El triunfo de Morena en el 2018 fue un parteaguas. Significó el fin de una larga sucesión de gobiernos propulsados por el entusiasmo globalizador, empresarial y antipopular que alimentó la violenta revolución neoliberal que desgarró nuestra sociedad a partir de la década de 1980. Marcó el inicio de una nueva lógica de gobierno basada en la exaltación de la política y el antagonismo, y sustentada sobre el rechazo al afán tecnocrático del consenso autoritario encabezado por las élites. Siguiendo a Carlos Illades, el triunfo de la 4T significó un reto radical al despotismo oligárquico que durante décadas definió el rumbo del desarrollo económico y los límites del debate político en México. En otras palabras, y como señala Rafael Lemus en su reciente libro Breve historia de nuestro neoliberalismo, el resultado de las elecciones del 2018 marcó un histórico rechazo a la premisa de la inexorabilidad del dominio neoliberal. 

Este triunfo merece ser celebrado. A tres años de aquel momento, otra vez vamos a las urnas. El entusiasmo es mucho menor que en 2018; el desencanto lo permea todo y es fácil pensar que las posibilidades abiertas por el triunfo arrasador de Morena en aquel año se desvanecen. No es mi intención celebrar al torpe y contradictorio gobierno de AMLO. Lo que quiero en lo que sigue es plantear la importancia de ejercer nuestro derecho al voto no solo para expresar nuestra frustración con su liderazgo sino para fortalecer la posibilidad de consolidar una agenda de izquierda para México. 

Habría que empezar por señalar que uno de los más grandes logros del sostenido liderazgo de AMLO es la implantación de una nueva visión de la práctica democrática. Frente a la visión liberal que identifica a la democracia con el funcionamiento institucional y la construcción del consenso en torno a las posturas de las élites, el lopezobradorismo se ha erigido sobre una celebración del antagonismo, el enfrentamiento y el desacuerdo. En muchos sentidos, Morena representa un triunfo de la política entendida como labor de movilización sostenida, elaboración ideológica y creación de coaliciones. 

Hoy, Morena es el único partido que hace política más allá de los cálculos electorales y cupulares de la vieja partidocracia que representa la alianza del PRI-PAN-PRD y el Movimiento Ciudadano. Para evidencia de eso está la movilización—sostenida a lo largo de más de una década—de voluntarios a nivel nacional, el trabajo de base en distintos estados del país, la creación de los cuerpos de formación de cuadros, y—quizá el mejor ejemplo—la arrasadora campaña que en el 2018 logró reunir a representantes de todas las regiones, todos los sectores y distintas inclinaciones ideológicas en torno a la candidatura de AMLO.

Pero no nos engañemos. La lógica de Morena—el destilado de la izquierda institucional interna a nuestro podrido sistema político—revive también los peores vicios de las prácticas electorales del partidismo nacional. Esto queda claro en sus alianzas con grupos como el Partido Verde o el PES y la confrontación empecinada y absurda del presidente con potenciales aliados de izquierda que se rehúsan a plegarse incondicionalmente a su liderazgo. 

Son muchas las críticas que se pueden hacer a la gestión de AMLO desde la izquierda. Aquí resaltaré solamente una: la manera en la que la 4T ha debilitado al discurso crítico en México. En estos años, la crítica del gobierno desde la izquierda se volvió inaceptable. En su tiempo en la oposición, AMLO y Morena podían sentirse cómodos con los puntos de encuentro que había entre sus proyectos y los de otros grupos de izquierda no lopezobradoristas. Ahora no. La confrontación es frontal, como lo ha mostrado la inepta reacción del presidente ante el reto feminista y el autoritario despecho que ha mostrado por grupos autonomistas, defensores del territorio, ambientalistas y activistas no reunidos bajo el manto de Morena. Es necesario superar ese momento y transitar hacia la forja de nuevos diálogos y renovadas alianzas que consoliden a la izquierda. De otra forma, la alianza de la oposición se fortalecerá aún más. 

De manera contra intuitiva, podríamos decir que este es, en muchos sentidos, un momento liberador. Desprestigiada la violenta racionalidad neoliberal y cuarteada la promesa del lopezobradorismo, la tarea central del presente para la izquierda es fomentar el surgimiento de nuevas agendas y, sobre todo, nuevos liderazgos para el futuro próximo. La oposición anti-4T—que reúne a lo más reaccionario y peligroso de este país—no descansará. Lo peor que podría hacer la izquierda en este momento es no inconformarse con el liderazgo de AMLO y permitir que el futuro de la 4T dependa enteramente de la inercia de sus decisiones y posturas. 

Sin duda, la izquierda ganó mucho terreno en 2018. Pero esto es una carrera larga: el 2018 fue solo un primer paso. Está claro que sería un suicidio votar pensando en volver a la vieja racionalidad política. Sin embargo, y para poder pensar en una agenda de izquierda para el futuro próximo, es momento de preguntarse también por aquello que la izquierda ha perdido con la llegada de la 4T. Esto implica un trabajo de ambas partes: desde el gobierno y desde la izquierda no adherida a Morena. Desde el ámbito del debate, esto requiere el desenterramiento de viejas voces críticas de la izquierda—como la de Carlos Monsiváis, cuyo fantasma aún recorre las discusiones mexicanas del siglo XXI—y la colaboración crítica de activistas, políticos, intelectuales y ciudadanas que permita superar la visión ideológica que durante décadas—y de la mano de figuras como Enrique Krauze, Héctor Aguilar Camín y otros—solidificó el pacto neoliberal en México. 

El daño viene de lejos. Queda claro que hay mucho todavía por hacer. Lo más importante es defender lo que queda de la izquierda en el interior del proyecto de la 4T, y comenzar a hacer frente al parasitismo de figuras que, desde dentro de Morena, buscan adueñarse del impulso popular del 2018 con miras a crear un nuevo foco de poder antidemocrático.

Esto requiere apertura, claridad, solidaridad y generosidad: los principios rectores de la izquierda desde hace siglos. La democracia mexicana, como sugiere Rafael Lemus en su reciente libro, no llegó con la llamada “transición”: está aún por construirse. Las generaciones que nacimos y crecimos bajo el violento régimen del neoliberalismo tenemos la responsabilidad de contribuir a que se consolide. En este proceso, sin duda Morena está conminada a jugar un papel central. Sin embargo, para que Morena no transite inercialmente hasta convertirse en un nuevo partido autoritario—como vaticinan muchos de sus críticos desde la derecha—es importante que sus líderes y militantes se tomen en serio el reto de consolidarse como un partido de izquierda. Hay que alzar la voz y expresar nuestra inconformidad con Morena. Si nos escuchan, su proyecto se fortalecerá.