El feminismo está viviendo un año histórico en México. Aunque los intentos de la destartalada oposición al gobierno de apropiarse de las movilizaciones sean parte de la explicación de su gran difusión, la falta de comprensión de la profundidad de sus reivindicaciones es muy probable que termine por sumergirles a ellos también. Lo que quiero tratar en este artículo es más bien la incomprensión que siento que existe en el otro lado: la de los hombres de izquierdas sensibles a la injusticia social que de forma no oportunista quieren realmente apoyar esta lucha. Debemos tener un largo debate entre nosotros, vamos muchas décadas tarde con respecto a nuestras compañeras y activistas disidentes sexuales, por tanto nunca es mal momento para empezar a darle forma. Las discusiones de estas últimas semanas en torno a la pertinencia o no de que los hombres —cis y hetero— nos digamos feministas creo que son síntoma de esta necesidad que es bueno aprovechar. En la historia de los debates políticos de estos hombres de izquierda, especialmente socialista y marxista, la diferencia entre los conceptos de “táctica” y “estrategia” ha ayudado muchas veces a ordenar las discusiones sobre el “qué hacer” político y aquí pretendo retomarla. En el lenguaje militar la distinción entre estos dos conceptos sería el de la diferencia del “todo/estrategia” y la “parte/táctica”, en el lenguaje político nos referimos más bien a la diferencia entre el objetivo final y los medios y prácticas concretas que podemos utilizar para llegar a este objetivo.

Estos hombres sensibles a la injusticia, las mujeres feministas y las disidencias sexuales podemos compartir sin ninguna duda un mismo objetivo estratégico: acabar o al menos modificar de manera radical el sistema de dominación que hemos llamado patriarcado o hetero-patriarcado. Pero aquí quiero plantear que tácticamente debamos partir de la posición que tiene cada uno en el sistema social para pensar las acciones que deberíamos llevar a cabo cada cual. Todos podemos estar en contra del patriarcado, razón por la que muchos de estos hombres quieren mantener su etiqueta de “feministas”, pero es indudable que, si reconocemos su existencia como sistema social, éste nos ubica a cada uno en posiciones distintas respecto a la realidad, cosa que no podemos obviar independiente de cómo nos “digamos”. En un sistema patriarcal, ser hombre, heterosexual y con una identidad de género que coincide con nuestro fenotipo sexual, implica una subjetividad y una sensibilidad particular sobre el mundo. Estos movimientos precisamente nos han ayudado a desvelar que lo que creíamos que era una visión universal no es otra cosa que otra visión parcial. Creo que es así, por ejemplo, como tendríamos que entender el principio materialista que podría guiar nuestra acción política. Decir y utilizar la palabra feminista para definirnos, en ningún caso cambia la posición social en la que nos encontramos si no trabajamos específicamente sobre ella en todas sus dimensiones. Es probablemente a esto a lo que se refería Marx en alguna de sus tesis sobre Feuerbach al decir que: “Es en la práctica donde el hombre tiene que demostrar la verdad, es decir, la realidad y el poderío, la terrenalidad de su pensamiento”. Sin incluir la subjetividad y la sensibilidad desde la que hablamos y estamos en el mundo, una postura política queda reducida a mera escolástica. Podemos aludir con palabras a “lo material” pero si no nos ubicarnos ahí desde nuestra sensibilidad particular a lo hora de pensar nuestra acción sobre el mundo, es imposible que estemos haciendo una política capaz de cambiar las relaciones de poder existentes. Si compartimos el objetivo estratégico, tácticamente es fundamental utilizar los medios a nuestra disposición para hacerlo, y un principio materialista debería ser hacerlo desde nuestra “realidad efectiva”. Las ideas son fundamentales para cambiar los modos de vivir ya que son parte sustancial de la estructura social, pero estas están situadas materialmente en su contexto social.

