Los análisis que toman a la Ciudad de México como referente nacional del acontecer histórico han perjudicado considerablemente nuestro entendimiento de los procesos que han marcado la vida del país desde la etapa posrevolucionaria hasta el presente. Así, por ejemplo, un sector liberal impulsa la visión de que el movimiento estudiantil de 1968 en el Distrito Federal fue el evento más significativo de la guerra fría mexicana, el partero de nuestra democracia moderna. No obstante, para los estudiosos de este periodo que resisten la perspectiva centralista, el noroeste destaca como una de las regiones que determinaron la configuración del Estado mexicano contemporáneo. La ciudad que tuvo el mayor protagonismo en la conformación subterránea de un nuevo orden político, caracterizado por la alianza entre agentes estatales y el crimen organizado, no fue el Distrito Federal sino Culiacán, Sinaloa. Asimismo, en términos de impacto multidimensional (social, cultural, ambiental, etc.), el gran parteaguas de la historia mexicana reciente no fue otro sino la guerra contra las drogas que inició en 1969 y que desde entonces sólo ha cambiado de formato e intensidad.

Narcocultura en Sinaloa. Foto: Adela Cedillo.

 

El estado de Sinaloa es uno de los que menos se ajusta a la mitología posrevolucionaria elaborada por el PNR-PRM-PRI, basada en fórmulas propagandísticas que hablaban de la “época de oro,” el “milagro mexicano” y la “pax priísta.” La ruta que siguió Sinaloa fue muy distinta y estuvo marcada por largos episodios de violencia, que comenzaron con la campaña antichina y alcanzaron la cúspide del terror durante la llamada Operación Cóndor (1977-1988). A finales del siglo XIX, los migrantes chinos que habían huido de las “guerras del opio” y habían encontrado trabajo en la industria ferroviaria de Estados Unidos y México trajeron consigo la práctica de cultivar amapola para convertirla en opio u otros compuestos medicinales. El desenvolvimiento de la revolución mexicana de 1910 coincidió con el surgimiento de una campaña xenófoba con respaldo oficial contra migrantes chinos y japoneses, la cual entre 1911 y 1930 alcanzó las proporciones de un auténtico genocidio. La campaña tuvo su pico de violencia en el noroeste, donde incluso duró hasta comienzos de la década de los cuarenta.

Manuel Lazcano y Ochoa –un funcionario público sinaloense de alto nivel– consignó en sus memorias, Una vida en la vida sinaloense (1992), que mientras los chinos eran acusados de portar consigo drogas, vicios y enfermedades, en la década de los treinta en Sinaloa ya había redes de productores y traficantes integradas por ciudadanos tanto locales como estadounidenses. Así, mientras los pequeños comerciantes y empresarios chinos eran perseguidos y asesinados, individuos sin escrúpulos se aprovecharon de sus negocios, entre ellos la amapola. 

El lugar que empezó a ocupar un papel notable en la producción de amapola fue el municipio de Badiraguato, enclavado en los Altos de Sinaloa y punta de entrada a lo que sería denominado en la década de 1970 como el Triángulo Dorado de la droga, a semejanza de su homólogo asiático. El nombre alude a la subregión donde la Sierra Madre Occidental atraviesa los estados de Sinaloa, Chihuahua y Durango. A pesar de ser un municipio por entonces incomunicado, Badiraguato tenía una posición estratégica única, pues se encontraba a una distancia relativamente corta de Culiacán y la costa Pacífica, a la vez que su condición serrana le brindaba un escudo natural, convirtiéndolo en un lugar idóneo para actividades ilícitas.

El inicio del narcotráfico en Sinaloa no empezó con campesinos empobrecidos a los que la revolución no les hizo justicia y tuvieron que sembrar marihuana y amapola para subsistir. Fueron miembros de la élite política y económica los principales inversionistas en un negocio ilegal que paulatinamente sustituyó el rol que había tenido la minería en la región, como motor de la economía. Dicha élite se había puesto del lado ganador al finalizar la etapa armada de la revolución mexicana, sumando apoyo a la llamada dinastía sonorense, integrada por Álvaro Obregón, Adolfo de la Huerta y Plutarco Elías Calles. Elementos de la gran “familia revolucionaria,” como los Cuén Cázares de Badiraguato, no sólo ocuparon diversos cargos políticos y administrativos en diferentes niveles de gobierno, sino que –como lo demuestra Froylán Enciso en Nuestra Historia Narcótica (2015)– incorporaron el comercio de la goma de opio a su extensa gama de actividades lucrativas. Únicamente los caciques regionales como los Cuén, que ya contaban con los recursos económicos, las redes políticas e incluso los contactos transfronterizos, podían beneficiarse de este cultivo.

