En el umbral de la década de 1970, el sistema educativo de México presentaba diversos signos de descomposición, debido a que se habían agravado ciertos problemas sociales como el analfabetismo, la cobertura educativa deficiente, el centralismo y otros que se arrastraban desde tiempo atrás. Su intensidad variaba según los niveles educativos, los cuales, incluso, tenían problemáticas propias derivadas de su desarrollo histórico y la coyuntura vivida. Tal era el caso de la educación superior que presentaba cuatro rostros de una crisis: a) el movimiento estudiantil de 1968 reveló la necesidad de una reforma que contrarrestara el fracaso de la universidad; b) entre el 68 y el echeverrismo se desarticuló políticamente la vida universitaria, cuestión que fue aprovechada por los medios de comunicación masiva para afirmar que en lugar de ir a estudiar se iba a “hacer grilla”; c) el modelo de educación superior se vio afectado por decisiones económicas malogradas en torno al incremento de la deuda exterior, la inflación y el crecimiento demográfico descontrolado, aunque también se recrudecía la crisis económica por una reforma educativa fracasada que obstaculizó proyectos innovadores como el de Pablo González Casanova; y d) la aparición del sindicalismo inhibió la restructuración de las universidades públicas mientras éstas no se percataron de que habían postergado el ejercicio de sus derechos laborales y su autonomía (Guevara Niebla, 1981, pp. 11-21).
La crisis de la educación superior frenó la democratización de su acceso y estancó la consolidación de su triple función social (docencia, investigación y difusión de la cultura). En relación con el total de la población en edad escolar, un indicador que confirmaba lo anterior era el porcentaje de mexicanas y mexicanos que se integraron a la educación superior en 1980: bachillerato, 4.5 %; licenciatura y normal superior, 3.9 %; y posgrado, 0.1 %. Para conocer la magnitud y profundidad de una crisis que se extendía a la totalidad de las instituciones que integraban la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES), se propuso un Plan Maestro de Investigación Educativa.
Siendo un auténtico hito en la historia de las universidades mexicanas, la ANUIES anunció que una de sus medidas sería convocar a un concurso para reflexionar el estado, sentido y proyección de la educación superior. La convocatoria se extendió a todas las comunidades disciplinares nacionales y participaron destacados académicos. El 6 de marzo de 1981, un jurado, integrado por Jaime Castrejón, Pablo Latapí, Carlos Pallán, Alfonso Rangel y Luis Villoro, anunció lo siguiente: el primer lugar fue declarado desierto; el segundo lugar fue para Raúl Battes y Rodrigo Rangel, seudónimos de Jorge Bartolucci y Roberto Rodríguez; y el tercer lugar fue para Juan Estuardo, seudónimo de Graciela Hierro Perezcastro (1928-2003), filósofa mexicana y pionera del feminismo en el mundo académico contemporáneo.
Hierro nació en una familia cuyo padre le prohibió dedicarse a una “carrera masculina”. Reuniendo valor de la abuela Lola (que le aconsejó independencia económica y a la que consideró la primera feminista de su vida), estudió Filosofía en la UNAM por inspiración de una maestra de filosofía de la Universidad Femenina. Se especializó en un campo que el medio académico no juzgaba socialmente valioso o necesario:
El feminismo es mi sentido de vida. Ser mujer, para mí, es ser feminista. Supone la creación de una epistemología propia. De una ética y una política que nos incluya y pertenezca. De una filosofía de la educación que suponga una pedagogía feminista. Y muchas cosas más para las que ya tenemos “cuarto propio”. Sigamos con la educación: primera etapa de la educación feminista.
(Hierro, 2004, p. 86)
Me confieso mujer contiene testimonios valiosos en torno a lo que hoy llamamos violencia de género, pues a lo largo de su trayectoria como alumna, docente, investigadora y difusora cultural, la autora sufrió denostaciones de todo tipo y cuestionamientos ridículos sobre sus capacidades intelectuales. Ella encontró en el feminismo una herramienta para refutar cuanta misoginia se encontraba, en especial la que provenía de la filosofía, pues a la cuestión femenina se le asignaba patriarcalmente un estatuto epistemológico menor o irrelevante. Además de ser fundamental en la profesionalización del feminismo, Hierro logró abrir espacios para pensar la educación superior como la primera mesa de feminismo instalada en el Congreso Nacional de Filosofía (2001).
A quienes le exigieron abrir una filosofía “varonista”, les respondió que eso implicaba partir de una filosofía, más bien, baronista, donde los catedráticos varones seguían visualizándose como conocedores de la feminidad. Toda su vida luchó contra la educación recibida desde la familia, mientras, contradictoriamente, se empeñaba en buscar el reconocimiento masculino:
Una vez más participé en un certamen buscando, como siempre, la aprobación universal de los consagrados. El único premio válido que he tenido por parte de los hombres es el de un seudónimo masculino que elegí para que el jurado pensara que yo era hombre. En un concurso de la ANUIES sobre la educación superior no participaron sentimientos personales, yo estaba protegida por otro seudónimo similar.
