Hoy es común nombrar o designar como teoría crítica a múltiples formas del pensamiento que, de un modo u otro, instituyen discursos que confrontan las ideologías dominantes. Se entiende como teoría crítica el pensamiento feminista, la teoría decolonial, la crítica de los diversos ecologismos, al eurocentrismo, etc. Pareciera tratarse de un modo de adjetivar los posicionamientos teóricos que reconocemos como antagonistas al pensamiento hegemónico. No obstante, es tal la amplitud de la designación que adeuda en precisión lo que se gana con su capacidad de signar una postura política. Pareciera no quedar claro ni ser necesario esclarecer de qué hablamos cuando referimos la criticidad de estos discursos.

Debemos la expresión teoría crítica a algunas de las reflexiones de la llamada Escuela de Frankfurt y sus integrantes, que conformaron en la década de los años treinta del siglo pasado el Instituto de Investigación Social, que terminó sus días en el exilió causado por la persecución y el exterminio nazi. A pesar de los muchos temas en común y del interés compartido por revivificar el debate marxista ampliando sus horizontes comprensivos a través de la discusión con el psicoanálisis, la filosofía y las ciencias sociales, en un movimiento contrario a la parcelación del conocimiento, fue sobre todo Max Horkheimer quien articuló las claves diferenciales de la teoría crítica. 

Uno de los rasgos de ese registro propio es la idea de la impostergable batalla contra la racionalidad dominante en nombre de la propia razón. Se trata de una paradoja que no se dirime en un plano estrictamente teórico —aunque también necesariamente—, sino sobre todo real, es decir, es ella la expresión de una contradicción práctica que configura la realidad contemporánea. Traducido de cierta manera, esto querría decir que es necesario combatir las formas de la racionalidad que se instituyen como la explicación más coherente de la realidad contemporánea porque la reflejan cabalmente, y, con ello, armonizan los conceptos, categorías y principios con los objetos de estudio, pero que en la construcción de dicho conocimiento omiten el hecho de ser ellas mismas el resultado de un entramado que, de un modo u otro, está atravesado por elementos extrateóricos que ejercen una influencia efectiva en el modo en que se mira y se atiende a dicha realidad.

Si bien buena parte de las metodologías y los principios epistemológicos de las ciencias sociales contemporáneas ya han exhibido cómo los valores, el género, la clase social o el ambiente cultural influyen en la mirada de los científicos sociales tanto en el modo en que escogen un objeto de estudio, un abordaje y un mecanismo de presentación de resultados, entonces el anclaje del debate al interior del Instituto de Investigación Social condujo a pensar la relación entre las expresiones teóricas de la razón en Occidente y el modo de reproducción social dominante del mundo contemporáneo, es decir, el capitalismo. Asumiendo como restrictiva y superficial la concatenación unidireccional entre “estructura” económica o material y “superestructura” ideológica, con la que cierta interpretación del marxismo pretendió explicar la correlación entre las determinaciones económicas y el mundo de las ideas, las creencias y la teoría, Horkheimer y Adorno, particularmente, exploraron algo más rico y complejo: mostrar que la ambigüedad y la tensión propias de la sociedad capitalista se expresan también en el mundo de la teoría.

Ilustración: Jessa.

De modo que si, como apunta Marx, en la base de la contradicción entre capital-trabajo se halla aquella otra que le da sustento, es decir, la oposición entre valor de uso y valor —que cobra cuerpo en la historia y las geografías siempre de forma procesual—, entonces, la racionalidad moderna, como su expresión, no es el dictado de un proyecto libre de esas mismas tensiones. La razón moderna debe ser criticada desde su negatividad. Debe ser abordada y decodificada para señalar los nodos en los que se convierte en un instrumento al servicio de lo existente, en tanto se vislumbra también su potencial emancipador.

Ésta es la marca distintiva de la teoría crítica que, a diferencia de ciertas expresiones del posestructuralismo o de algunas variantes de la crítica decolonial, sostiene una abierta crítica a la razón dominante, pero sólo porque se erige en nombre de la razón. Lo que contrae una serie de problemáticas muy importantes que apuntan al debate sobre la especificidad epistemológica del marxismo, que Horkheimer expuso en uno de sus más importantes ensayos, Teoría tradicional y teoría crítica (1937), de enorme actualidad para el presente. Ahí la discusión relevante estaba dirigida al neopositivismo, el liberalismo y la sociología interpretativa, abrevando de la crítica lukacsiana a la moderna pretensión de unificación de la totalidad de los fenómenos bajo el principio de una conexión inmanente a ellos, propia de la filosofía y la ciencia moderna.