Ni los gobiernos estatales ni el federal hicieron nada por frenar a los caciques gomeros. De forma temprana, las agencias de seguridad se convirtieron en un actor central de las redes del narcotráfico, pues regulaban la competencia a través de la venta de protección a los traficantes. En el proceso, miembros del ejército y de las policías municipal y judicial descubrieron las ventajas de ser ellos mismos quienes se hicieran cargo de la circulación de la mercancía ilegal. Como lo ha señalado Luis Astorga en El siglo de las drogas (2005) y lo han confirmado varios estudiosos del tema, el Estado mexicano no fue infiltrado por la mafia, el narcotráfico nació al interior de las estructuras del Estado.

La demanda de opio se disparó durante la Segunda Guerra Mundial y, aunque México tuvo un papel marginal en el conflicto, se vio afectado por la expansión global de las redes criminales que éste trajo consigo. En Sinaloa, es común escuchar la leyenda popular que asegura que el gobierno de Estados Unidos le pidió al mexicano que se convirtiera en proveedor de goma de opio, para suplir el desabasto de morfina en su ejército. No hay ninguna evidencia de que este pacto haya ocurrido; lo que sí aconteció es que México se volvió un punto de interés para las incipientes redes globales del narcotráfico. Connotados miembros de la mafia estadounidense, como Bugsy Siegel y Virginia Hill, llegaron a México en los años cuarenta para hacer negocios con los caciques gomeros del noroeste.

En la década de los 1940, Badiraguato se consolidó como el epicentro gomero del país. De acuerdo con Benjamin T. Smith, en Sinaloa hubo un pacto entre la élite política y los caciques que sostuvieron una violenta oposición a la reforma agraria de Lázaro Cárdenas: la “familia revolucionaria” los dejaría sembrar y traficar drogas a cambio de que éstos aceptaran la distribución de tierras a mediana escala. Este pacto se convirtió en la manzana podrida de la modernidad sinaloense. Los campesinos no obtuvieron ni la mitad de la tierra que demandaban, pero los caciques de la goma incrementaron su poder económico de una forma que seguramente no habían anticipado.

La llamada “revolución verde” –la tecnificación del agro con métodos para incrementar la productividad exponencialmente– empezó en el valle del Yaqui, Sonora en la década de los 1940 y se expandió rápidamente a Sinaloa, transformando a ambos estados en líderes agrícolas. La agricultura comercial creó una brecha enorme entre la élite agroindustrial y los campesinos y jornaleros del estado. La voracidad de dicha élite la llevó a moverse libremente tanto en la economía de agroexportación como en el trasiego de drogas, ambos con destino a los Estados Unidos. Por su parte, los campesinos sin tierra o con parcelas pequeñas se vieron fácilmente seducidos por una agricultura de alto riesgo que superaba las ganancias de los cultivos permitidos y aceptaron trabajar para los caciques gomeros.

El hito fundacional de la llamada “narcopolítica” sinaloense fue la ejecución en 1944 del gobernador independiente Rodolfo Tostado Loaiza, presuntamente a manos de Rodolfo Valdés, “El Gitano,” pistolero de terratenientes involucrados en el tráfico de drogas. Algunas versiones apuntan a que el autor intelectual del crimen fue el Gral. Pablo Macías Valenzuela, quien también mantenía relaciones con narco-caciques y asumió la gubernatura del estado al poco tiempo de la muerte de Loaiza. En lo sucesivo, varios gobernadores sinaloenses serían acusados de tener tales nexos o incluso de ser ellos mismos narco-caciques, entre ellos Gabriel Leyva Velázquez (1957-62), Leopoldo Sánchez Celis (1963-68) y Antonio Toledo Corro (1981-86). En la década de los setenta, Sinaloa vivió una extensión del poder personalista de Sánchez Celis, con dos gobernadores de su elección, Alfredo Valdés (1969-74) y Alfonso Calderón (1975-80). Cabe destacar que, salvo el gobierno panista de Mario López (2011-2016), Sinaloa siempre ha estado bajo control del PRI y varios miembros de la élite local han ocupado papeles de gran relevancia en el gobierno federal. 

Capilla de Jesús Malverde, santo de los narcotraficantes, en Culiacán, Sinaloa. Foto: Adela Cedillo.

De acuerdo con el FBI, en 1948 México producía la mitad de las drogas consumidas en Estados Unidos. En respuesta a la presión del vecino del norte, México lanzó la primera campaña nacional de erradicación de cultivos ilícitos, conocida como la “gran campaña.” De acuerdo con María Celia Toro, este fue el primer intento del gobierno por militarizar la lucha anti-drogas, enviando al ejército como punta de lanza de la erradicación manual de cultivos ilícitos, principalmente en el Triángulo Dorado. A pesar del apoyo estadounidense, el despliegue propagandístico y la labor de las tropas, la campaña no dio resultados por las mismas razones que fracasarían todas las campañas antidrogas por venir: la complicidad entre los productores y traficantes de drogas con miembros de la élite política y agencias encargadas de la seguridad pública, como la Policía Judicial de Sinaloa. La campaña antidrogas se desplegó periódicamente cada seis meses, sin llegar nunca a la meta de la erradicación total. Por el contrario, los acontecimientos globales de la década de los sesenta, tuvieron un impacto rotundo en la conversión de México en un país líder en la producción de amapola y marihuana.