(Hierro, 2004, p. 30)
El texto de Hierro fue llevado a las prensas en tres ocasiones —1983, 1990 y 1994— bajo el título de Naturaleza y fines de la educación superior. En las primeras dos ediciones la mencionada búsqueda de reconocimiento explicaría que a lo largo del texto no se desarrollen posiciones feministas, aunque sí mencione brevemente a Simone de Beauvoir o autores con simpatías feministas como Paulo Freire, John Stuart Mill y Bertrand Russell. Tal vez de haber puesto su nombre y haber añadido sutiles críticas sexogenéricas, un jurado integrado por catedráticos varones la habría descartado de antemano. Lo cierto es que la tercera edición ya incluye referencias a textos suyos —Ética de la libertad (1987), De la domesticación a la educación de las mexicanas (1989) y Ética y feminismo (1985)—, lo cual da cuenta de una sutil autocrítica a su primer trabajo y una evolución de su posicionamiento político, aunque no representase una transformación total del texto.
Naturaleza y fines de la educación superior es el análisis puntual de la triple función de la universidad, realizado por una catedrática también reconocida como madre simbólica —así le gustaba considerarse así misma— de muchas generaciones de universitarias y universitarios, de ahí que nos proponemos hacer una relectura. En una semana excelente para repensar la docencia y el valor que debe tener la enseñanza y la investigación en la universidad, por la conmemoración del Día de la Maestra y el Maestro, nos preguntamos si es posible visitar algunas ideas de Hierro para reflexionar sobre nuestra realidad educativa. Si bien el texto conservó su estructura en las tres ediciones, hay tres detalles que diferencian la tercera edición de la primera como un diagnóstico que propondría una transformación de la triple función social de la universidad asumiendo una perspectiva crítica de género.
El primero se refiere a un prólogo añadido donde se aclara la intencionalidad de la autora: “analizar la importancia de la educación en un mundo cambiante, en crisis sucesivas […] [donde su finalidad humanista sea] el placer o la felicidad, entendida como la suma del descubrimiento y ejercicio de los intereses humanos, legitimados por la razón y la pasión” (Hierro, 1994, p. XI). Después de recuperar la tesis III sobre Feuerbach, en la que el educador debe ser educado, la filósofa indicaba que su modus operandi era una ética hedonista y utilitarista sustentada en la noción gramsciana de intelectual como creador revolucionario de un nuevo tipo de cultura. Esta combinación de posicionamientos respondía a un interés genuinamente interdisciplinario que explica en el texto (fiel a su estilo de no adoptar otra denominación que no sea la de feminista) y a un diálogo integrador de métodos y conceptos con enfoques como el marxismo que aprendió en sus años mozos:
La clase de marxismo
Cuando entré a la clase de [Adolfo] Sánchez Vázquez nos advirtió: “Soy marxista”. Yo soy burguesa, pensé. Y él un día me dijo: “Si los burgueses fueran como usted, no haríamos la revolución”. / Más adelante pensé: soy de izquierda, pero marxista no, si me salvé de la iglesia católica no voy a caer en otra. / Ya profesora de la facultad, gracias a Sánchez Vázquez que me contrató para mi primera clase, en el apogeo del marxismo, todos querían clases de marxismo. Sobre todo en mi clase. Cuando afirmaba no ser marxista y ser admiradora de la libertad de cátedra, me molestaban la(o)s alumna(o)s y la(o)s compañera(o)s marxistas, como mi amiga Leslie, cuya madre la enviaba a las manifestaciones como la mía al catecismo. Me quejé con Sánchez Vázquez de que ya no aguantaba a los marxistas. Él exclamó: “Mándemelos para que yo los ponga en su lugar”.
(Hierro, 2004, p. 48)
El segundo detalle se refiere a una exigencia de democratización radical desde la diferencia sexual. Aunque desde la primera versión del texto la autora proponía erradicar las ideas inertes instaladas en la enseñanza, la investigación y la difusión, una de esas ideas inertes era el orden domesticador que imperaba rutinariamente en la universidad. Por ello, en torno a la figura docente, advierte un peligro a la salud académica:
La adquisición y transmisión de “ideas inertes” […] aquéllas que se reciben en la mente y no son utilizadas, probadas o transformadas en nuevas combinaciones. Son estas ideas las que producen pedantería, dogmatismo y rutina que son las enfermedades graves de los estudios profesionales. Su consecuencia es la ineficiencia en el cumplimiento del trabajo y la frustración personal en quien lo lleva a cabo. Las ideas inertes son aquéllas que en una época fueron geniales y que en la generación siguiente ya no lo son. Hay necesidad de un proceso de revitalización de éstas a través de nuevas pruebas o transformaciones que permitan su utilización. De no ser así, corrompen la educación.