Lo relevante es que, a pesar de esta perspectiva de unidad, la ciencia moderna ha conducido a la parcelación del conocimiento, y, en consecuencia, a la segmentación de la realidad, hasta el punto de presentarla a través de procesos parciales. Lo que además produce un efecto ideológico que presenta los resultados de la ciencia como producto exclusivo del ingenio y la laboriosidad de la o el científico. Un ejemplo sencillo de ello sería el reconocimiento social del Premio Nobel, que visibiliza los logros de un campo específico del conocimiento como resultado exclusivo del trabajo de un científico o un grupo de ellos, pero omite que la construcción del conocimiento, si bien puede ser el resultado de la síntesis genial de una mente, no tendría lugar sin un contexto tanto epistémico como material. Ese marco es tan relevante como el nuevo conocimiento a la hora de evaluar que lo real no es la simple suma de facticidades, sino un entramado intercomunicado y plurideterminado. 

Es por esto que la ciencia moderna es profundamente tradicional, piensa Horkheimer, porque tiende a presentarnos la realidad como segmentada. El límite no tiene que ver con la evidente necesidad de que el conocimiento, para profundizar sus saberes y producir metodologías, deba separar, abstraer e incluso segmentar en campos su aproximación a lo real, sino con la conciencia de los límites de ese quehacer en el conjunto de la praxis social. Se podría decir, por su puesto, que a principios del siglo XXI insistir en la falibilidad de las pretensiones totalizantes de la ciencia moderna parece una vuelta de tuerca más a un asunto casi trillado; pero, en el momento en que Horkheimer escribía el ensayo referido, la filosofía había sido condenada a limitarse al análisis de los enunciados de la ciencia empírica o al de las relaciones lógicas de las proposiciones analíticas de la matemática, en tanto que la ciencias sociales se debatían en torno a la necesidad de elucidar metodologías que garantizaran su entrada y permanencia al Olimpo de la ciencia plenamente consolidada o pura.

Por supuesto que desde entonces la crítica al estrechamiento de la razón, al entendimiento, ha producido múltiples derivas que han tenido en el centro de atención las pretensiones racionalistas de la modernidad, hasta el punto de tildarlas de ser meros artificios que desde el plano del discurso revelan sus inclinaciones, sesgos, limitaciones y contradicciones. En torno a ello, el aspecto diferencial de la empresa que se autoimpusieron los fundadores de la teoría crítica y, particularmente, Horkheimer —en el periodo que va de los años que preceden a la Segunda Guerra Mundial a los primeros del exilio en los Estados Unidos— fue formular un tipo de discurso que profundizara la tarea que la modernidad puso en el horizonte histórico, pero que nunca se ha concretado en plenitud, y en cuyo centro está la figura del sujeto autárquico. 

En este sentido es que podría decirse que en las pretensiones de la teoría crítica se expresa una crítica a la modernidad —capitalista en tanto que se asume de forma radical el propio proyecto de la modernidad—.

Por ello, a contraflujo del espíritu cientificista de la época, Horkheimer concibe el quehacer de la teoría en el complejo entramado de una determinada praxis social. No sólo porque el científico y su actividad estén delimitados por un tiempo y un espacio social específicos, sino porque desde una perspectiva de totalidad se reconoce que, en esta época, el tratamiento que se da a la naturaleza por la física, la química o la biología, tanto como el que se da a la reproducción material o a los comportamientos sociales desde la economía, la sociología, etc., son formas de la producción del conocimiento que están conectadas a la utilidad de esos saberes para los fines de la reproducción material. Es decir, para los objetivos generales que les plantea la producción de un modo de la vida social, no desde una exterioridad autoritaria, sino como el decurso natural de la relación básica que establecen con la realidad a través de sus intervenciones en ella y de los efectos previstos por las mismas. Se trata de un vaivén o una mutua determinación que no es azarosa ni casual porque, desde el análisis de Horkheimer, en sentido estricto, ella pende de la manera en la que concreta lo que Marx llamó el modo de reproducción social, que supone una forma histórica del metabolismo entre el ser humano y la naturaleza; por lo que tampoco es una condición de la que el ejercicio de la ciencia moderna se pueda desembarazar por una disposición meramente metodológica.

Es este interés por instaurar un estado de cosas verdaderamente racional, y no sólo la formalidad racional del sistema de la ciencia, lo que distingue a la teoría crítica en el pensamiento del siglo XX. Hay en esta empresa una fuerte convicción de que no puede haber una producción teórica o conceptual acorde a la idea de una racionalidad autárquica sin que ella acontezca en un orden social en el que también impere esa racionalidad. La razón no puede hacerse comprensible a sí misma mientras los sujetos actúen como miembros de un organismo irracional. Es por esto que la teoría crítica, tal como la concibió en aquellos emblemáticos textos, relativiza, es decir, contextualiza en el devenir histórico el quehacer teórico y asume que la crítica a las categorías dominantes contrae una condena de esas mismas categorías. Hay una crítica inmanente a la exposición de su historicidad.

De modo que la teoría crítica revela la irracionalidad del sistema no por azar ni por un proceder arbitrario, sino dada su perspectiva de un ordenamiento verdaderamente racional y justo.