar de que Indira sería sucedida por su hijo Rajiv y de que el Congreso Nacional Indio seguiría en el poder todavía a lo largo de toda la década de 1980, los días de la hegemonía de aquel partido y de la ideología Nehruviana, que combinaba el secularismo con la defensa de un modelo de desarrollo de corte estatista, estaban contados. A inicios de la década de 1990, la derrota en las urnas del Partido del Congreso se dio en un contexto marcado por la multiplicación de las fuerzas políticas, el resurgimiento de la ultraderecha hindú y un movimiento colosal de politización popular que algunos analistas han llamado la “plebeyanización” de la política en la India.
A pesar de las grandes promesas de la era de Nehru, durante las primeras décadas de vida independiente la economía india falló en generar bienestar y seguridad para la mayoría de la población. Entre 1950 y 1980 la economía promedió un crecimiento anual del 3.2%, perpetuando la exclusión de cientos de millones de personas de los prometidos beneficios de la libertad política. Para inicios de la década de 1990 la constante desigualdad, la incapacidad del Estado para atender la pobreza y la falta de legitimidad de las élites gobernantes alimentaron una creciente inestabilidad política. Como parte de las respuestas organizadas por el Estado a este cambiante escenario, el gobierno solicitó un paquete de préstamos del Fondo Monetario Internacional que a la postre conduciría la economía india hacia una profunda espiral de reconversión neoliberal. Celebrada por muchos observadores internacionales, y empresarios indios, esta liberalización económica generó impresionantes índices de crecimiento en los primeros años del siglo XXI a la vez que profundizaba muchas de las heridas sociales que habían quedado desatendidas por el gobierno poscolonial durante la segunda mitad del XX. Sobre las bases del Estado Tercermundista, forjado durante la era Nehruviana, surgió poco a poco una sociedad distinta, volcada hacia el mercado internacional y cada vez más integrada con circuitos de intercambio y despojo transcontinentales.
Los profundos cambios económicos tuvieron su contraparte en la arena de la política. Durante las décadas de 1990 y 2000, la politización creciente a intensa de sectores desfavorecidos y de casta baja transformaron profundamente el escenario político de la joven nación. A partir de una serie de leyes, abrieron la puerta al otorgamiento de privilegios —principalmente cuotas en puestos de trabajo en instituciones gubernamentales—a miembros de estas comunidades marginadas, al tiempo que legislaban la pertenencia a dichas comunidades de casta, constituyéndolas como importantes fuerzas políticas. Estas leyes dieron paso al surgimiento de la categoría de las “Otras Clases Atrasadas” (Other Scheduled Classes), en cuyo interior se integró a numerosos y variados grupos que confirmaban el 43.7% del electorado. Esta nueva categoría facilitó la organización de las castas bajas como grupos de intereses políticos al exterior de la estructura vertical y clientelista del Partido del Congreso, y la obtención por parte de estos grupos de privilegios electorales y sociales. Aparte de generar airadas muestras de rechazo por parte de las clases medias y altas, este sistema de discriminación positiva propició el surgimiento de nuevos grupos al interior de las Otras Clases Atrasadas que monopolizarían el poder político de las castas bajas y se impondrían como actores centrales de la política nacional.
En paralelo a la politización de estos sectores tradicionalmente oprimidos, el neoliberalismo indio alimentó también el apogeo de la llamada “Derecha Hindú”, un vasto conglomerado de fuerzas sociales, políticas y económicas encabezadas en la arena electoral por el Bharatiya Janata Party (BJP), el heredero del fracasado Janata Party de la década de 1970. Este amplio movimiento de derecha se nutre de trayectorias institucionales que datan de la década de 1920, y de un andamiaje ideológico basada en el abierto rechazo al secularismo del Congreso Nacional y la defensa de los privilegios de la mayoría hindú. A partir de principios de la década de 1990, este “nacionalismo hindú” fue arropado por crecientes sectores de clase media urbana y distintas élites regionales que buscaban un sustento ideológico con el cual afrontar los efectos de la reconversión neoliberal. Defensor de una violenta y excluyente agenda anti-musulmana (en India hay casi 200 millones de personas musulmanas), el “nacionalismo hindú” pretende representar la continuidad de una supuesta tradición milenaria civilizatoria que un ofrece refugio ideológico y cultural potente en tiempos de crisis ideológica global.
