Decir que la guerra ha vuelto a Palestina es mentir, porque nunca se ha ido —ahí lleva desde hace seis o siete décadas—, pero lo cierto es que se ha recrudecido de nuevo. La violencia entre Israel y los palestinos ha vuelto este mayo a cuotas que hacía varios años no alcanzaba, va de Jenín a Rafah pasando por Jerusalén y afecta casi todas las ciudades israelíes con una población árabe importante, además de que los muertos en Gaza se cuentan ya por centenares. Con esta nueva escalada, el conflicto levantino ha regresado a los reflectores internacionales y ha vuelto a poner de relieve una situación que a la humanidad toda debería de darle vergüenza.
Más allá de los episodios concretos que la componen, la tragedia del pueblo palestino parece una versión de la Casa tomada de Julio Cortázar producida a la escala de un país entero. Tal y como a Irene y su compañero en el cuento les arrebataban la casa cuarto a cuarto, los palestinos pierden su territorio olivo a olivo. A diferencia de los personajes del cuento, sin embargo, los palestinos no tienen a dónde huir. Cuando lo pierdan todo se perderán también ellos.
La situación se hace aún más triste porque en lo que va del siglo XXI se han cerrado las pocas salidas construidas y los escasos avances conseguidos se han disuelto en la nada. El futuro no parece muy distinto. Esta última escalada está marcada por una derechización profunda y de hace tiempo de la sociedad israelí. Sin ir muy lejos, según datos que presenta el analista francés Thomas Vescovi —autor de un libro cuyo título dice mucho: El fracaso de una utopía: una historia de las izquierdas en Israel—, casi 70% de los judíos israelíes de entre 18 y 24 años se dice de derechas, y en torno al 60% de ellos se oponen a la creación de un Estado palestino.
Del otro lado del muro entre Israel y los territorios palestinos la situación no es halagüeña para nadie, pero todavía menos para las izquierdas, si es que las hay. Palestina está dividida en dos territorios aislados entre sí —la franja de Gaza y Cisjordania— que se sumen en constantes enfrentamientos políticos y están hundidos en la más terrible pobreza. El movimiento islámico Hamás domina con cada vez más fuerza en Gaza, mientras que el gobierno de la Autoridad Palestina, en manos de Al-Fatah, pierde cada vez más terreno y legitimidad, ahogado por las acusaciones de corrupción, de debilidad y de complicidad con el Estado de Israel.
Ver la situación desde fuera es sentir lo que muchos intelectuales y poetas del mundo ante la Guerra Civil Española y ante la represión emprendida por el franquismo tras su victoria. Hoy, como en 1950, dan ganas de gritar con Blas de Otero su Cántico: “¡Ay, este ángel fieramente humano / corre a salvaros y no sabe cómo!”, porque hoy como entonces la solidaridad no encuentra cómo ser eficaz.
De entrada, hay que lamentar que las palabras parecen heridas de muerte, como decía Rafael Alberti en un Nocturno que publicó en aquel entonces. Hoy también todos estos “manifiestos, artículos, comentarios, discursos” parecen poco más que “humaredas perdidas, neblinas estampadas”. ¿De qué sirven, si al final hay fuerzas ya en marcha, ya afianzadas, que nos rebasan a todos y que no escuchan nuestros gritos? ¿Qué podemos hacer, además de gritar ante los sordos que mandan en el mundo?
En la Guerra Civil Española sí había algo que podía ayudar a remediar la desgracia de la República, y por ello clamaba Alberti: “Balas, balas”, pedía en ese mismo Nocturno, pues había un enfrentamiento militar que ganar y un consenso de que había que defender la República primero y luego ocuparse del resto. En Palestina, sin embargo, ¿servirían de algo esas balas, además de para perpetuar el oprobio y el dolor? ¿De verdad queremos que una milicia integrista como Hamás tenga balas? ¿Sí queremos que un grupo tan corrupto como Al-Fatah se arme mejor?
Evidentemente, los votantes de Hamás no han de ser todos integristas, y aunque lo fueran no se los puede juzgar con la misma vara que a los líderes o a los fascistas de otros colores. Como escribió el sueco Stig Dagerman tras visitar Berlín después del triunfo de los Aliados al ver que muchos de los vencidos parecían añorar al régimen hitleriano, “es un chantaje analizar la posición política del hambriento sin analizar al mismo tiempo su hambre”. Sin embargo, el hecho es que las armas y los apoyos que se den a los palestinos a través de Hamás fortalecerán a una milicia que dice que su única lealtad es con Alá y “cuyo modo de vida es el islam”. En el otro territorio, la triste historia de Al Fatah y de la Autoridad Palestina hace pensar que lo que se dé se irá como agua en corrupción e ineptitud.