(Hierro, 1994, p. 36)
La libertad de cátedra es necesariamente opuesta a las ideas inertes. Un docente pedante, dogmático o rutinario que se rehúsa a revitalizar su pensamiento convierte su enseñanza en discursos antieducativos. A lo largo de su trayectoria como alumna, docente, investigadora y difusora cultural, la autora vivió los efectos de una academia construida desde el poder masculino y entendía que ideas como el positivismo habían sido efectivas para situar la función social de la universidad desde una visión científica. Cuando esa idea mudó en cientificismo se evidenció su carácter domesticador, eurocéntrico y androcéntrico, pues impidió que generaciones de mujeres pudieran apostar por una transformación de sus circunstancias.
Para erradicar las ideas inertes en la formación de intelectuales se puede asumir dialécticamente un compromiso ético-político en la resolución de problemas impostergables. Desde la discusión respetuosa de saberes y rigurosa en su interpretación del mundo, cada investigador puede ejercer como tal en un ambiente de tiempo, libertad y comunicación, donde se tolera que el Estado dicte la política educativa oficial siempre y cuando el pensamiento crítico construya reductos significativos de transformación social. En ese sentido, una vía de problematización pertenecía a la perspectiva de género:
La tendencia actual es la de una integración cada vez mayor de la universidad y la sociedad que la sostiene. Puede adelantarse el ideal de la universidad del futuro aquélla que se transforme paulatinamente en un centro de educación y cultura para toda la sociedad sin limitaciones de género, edad, espacio o tiempo. La universidad se convierte así en la escuela social.
(Hierro, 1994, p. 58; las cursivas son de la autora)
Para que la función social de la universidad se sostenga, la libertad de cátedra debe actualizarse en sus principios, métodos y finalidades. Esta actualización procede de una idea viva de educación: “es el vehículo de cambio que toma distintas formas prácticas para llevarse a cabo: la revolución violenta, la lucha armada, el cambio de conciencia, o la evolución paulatina; todas ellas son formas concretas para plasmar una nueva etapa cultural” (Hierro, 1994, p. 9). La viveza de esta concepción concilia extremos de una comunidad universitaria que, actualmente, es presa de la polarización y la desmemoria. Más allá de los discursos de odio y las irresponsabilidades estudiantiles, docentes, investigativas y administrativas (que no caben en ninguna universidad actual), está la crítica de la cultura, la cual Hierro proyecta en términos gramscianos:
“Conocerse a sí mismo” significa, en última instancia, ser dueño de sí mismo, ser diferenciado, ser un elemento de orden, es decir, un elemento de su propio orden y de su propia disciplina respecto de un ideal. Todo esto no puede obtenerse sin conocer también a los demás, su historia, la sucesión de los esfuerzos que han hecho las personas para ser lo que son, para crear la civilización, la cual queremos cambiar por la nuestra. Es decir, se deben poseer nociones de lo que sucede, para poder transformarlo, sin perder de vista que el fin último es el de conocerse mejor a sí mismo, y así acercarse al ideal de la persona libre en la sociedad justa.
(Hierro, 1994, p. 10).
Apostando por una conciencia histórica colectivista, el compromiso del profesor-investigador para erradicar ideas inertes también puede ser adoptado por un alumnado plural que “debe enseñarse a comunicar su conocimiento, aprender a expresarse, a entenderse y ser entendido, oralmente y a través de la escritura” (Hierro, 1994, p. 57). Lo anterior exige desarrollar capacidades de habla y escritura autocríticas, pues ellas habilitan a cualquier integrante de la comunidad para el diálogo, el manejo eficaz de información y la construcción consensos-disensos asentados en el bien común. En ese sentido, por poner un ejemplo, ¿no tendría la comunidad universitaria un compromiso por indagar prudentemente las historias personales de sus integrantes para evitar reproducir el tipo de violencias que han sufrido en niveles educativos previos?
Ante el ascenso del necroempoderamiento desde la nueva derecha y el capitalismo gore (Valencia, 2010, pp. 16 y ss.), no podemos olvidar que el antagonista del pensamiento crítico jamás claudica. Es por ello que, particularmente, la relación entre el cuerpo y el alumnado se sostiene con imaginación y lucidez, incluso siguiendo el consejo citado de Salvador Allende: “ser agitador universitario y mal estudiante es fácil; ser dirigente revolucionario y buen estudiante, muy difícil” (Hierro, 1994, p. 58). La diferencia entre agitar y revolucionar radica en la inteligencia horizontal y una escucha plural donde muchas comunidades sepan gestionarse autónomamente en una comunidad.
