Una creencia profundamente arraigada en el sentido común de nuestra conciencia política es la que establece una equivalencia definitiva entre democracia y elección de cargos públicos. El vínculo es lo suficientemente sólido como para que, en ausencia de elecciones reales, tachemos al régimen en cuestión de “autoritario” o “no democrático”. La calidad de una democracia está íntimamente relacionada con la posibilidad de elegir y ser elegido como representante para los diferentes puestos de responsabilidad colectiva, algo que hacemos extensible a cualquier tipo de institución u organización.

Pero esto no siempre fue así, o al menos no de la forma en la que lo entendemos hoy día. Es más: la asociación entre elección de cargos públicos y democracia es algo bastante reciente. Se trata en realidad del resultado de un proceso que comienza con el ciclo de las revoluciones atlánticas, continúa con la consolidación de los sistemas representativos y culmina con la apertura de estos sistemas, en origen censitarios, a una participación política formalmente universal, gracias a los movimientos democráticos de los siglos XIX y XX. En otras palabras, desde la invención de la democracia en la Grecia antigua hasta el siglo XVIII, la idea de democracia no estuvo vinculada, al menos no exclusivamente, a las de elección y representación política.

            El sorteo como herramienta de selección de cargos públicos es un asunto que actualmente ha vuelto a ser objeto de discusión como una forma de reforzar la dimensión participativa en los procesos de tomas de decisiones e insuflar mayor grado de legitimidad y eficacia a las actuales democracias. La producción bibliográfica es notable. Pero no se trata sólo de un asunto académico. Quizás lo más interesante del fenómeno apunta hacia un conjunto de experiencias que transitan, desde unas con mayor grado de oficialidad (la Convención Ciudadana por el Clima en Francia o en el Reino Unido, la propuesta de Emmanuel Macron sobre la constitución de un organismo sorteado que supervisase al presidente de la República, el grupo de trabajo “El futuro de las instituciones” creado y dirigido en 2015 por el presidente de la Asamblea Nacional Francesa, el sorteo de candidatos al Legislativo por parte de Morena en México), a las más informales (su uso en las movilizaciones de la plaza Syntagma en Grecia y durante el 15-M en España). Más allá de sus logros concretos, las discusiones académicas y las experiencias prácticas han puesto sobre la mesa una cuestión fundamental: que existe una pluralidad de formas de selección de cargos públicos y que, lejos de lo que pensábamos, cada una de ellas conlleva una serie de ventajas e inconvenientes cuando las pensamos en relación con la idea de democracia.

            Estas discusiones sobre el sorteo como mecanismo de selección de cargos y responsabilidades políticas han venido de la mano de una recuperación del mundo clásico y renacentista, especialmente del modelo ateniense, en el que los métodos aleatorios constituían un elemento esencial del funcionamiento del sistema político. Este modelo sirvió de arquetipo de democracia a la antigüedad clásica, fue legado al medievo y heredado por las repúblicas italianas. En el imaginario político de los revolucionarios de los siglos XVIII y XIX, el uso del sorteo era consustancial a la idea de democracia. Los sistemas representativos que idearon estaban pensados, en gran medida, como una forma de evitar lo que entendían que eran los principales vicios del modelo democrático fundado por los griegos. Y esto suponía un cuestionamiento de la idea de sorteo. Si queremos entender esta mutación, si queremos explorar las actuales potencialidades del uso del sorteo y, en consecuencia, los límites de nuestros sistemas representativos, puede ser útil comenzar presentando algunos rasgos de la democracia griega y el papel que en ella desempeñaban la selección de cargos públicos por métodos aleatorios.