En 1964, con el arresto del químico Joseph Cesari en Marsella, empezó el desmantelamiento de la llamada “conexión francesa” que abastecía de heroína turca (la más pura del mundo) al mercado estadounidense. Ese mismo año surgió en la Alta Sierra Tarahumara el Grupo Popular Guerrillero, la primera guerrilla socialista mexicana. Sin que nadie lo hubiera sospechado en ese entonces, narcotráfico y guerrilla se convertirían en los fenómenos más trascendentales del noroeste y del estado de Guerrero en la siguiente década. En un periodo de cinco años (1969-1975), México se transformó en el principal proveedor de heroína –la llamada Mexican brown– y en uno de los principales proveedores de marihuana para el mercado estadounidense. La heroína fue la droga predilecta de los soldados que regresaban de la guerra de Vietnam, mientras que el fenómeno de la contracultura potenció el consumo de marihuana y otras drogas sintéticas. Caciques sinaloenses de medio pelo se convirtieron en narcotraficantes opulentos en tiempo récord tan sólo porque el prohibicionismo global liderado por Estados Unidos logró bloquear significativamente las redes mafiosas trasatlánticas.

En las elecciones estadounidenses de 1968, el candidato republicano Richard Nixon explotó el pánico moral contra el consumo de drogas para atraer al electorado conservador y, como presidente electo, declaró una “guerra contra las drogas.” Aunque esta expresión se hizo popular a partir de un discurso que Nixon pronunció en 1971, la Casa Blanca comenzó a diseñar una política antidrogas agresiva desde 1969, señalando a México como un terreno prioritario de la cruzada estadounidense en nombre de la salud y las buenas costumbres. 

En septiembre de ese año entró en vigor la Operación Interceptación, una medida unilateral consistente en el cierre de la frontera entre Estados Unidos y México. Las patrullas fronterizas inspeccionaban todos los vehículos provenientes de México y las agencias de seguridad nacional también extremaron la vigilancia sobre barcos y aviones mexicanos en las costas y los aeropuertos internacionales estadounidenses. No obstante, fueron las inspecciones terrestres las que provocaron el colapso parcial de la economía fronteriza. El gobierno mexicano reaccionó a los reclamos de sus ciudadanos injustamente criminalizados, protestando airadamente ante su homólogo estadounidense.

El único objetivo de esta medida unilateral era obligar al gobierno mexicano a aceptar la política antidrogas de Nixon. La operación representó un fracaso total en términos de detener el ingreso de drogas mexicanas a suelo estadounidense. Los narcotraficantes mexicanos –principalmente los del Triángulo Dorado– mantuvieron el contrabando a través de rutas marítimas y aéreas. En cambio, la “Interceptación” logró que el gobierno mexicano tuviera que priorizar un tema que hasta ese momento no había sido parte de la agenda nacional. 

En pláticas entre representantes de ambos gobiernos, la administración de Díaz Ordaz maniobró de una forma en que, a la par que cedió ante el chantaje monumental de Nixon, logró esquivar los principales términos de la imposición. Por ejemplo, Díaz Ordaz rechazó la tecnicalización de la guerra contra las drogas, consistente en el uso de equipo de control remoto de detección de cultivos y la dispersión aérea de herbicidas; el trabajo de inteligencia encubierto para realizar operativos y conspiraciones encaminadas al desmantelamiento de las redes del narcotráfico y la destrucción de laboratorios y almacenes de drogas, entre otras cosas. Este desplante de soberanía irritó sobremanera a los funcionarios estadounidenses.

A mediados de octubre de 1969, ambos gobiernos anunciaron el lanzamiento de la Operación Cooperación, una estrategia conjunta para reducir la producción y tráfico de estupefacientes. El gobierno mexicano impidió que la opinión pública nacional percibiera esta negociación como un signo de debilidad y sometimiento ante la Casa Blanca, enfatizando que era un triunfo diplomático porque convirtió una medida unilateral en una bilateral. La operación fue rebautizada como CANADOR (acrónimo de cannabis-adormidera) y estuvo vigente hasta 1975. 

Aunque CANADOR se desplegó en distintas regiones productoras de drogas en el país, se concentró principalmente en el llamado Triángulo Dorado. Cinco mil tropas del ejército se desplazaban periódicamente al noroeste para erradicar manualmente las plantas de marihuana y amapola. A diferencia de la campaña antidrogas de 1948, en la que los estadounidenses tuvieron una participación casi simbólica, esta vez los agentes estadounidenses supervisaron directamente la destrucción de los cultivos ilícitos. 

En el mismo año de 1969, el ejército mexicano produjo su primer manual interno de contrainsurgencia, orientado a combatir a las guerrillas rurales. De forma gradual, las tácticas contrainsurgentes comenzaron a emplearse también contra las comunidades campesinas acusadas de sembrar drogas. Este fue el origen de la guerra contra las drogas que ha unido a Estados Unidos y México en una trama que, a lo largo de cincuenta años, no ha hecho sino tornarse infinitamente más compleja y violenta.