El género es una construcción social, y eso quiere decir que depende de nosotros como personas construir relaciones de género más igualitarias, pero es una ilusión idealista pensar que nuestro cuerpo no reproduce el sistema social solo por posicionarnos en contra de la injusticia de forma teórica y poder hablar desde un punto de vista “universal”. Salir de esta ilusión, que además es especialmente propia de la posición intelectual que necesita borrar siempre sus huellas para poder aparecer así como una voz de la “moral pública”, es sin duda un trabajo que de partida podemos realizar como hombres cis y hetero de izquierdas. Para ello, por ejemplo, es mucho más efectivo pensar intervenciones en nuestro entorno cercano que seguir ocupando el espacio público de debate político sobre el feminismo, como lo hemos ocupado hasta ahora, reproduciendo alguno de los rasgos fundamentales de esa masculinidad dominante.

Una tarea táctica de los hombres desde este punto de vista debería ser la de intervenir y detectar el acoso y la violencia en nuestro entorno. Romper con la dicotomía del “machista” como el “otro” al que hay que repudiar porque no tiene nada ver con nosotros, y empezar a asumir que la divergencia entre el hecho de que la mayoría de mujeres han sido víctimas pero la mayoría de hombres somos inocentes es fundamentalmente inconsistente. El machismo no solo se reproduce en nosotros, sino que todos somos conscientes de tener en nuestro entorno cercano “acusados” de diferente grado.  Tanto si somos profesores como si somos alumnos, trabajadores, jefes, amigos, padres o hermanos tenemos que asumir la responsabilidad de generar procesos con nuestra gente cercana que permitan metabolizar la violencia con la que convivimos y tratar de revertirla. Antes que decidir si ir a una manifestación, escribir un artículo o un post de Facebook es mucho más productivo políticamente que intentemos detectar entre nuestras personas queridas situaciones de violencia. Sabemos que, dentro de las acusaciones que llevan ya años en el centro de la esfera pública, hay una gama muy amplia de acciones y niveles de gravedad. Parte de lo que nos ha señalado el #MeToo es la dificultad para nombrar un conjunto de acciones de violencia social que era invisibilizada y que normalizábamos en nuestra cotidianeidad. Si queremos alternativas al punitivismo es necesario que empecemos a ser nosotros los que nos responsabilicemos socialmente de hablar, nombrar, reparar y generar procesos que permitan la reinserción social de los hombres que se encuentran dentro de esta gran gama de acusaciones. Por ellos y porque hay que asumir de forma radical que la profundidad del patriarcado implica que podríamos ser nosotros los acusados en cualquier momento y que por lo tanto necesitamos esos espacios de gestión política. La vía judicial y penal debe de existir para los casos más graves y es tarea del movimiento feminista trabajar en todos los cambios legales y sobre la cultura patriarcal institucional para que esta sea una vía segura y justa. Pero el #MeToo ha destapado miles de otros casos que no necesariamente deben de tener una salida judicial, pero que sí deben de ser tratados. En vez de quedarnos en denunciar la falta de garantías de algunas de estas acusaciones apelando a los principios universales de la ilustración, deberíamos entender las razones por las que estas están saliendo en forma de explosión continuada. Responsabilizarnos entonces de darles un sentido colectivo que permita tanto el reconocimiento del dolor y el daño hecho, como un proceso de acompañamiento y reinserción que posibilite poco a poco ir cambiando nuestras formas de relacionarnos con nuestro entorno.

Llevamos décadas añorando movimientos políticos con capacidad de transformación radical de las relaciones sociales en las que vivimos, y cuando lo tenemos delante, somos incapaces de aplicar los criterios políticos razonables, sobre los que tanto hemos leído y discutido, para impulsar estos cambios y apoyar a estos movimientos. La razón es bastante sencilla, el patriarcado tiene efectos devastadores sobre el conjunto de la sociedad pero la acción social de la opresión está encarnada en nuestra subjetividad como hombres y esto resulta de una incomodidad a veces difícil de asumir. Hablar sobre el proletariado, los campesinos, los mineros o los jóvenes puede hacerse muchas veces sin mirar cómo nos sentimos y de qué manera encarnamos los sistemas sociales. Esto con el feminismo ya no es posible, y es precisamente ahí donde reside toda su radicalidad.