En 2014, el BJP arrasó en las elecciones nacionales y su líder Narendra Modi accedió al puesto de primer ministro. Durante los últimos años su gobierno ha cobijado distintos tipos de violencia en contra de las comunidades musulmanas de India, al tiempo que ha incrementado su popularidad personal entre el electorado de India. De manera consciente, el gobierno de Modi ha buscado borrar el legado político, ideológico y social de la larga era de dominio electoral del Congreso Nacional Indio y, en especial, del formidable liderazgo de Jawaharlal Nehru. Esto se ha convertido en una obsesión: el gobierno de Modi ha eliminado a Nehru de los libros de historia escolares y ha buscado transformar muchos de los símbolos, incluyendo el escudo nacional, del nacionalismo secular, internacionalista y progresista de las primeras décadas de vida poscolonial en India.
Es natural que las fuerzas políticas que buscan implementar cambios profundos en la sociedad recurran a la reescritura de la historia. En el caso de India, esto ha llevado a extremos delirantes que amenazan no sólo con borrar el legado de Nehru, uno de los líderes más importantes del escenario internacional del siglo XX, sino también con opacar el brillo del movimiento anticolonial indio al cual aquel perteneció. Hoy, que se cumplen 75 años del triunfo histórico de ese movimiento, vale la pena recordar que mientras que los grupos que defendían el secularismo y el socialismo estaban ocupados dando forma a las instituciones de la nueva República de India, los militantes de la derecha hindú, a la que pertenece el BJP, complotaban para desestabilizar al nuevo régimen poscolonial y asesinar al líder simbólico más importante del siglo XX: M. K. Gandhi.
La independencia de India no fue obra de un solo hombre o un partido político. Fue el resultado de un proceso masivo de politización, organización y solidaridad que a lo largo de décadas buscó tender puentes entre la apabullante diversidad de las comunidades que ahora integran la República de India y, más tarde, con otras naciones poscoloniales del globo. Durante las primeras décadas de su vida independiente, aquel país optó por dotar de iguales derechos a todas y todos sus ciudadanos, buscando reducir las brechas entre religiones, castas y regiones. Hoy en día, el gobierno de aquella República alimenta una política de separación que busca canalizar las frustraciones, agravios e inequidades generados por el colapso civilizatorio global a través de un etnonacionalismo obtuso y violento. En palabras de la historiadora Romila Thapar, la India de hoy resulta “muy estrecha, muy limitada”. En sus ansias de dominar el escenario político, la derecha hindú la ha despojado de su “riqueza” que consistía en la constante “sensación de expectativa y de las posibilidades de lo que podría pasar”. A diferencia de lo que era hace 75 años, hoy India es un país carente “de la ilusión de lo que como seres humanos podíamos ser capaces de hacer”.
No todo es culpa de la derecha hindú. El régimen Nehruviano y sus continuadores cometieron distintos tipos de abuso e innumerables equivocaciones que torcieron el camino del virtuoso impulso del anticolonialismo indio. Sin embargo, hoy más que nunca es necesario celebrar las trayectorias que llevaron a la creación de la República de India y recordar que en su origen no está el etnonacionalismo religioso intolerante y violento de la derecha hoy gobernante, sino una visión secular de izquierda que dio forma y potencia a lo que fue una de las últimas promesas utópicas del siglo XX: la descolonización y creación de nuevas sociedades autodeterminadas en los vastos continentes de Asia y África.