A poco más de un mes de las manifestaciones del 8 de marzo, parece que ya poca gente se ocupa del tema – al menos, hasta el próximo año. Quedarán en la memoria nacional, ante todo, el impresionante muro de denuncias y reclamos armado en el zócalo de la Ciudad de México, que hubiera podido convertirse en un monumento reubicado, y las tristes noticias, fotos y videos de violencia y contraviolencia en el centro histórico de la misma ciudad.

A menudo se ha expresado la opinión que el final violento de esta manifestación, con estragos en fachadas y rotura de acaparadores, con saqueos y un número considerable de policías heridas resultó de actos de “gente infiltrada”, mientras que el “verdadero movimiento feminista” es ajeno a tales destrozos y agresiones, pero que lamentablemente en ninguna manifestación de denuncia o protesta se puede evitar que se mezclen ciudadana:os con objetivos distintos y con conductas no legitimadas por la:os convocantes.
En vista de la polémica subida de tono, no parecería prudente seguir sin antes hacer hincapié en que, si bien garantizar la vigencia del derecho de todo ser humano “a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona” es tarea de los Estados y de la:os integrantes de sus tres órdenes de gobierno, también a quienes se manifiestan por la vigencia plena de todos los derechos humanos para toda:os y en cualquier lugar, la Declaración Universal de Derechos Humanos les marca límites más o menos claros.
Es evidente que a veces marchas y plantones con objetivos considerados legítimos por considerables sectores sociales, aquí y en otras partes del mundo, son aprovechados por grupos e individuos cuyo único fin parece ser mostrar fuerza individual y grupal, causar destrozos y lesionar a personas.
Aún así hay que reconocer que las manifestaciones multitudinarias de protesta en muchos países constituyen solamente la punta del iceberg del malestar de amplios sectores sociales, acaso de las mayorías. Tal sensación resulta de que la ciudadanía se siente ninguneada por quienes detentan el poder gubernamental, por quienes le compran su fuerza de trabajo y le venden sus productos con la calidad y al precio que quieren, por quienes domestican a sus hija:os en escuelas, iglesias y mediante los medios de difusión, y donde las instituciones destinadas a procurar “la justicia”, pocas veces hacen caso de sus reclamos. Pongámonos por un momento en los zapatos, huaraches o chancletas de alguien de la mitad de la población económicamente activa, que sobrevive en nuestro país en la economía llamada eufemísticamente “informal”, de un padre o una madre de familia a quien ¡desde hace un año! se le exige procurar que toda:os se laven frecuentemente las manos, pero sin proveer, ¡todavía un año entero después! el agua mínimamente necesaria[1] a domicilios, poblados, barrios, escuelas, plazas públicas y terminales de transporte urbano, y donde los restos de un desaparecido finalmente encontrado muerto por familiares, les son entregados en una bolsa de basura.
Por consiguiente, ¿puede extrañar que a una manifestación por algo o contra alguien se agreguen ciudadana:os tan frustrada:os, violentada:os, iracunda:os como la:os convocantes, aunque sus reclamos no sean los que motivaron la convocatoria? ¿No será que lo hacen porque ya no saben a quién más dirigirse, porque no tienen capacidad organizativa ni fuerza personal para reclamar por si sola:os, porque temen la represión si alzan la voz en su lugar de trabajo, porque buscan algo de solidaridad de parte de otras personas igualmente lastimadas, aunque no las conozcan? ¿O porque se percatan de que una y otra vez aparecen las mismas estructuras como causantes de sus males: poderes públicos sin control ciudadano real, explotación del trabajo humano sin otro criterio que la ganancia rápida, persistencia del pacto patriarcal y del racismo en instituciones de todo tipo y a todas horas de la vida cotidiana, transformación imparable de palabras e imágenes capaces de transportar información verídica y generar relaciones de solidaridad, en ideologías aislantes y estupidizantes?
Un “accidente” tan poco infrecuente en muchos países de América Latina, que incluso ha llegado a formar parte de la más reciente encíclica papal,[2] constituye una metáfora de la situación de desamparo de mucha:os ciudadana:os, especial pero no únicamente de quienes apenas sobreviven y carecen de “palancas”: una:o es herida:o o muerta:o por un:a conductor:a (falta:o de pericia o precaución, alcoholizada:o o drogada:o), quien se da a la fuga sin siquiera intentar enterarse del estado de su víctima. Primero el:a accidentada:o se queda sola:o con su dolor y su agonía, y luego sus familiares se quedan igualmente sola:os con el duelo y con las secuelas burocráticas, anímicas y económicas. ¿Quién no conoce situaciones de desamparo semejantes frente a empleadora:es, jefa:es, funcionaria:es, vecina:os, vendedora:es, extorsionadora:es, acosadora:es, que no necesariamente son mortales, pero que sofocan las ganas de vivir? El que muchas mujeres compartan su vulnerabilidad estructural con indígenas y migrantes, no disminuye el agravio. El que el problema no sea nacional, sino mundial, tampoco. Sólo lo hace más urgente.
