En vísperas de la reunión del G20 en Osaka, Vladimir Putin afirmó, en una entrevista concedida al Financial Times, que el liberalismo es obsoleto y que las ideas en las que se sustenta han dejado de cumplir su propósito. Como una pequeña bomba o, más bien, como una bala de mortero que parecía estar dirigida la primera ministra inglesa, el mandatario lanzó esta crítica a unos días del difícil encuentro de los líderes del mundo, con la intención de atacar lo que de forma ambigua denomina “multiculturalismo liberal” y, particularmente, uno de sus efectos: las fronteras abiertas, pues, según afirmó, es ésta una política estatal abiertamente rechazada por las poblaciones de los países receptáculo de la migración y de los refugiados de guerra. Sin soslayar la exótica filiación neoconservadora del mandatario ruso, su diagnóstico debe ser leído con atención, pues, a pesar de ser él quien lo señala, hay signos que aunque difícilmente indican la caducidad de los principios del liberalismo que han servido como sustento ideológico de las instituciones y la política base de los estados nacionales, sí exhiben una abierta crisis.

Hay una trampa, por supuesto, en el atentado lanzado por Putin, que no se restringe a poner en entredicho a las naciones occidentales y sus democracias. La crítica a la política migratoria –que sólo él ve como de “fronteras abiertas”–  tiene en la mira el principio básico del liberalismo, según el cual los sujetos de derecho son los individuos en tanto que unidades mínimas y básicas a ser consideradas para el ejercicio de la vida política y, sobre todo, al individuo, como precondición que sustenta la igualdad abstracta de los derechos humanos universales. Parece ser esto lo que llama el “multiculturalismo liberal”, puesto que contrae la idea de que cualquier individuo se puede convertir en sujeto de derecho más allá de las diferencias nacionales y culturales. De ahí que en la misma entrevista haya puesto como ejemplo la decisión tomada por Angela Merkel de admitir en Alemania a más de un millón de refugiados principalmente sirios; resolución con la que habría desatendido el interés nacional y la protección de los ciudadanos alemanes, en pos de un multiculturalismo universal.

No se puede dejar pasar la oportunidad de señalar que Putin, como tantos otros neoconservadores, atribuye al liberalismo una idea sobre el cosmopolitismo que en realidad es de origen ilustrado y que se sintetizó en las consignas de igualdad, libertad y fraternidad que acompañaron a la Revolución francesa, pero que también estuvieron en la base ideológica de las primeras insurrecciones obreras en Europa durante la llamada Primavera de los Pueblos. La distinción es fundamental porque fue precisamente desde las corrientes más radicales del pensamiento ilustrado y desde la lucha política del proletariado emergente que se esbozaron y demarcaron las principales limitaciones de la versión liberal de las mismas. Y fue Karl Marx, ya bien entrado el siglo XIX, quien mostró, nutrido por los debates y las experiencias del socialismo decimonónico, que el pensamiento liberal no sólo se funda en una serie abstracciones formales que consecuentemente prescinden de la riqueza de la especificidad y la singularidad, sino que además es el pensamiento que se adecuó a sí mismo del mejor modo para dar un cuerpo jurídico y político al modo de producción capitalista. En otras palabras, el liberalismo ha sido la coartada ideológica del capitalismo desde sus orígenes, su justificación teórica y el modo de expresión más pleno del interés por hacer coincidir los fines y la lógica de la producción del valor capitalista con el sentido de la sociedad en su conjunto. En la mente del liberal para ser libres hay que ser capitalistas, para ser igualitarios hay que ser capitalistas, para abonar en la fraternidad hay que ser capitalistas. Así fue como el liberalismo se arrogó los ideales ilustrados y en el camino obstaculizó cualquier otra versión posible de los mismos; para el liberal no hay otra vía que la suya. La trama oculta de este discurso, sin embargo, consiste en nunca ver de frente la desigualdad estructural de las sociedades contemporáneas, y en sus mejores versiones en suponer que sólo con algunos arreglos al sistema jurídico, a la lógica de la vida democrática o a la conducción de la dinámica económica, se puede paliar la desigualdad, la violencia y la destrucción que suponen la producción y el consumo mercantil-capitalista.

En las últimas décadas, sin embargo, presenciamos el creciente escepticismo, incluso en las mentes más convencidas, sobre las posibilidades de que la política liberal funcione como articulador racional para detener la crisis política, ecológica y, fundamentalmente, económica que nos aqueja, que entre otros efectos sociales conlleva las fuertes oleadas migratorias que van del África a Europa o de Centroamérica a los EE. UU. Esto Putin lo sabe muy bien porque, como cualquiera, entiende que sin nación no hay derecho que valga y que el derecho que da cuerpo político a los estados nacionales es aquél que funciona acorde a los dictámenes y la lógica de la sociedad capitalista. Éste es el contrapunto del neoconservadurismo actual: su ultra capitalismo –que además lo articula al fascismo del siglo XX. Tanto Putin como Trump o Bolsonaro, con una mano ponen en entredicho al liberalismo progresista, sustentando la defensa de sus economías con discursos claramente nacionalistas, aderezados de machismo, homofobia, defensa de la familia, la cultura y los valores tradicionales, en tanto que, con la otra, fomentan la competencia frontal entre los bloques económicos, incluso rompiendo las reglas de las buenas maneras de la realpolitik internacional. La voz cantante, en verdad, la lleva el capitalismo voraz del mundo actual, que pone en entre dicho los estados nacionales y sus fundamentos, lo que no deja de ser profundamente alarmante, pues profundiza y agrava aquello que Marx llamaba la enajenación social, es decir, el mecanismo mediante el cual la dinámica de acumulación capitalista arrebata a los sujetos sociales la capacidad de conducción de su vida política. Movimiento para el que se requiere, además, que la forma Estado de cuerpo político a la dinámica económica a través de sus instituciones, su sistema jurídico y el sistema de recaudación fiscal y administración de los bienes públicos; todo en el acompasamiento de campos de fuerzas políticas específicas y sus sistemas ideológicos. El territorio de la política es fundamental para el buen funcionamiento de la acumulación de valor.

Por ello, se debe reconocer que el neoconservadurismo actual se despliega en apego absoluto al dictum del capital, pero al situar el juego político en una aparente confrontación con su forma política más tradicional: la liberal, y sus evidentes fracasos, recubre con un halo de presunta crítica lo que apunta hacia una enconada y violenta profundización de las mayores contradicciones de las sociedades contemporáneas.