En la desesperanza, quienes estamos demasiado lejos de Palestina para hacer nada por salvarla, pero somos lo suficientemente humanos como para doler esta desgracia, solamente podemos pensar en qué pasó para llegar hasta aquí, y cómo hacer para que no ocurra de nuevo. Hacerlo implica reconocer algunas verdades horribles, pero también buscar nuevas alternativas muy necesarias.
No está de más, de entrada, recordar que la situación que se vive en el Levante es consecuencia directa de un genocidio de ayer, perpetrado contra los abuelos de muchos de los victimarios de hoy. Muchas (quizá la gran mayoría) de las condenas sin más a la existencia del Estado de Israel olvidan que su establecimiento surgió como respuesta al Holocausto, un desastre con pocos parangones en la historia —por desgracia, muchos de ellos muy recientes, como el genocidio en Ruanda—, por el que vivir en Europa se hizo realmente imposible para los judíos.
El hecho de que la respuesta haya salido tan terriblemente mal no quiere decir que no hubiera un problema. Más bien, que al genocidio de los judíos por la derecha y la ultraderecha europeas se respondiera con el desplazamiento y opresión de los palestinos por la derecha y la ultraderecha israelíes debería obligarnos a pensar qué hay en común en toda esa historia.
Antes de aventurar ninguna respuesta, vale la pena poner una advertencia que hizo hace poco Susie Linfield. En La cueva del león, su análisis de la relación entre las izquierdas y el sionismo, explica que Israel es un poco como la prueba de Rorschach de los progresistas de Occidente y que al hablar de ese país las izquierdas proyectamos más sobre nosotros que sobre lo que pasa en la realidad. Con esa salvedad en cuenta, se puede decir que entre los factores comunes a ambas crisis están el afán de equiparar Estado y nación, la terquedad —por lo demás muy reciente en la historia de la humanidad— de asumir que solamente se puede tener una identidad y que ésta debe ser étnica, y la insistencia en pensar que lo que hagan y sean los ajenos necesariamente demerita lo que hagan y sean los propios.
Si esto es correcto, entonces deberíamos ver con verdadero temor y escándalo no solamente lo que ocurre en el Levante, sino también el éxito electoral —con aplausos occidentales incluidos— del Bharatiya Janata Party y de su líder, Narendra Modi, nacionalistas hindúes que siguen el eslogan “hindi, hindu, Hindustan”: una lengua (el hindi), una nación (la hindú, que no india) gobernando un territorio (Hindustán), y deberíamos temblar también ante los esfuerzos chinos por hacer que su historia sea más han y menos diversa y por acabar con las poblaciones uigures para construir una China más homogénea.
Por encima de todo, ver el dolor de Palestina y el miedo genuino de muchos ciudadanos y habitantes de Israel tanto árabes como judíos debería hacernos parar y repensar cómo nos relacionamos los unos con los otros y emprender un esfuerzo global por parar toda hostilidad y encontrar una salida. Hay un cuento de Leo Perutz, que nació en Praga pero emigró a lo que hoy es Israel en 1938, que se titula La Zarabanda. En él un rabino, viendo el dolor de un cristiano al que un barón rival quería ver danzar hasta que se colapsara por agotamiento, hizo aparecer por arte de magia una imagen en la pared por la que pasaría la siniestra procesión.
Era un ecce homo. No se trataba sin embargo del Mesías, ni del hijo de Dios […] Era un ecce homo distinto. Pero había tal distinción en sus rasgos, el sufrimiento que revelaba su rostro era tan estremecedor, que un rayo alcanzó la conciencia del despiadado barón haciéndole caer de rodillas.
Como explicó después Perutz, aquel ecce homo era “el pueblo judío, el pueblo judío perseguido y escarnecido durante siglos”. Ese ecce homo se nos aparece hoy en las noticias a todos en el planeta, pero refleja el dolor del pueblo palestino. Verlo debería hacer que ese mismo rayo alcanzara nuestras conciencias y nos hiciera parar todos los dolores y volcarnos en frenar la violencia y la opresión que han marcado la historia reciente del Levante.