Menos mal que la antropóloga Aída Hernández Castillo recuerde que el “debate público, que se ha desarrollado a partir de la construcción del muro de protección alrededor del Palacio Nacional y de las acciones disruptivas de los grupos feministas anarquistas durante la marcha, ha opacado el reconocimiento a otros espacios de resistencias de mujeres que no han bajado la guardia durante este año de pandemia”.
¿Serán suficientes los apoyos mutuos entre ellos y los apoyos que reciben?
¿Qué podrá informarse el 8 de marzo de 2022 sobre cambios relevantes de la situación?
¿Habrá razones para manifestarse dentro de once meses con menos dolor, con menos ira, con más optimismo? ¿Cuántas más muertas y desaparecidas habrá que agregar a la lista del año presente?
¿Acaso habría que tratar de modificar la forma de la protesta?
¿Tranquilitas y mansitas se verán más bonitas?
¿Es el problema el problema, o lo es la protesta contra el problema?
¿Sería una solución folclorizar el 8 de marzo, convirtiéndolo en una especie de 10 de mayo con emotivos discursos y flores? ¿O emular el Día del Trabajo, donde no pocas veces la:os trabajadora:es son obligada:os a marchar, ahora sí, “en perfecto orden”, y aplaudida:os por políticos, funcionarios, empresarios y líderes sindicales co-responsables de su precariedad? ¿O parodiar un festejo de independencia, donde se amenaza con castigar a quien pintarrajee monumentos dedicados a constructores de la colonia anterior o clausure simbólicamente las oficinas de instituciones internacionales y empresas transnacionales que perpetúan la colonialidad del poder, del saber y del ser.[3]
Un año de virtualidad impuesta por la pandemia en muchos ámbitos laborales, educativos, artísticos y familiares, ha contribuido a incrementar los contactos, pero también a disminuir la comunicación real. Aún así, manifestaciones públicas de protesta surgen y se repiten, como lo demuestran con cierto heroísmo la:os feministas, la:os ciudadana:os que exigen agua, el personal de salubridad que demanda ser vacunado prioritariamente y recibir los medios de protección personal adecuados para la realización de sus tareas, y quienes siguen buscando sus familiares desaparecida:os. Siguen surgiendo y se repiten porque responden a heridas profundas, a soluciones negadas, a sentimientos menospreciados, a perspectivas canceladas, a necesidades vitales frustradas. Eclosionan de experiencias de dolor e ira, mezclan sentimientos y razonamientos, se alimentan de la solidaridad impotente, y se obstinan en considerar que “esto ya no es posible”. Pero luego se tienen que dar cuenta no solamente que sí lo es, sino que así es la realidad general.
¿Cómo hacer para que el 8 de marzo del próximo año sea diferente del de este año? ¿Exigir más orden y control a la/os organizadora/es? ¿Establecer prohibiciones para el uso ciudadano de espacios públicos? ¿Aumentar el número de integrantes de las fuerzas de seguridad presentes? ¿Negociar desde posiciones de fuerza o con anticipos monetarios persuasivos con la/os posibles convocantes?
¿O encarar efectivamente el conjunto de problemas de desigualdad, discriminación y ninguneo que motivó ésta y que motivará otras tantas manifestaciones?
[1] Como todos los años, en estos meses son más frecuentes y más airados los reclamos por la escasez extrema cíclica de agua que, sin embargo, para mucha gente ya es permanente. Y hay que recordar que se suele hablar apenas de agua entubada, no necesariamente de agua potable, por lo que en tres de cada cuatro hogares mexicanos tiene que comprar agua embotellada para beber.
[2] “Frecuentemente hay personas que atropellan a alguien con su automóvil y huyen. Sólo les importa evitar problemas, no les interesa si un ser humano muere por su culpa. Pero estos son signos de un estilo de vida generalizado, que se manifiesta de diversas maneras, quizás más sutiles. Además, como todos estamos muy concentrados en nuestras propias necesidades, ver a alguien sufriendo nos molesta, nos perturba, porque no queremos perder nuestro tiempo por culpa de los problemas ajenos. Estos son síntomas de una sociedad enferma, porque busca construirse de espaldas al dolor” (Fratelli tutti, núm. 65)
[3] Ver para esto Leandro Gómez y Ma. Guadalupe Lamaison, “Colonialidad del poder, colonialidad del pensamiento: la alternativa desde los movimientos sociales”. VI Jornadas de Jóvenes Investigadores, Instituto de Investigaciones Gino Germani, Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 2011, y Sebastián Garbe, “Descolonizar la antropología – antropologizar la colonialidad”, en: Otros Logos: Revista de Estudios Críticos, núm. 3, 2012, pp. 114-129.