Finalmente, el tercer detalle se remite a un fragmento agregado al final del apéndice dedicado a la UNAM. Durante los años en que se publicó el texto en cuestión, se reconocía que las universidades enfrentaban una desgastante situación de politización versus despolitización, es decir, de divisionismo al interior de la comunidad estudiantil, académica y administrativa. En este momento podemos decir que, aunque no se vive la misma situación, es cierto que atestiguamos una versión propia donde la universidad es interpelada por movimientos feministas que exigen no ser indiferentes a la violencia de género como fuente de domesticación, dogmatismo y pedantería. Dejando de lado cualquier intento de partidización o de cierto sentimentalismo, Hierro afirma que la UNAM debe apostar por una genuina politización, entendida como la formación de conciencias políticas críticas acompañada de la libertad de pensamiento y por la lucha de libertades para cada integrante de la comunidad unamita:
La función académica de los estudios profesionales habrá de orientarse a la formación de hombres y mujeres cultos, es decir, que posean información general y un conocimiento específico acerca de la especialidad. Hombres y mujeres que razonan y se expresan con claridad y exactitud, que distinguen lo esencial de lo accidental en cuanto a categorías lógicas, como en lo que respecta a principios de acción moral y política; que poseen receptividad ante la belleza, así como frente a los sentimientos humanos. Que sean impugnadores, y que tengan lealtades sociales y políticas; que sean críticos, pero que respeten las diferentes posturas vitales de los demás, si éstas están sostenidas con rigor y con base en convicciones profundas.
(Hierro, 1994, p. 32)
Esta orientación no puede ser estática y debe ser cuestionada cuando la comunidad lo solicite, pues ése es el indicador de un cambio apremiante. El diálogo razonable es tan compatible con la expresión clara de demandas comunes, del mismo modo en que las acciones morales y políticas para la resignificación de espacios universitarios son compatibles con la sensibilidad que exige impugnar injusticias y respetar toda postura convencida del pluralismo ideológico y la paulatina erradicación de todo abuso de poder.
La democratización de nuestra universidad mexicana requiere un cambio progresivo de modelo de dirección distinto del que actualmente funciona. Se sigue ahora un “modelo burocrático” gerárquico-piramidal [sic], a partir del cual todas las directrices importantes parten de la cúspide y se proyectan a los maestros y a los alumnos. La retroalimentación por parte tanto de los maestros, del personal administrativo como de los alumnos es prácticamente nula respecto a la toma de decisiones políticas. Tampoco hay mayor incidencia en la dirección, a partir de las influencias del exterior, que no sean también en sentido piramidal.
(Hierro, 1994, p. 70)
A casi tres décadas de distancia, algunas propuestas de Hierro han perdido fuerza, como la apuesta por la madurez del profesorado (que, si bien en tiempos de Hierro aludía a un intento de mostrar la pertinencia académica del feminismo, hoy pudiera ser más un argumento usado para infantilizar movimientos sociales y empoderar cierto adultocentrismo academicista), o bien el utilitarismo (que, aunque en Hierro se trata de una veta crítica, hoy se podría ver como pauta para medir la rigurosidad de saberes en lugar de integrar diferencias culturales), incluso, sus reflexiones sobre el deber y la reverencia (que si bien Hierro las considera como actitudes morales de respeto sincero al devenir educativo, en el presente pueden tergiversarse para entenderse como obediencia exigida por entes universitarios que defienden su derecho a la indiferencia, como si eso fuera útil).
También a algunos lectores contemporáneos podrá sonarles absurdo o banal su llamado a fomentar la felicidad y el placer de la vida universitaria, pero eso sí puede refutarse. La universidad no puede ser un espacio de violencias, ni puede abstraerse de su permanente democratización, ni mucho menos abstenerse de tener presencia política para presionar al Estado por transformaciones sociales efectivas: “Toca a los universitarios encontrar la vía que permita la relación dialéctica entre lo académico y el ideal humanístico de la universalidad de los bienes culturales para todos” (Hierro, 1994, p. 59). Así como una nueva cultura universitaria sólo puede ser construida por personas educadas, también la UNAM y toda universidad mexicana debe ser un espacio para gozar y dejar gozar dicha cultura, lejos de toda farsa, elitismo o maniqueísmo que busquen desestabilizarla, desaparecerla o vaciarla de sentido. Un futuro ha quedado atrás, otro futuro está siendo vivido y un futuro más nos espera, por ende, más nos vale ponernos a tono con nuestra época para ser capaces de defender sus benéficos y revolucionarios placeres.
Bibliografía
Guevara Niebla, G. (coord.) (1981). La crisis de la educación superior en México. México: Nueva Imagen.
Hierro, G. (2004). Me confieso mujer. México: DEMAC.
Hierro, G. (1994). Naturaleza y fines de la educación superior. 3.º ed., México: UNAM.
Valencia, S. (2010). Capitalismo gore. Madrid: Melusina.