Aunque progresivamente se va sabiendo más sobre cómo funcionaban otras polis, el caso mejor conocido es el de Atenas. Me centraré en el modelo ateniense y no diferenciaré entre la democracia del siglo V a.C y la del IV a.C. Antes que la precisión historiográfica, me interesa mostrar algunos rasgos generales que permitan discutir el presente. En este sentido, lo primero que llama la atención es que, frente a nuestros sistemas políticos actuales, la democracia ateniense se presenta como una democracia directa y no representativa. En primer lugar, porque la democracia ateniense era una democracia asamblearia. La Ekklesía (asamblea) era el conjunto de ciudadanos —hombres libres, mayores de edad, hijos de atenienses—, que eran convocados al menos una vez al mes (de los 10 meses del calendario anual ateniense) para discutir y tomar decisiones políticas mediante voto a mano alzada. La diferencia con los sistemas representativos, como señalaba ya James Madison, radica en que estos últimos se caracterizan por “la absoluta exclusión del pueblo en su calidad de colectivo de cualquier participación en el gobierno”. Nosotros no decidimos, cabe concluir, sino que elegimos a quiénes deciden en calidad de representantes del pueblo. Los atenienses, en cambio, no conocían la idea de representación. Cuando ellos seleccionaban a ciudadanos para desempeñar un cargo no elegían a un representante, sino a un magistrado (archai), que es algo muy distinto. A diferencia de un representante público, el magistrado ateniense era un delegado elegido para desempeñar una función determinada. La toma de decisiones políticas la conservaba la Asamblea ciudadana.

El kleroterion se usaba en Atenas para la elección del Areópago. Museo del Ágora Antigua en Atenas. Fotografía por Sharon Mollerus en Wikimedia Commons.

            Efectivamente, los atenienses no ignoraban la división del trabajo político; o lo que es lo mismo: la imposibilidad de que todos realicen todas las tareas al mismo tiempo. En otras palabras, Atenas no era sólo una democracia directa en el sentido asambleario del término, sino que también lo era en el sentido de cómo seleccionaba a sus ciudadanos para desempeñar determinadas funciones públicas. Lo que, en este sentido, diferenciaba a la democracia directa ateniense de nuestras actuales democracias representativas es que esos magistrados se seleccionaban, en su mayor parte, a través de un mecanismo aleatorio. Se calcula que de los 700 magistrados necesarios para el funcionamiento cotidiano de la polis, unos 600 se seleccionaban por sorteo. Dos de las instituciones más relevantes del sistema político ateniense elegían a sus miembros por sorteo: la Boulé y la Heliea.

La Boulé, que puede considerarse como una especie de consejo que dirigía el gobierno diario de la ciudad, presentaba a la Asamblea los puntos del orden del día que debían ser discutidos y votados. Aunque se trataba de un órgano fundamentalmente ejecutivo, hoy día los especialistas tienden a considerarse a la Boulé como el corazón del sistema político ateniense, algo que sugiere el propio Aristóteles cuando señalaba que se trataba de la magistratura más importante. Según parece, la mitad de los decretos aprobados por la Asamblea eran ratificaciones de propuestas realizadas por la Boulé (la otra mitad eran propuestas de ciudadanos que tomaban la palabra en la Asamblea en relación con algún punto del orden del día). La Boulé también desempeñaba funciones esenciales relacionadas con la política exterior y con la administración militar y civil de la polis. Los 500 ciudadanos que la conformaban eran seleccionados por un año a través de un sistema de sorteo entre las 10 tribus (50 por cada tribu) en las que se organizaba la población del Ática. Los 50 seleccionados de cada tribu formaban una pritanía, que llevaba los asuntos de la polis durante un mes. Al acabar el mes, la dirección de la Boulé pasaba a la siguiente pritanía. De los 50 que formaban la pritanía de turno, uno era elegido por sorteo para desempeñar el cargo de epístates —presidente de la Boulé, de la Ekklesía y de la polis ante los delegados extranjeros— durante un día completo. Se ha calculado que aproximadamente un 25% de los ciudadanos ateniense desempeñó alguna vez en su vida esta suerte de presidencia de la república, mientras que la mitad formó parte alguna vez en su vida de la Boulé.

            La Heliea constituía otra pieza fundamental del sistema. Se trataba de una suerte de tribunal popular encargado de dirimir pleitos de diferente materia e importancia. Uno de los más relevantes sin duda eran los juicios políticos, función que el partido demócrata logró sustraer al Areópago, una cámara senatorial en la que residía el poder aristocrático. Los juicios políticos podían ser contra un ciudadano (como fue el caso de Sócrates) o contra algún decreto o ley aprobada por la Asamblea que se consideraba inconstitucional. Ambos procedimientos podían ser iniciados por ciudadanos particulares. El procedimiento continuaba con la defensa pública del acusado o de quien defendía el decreto o la ley en cuestión, y se resolvía mediante el voto del jurado que, en este caso y a diferencia de lo que ocurría en la Asamblea, era secreto, con el fin de evitar la corrupción del proceso. Tanto las acusaciones contra ciudadanos particulares como los recursos de inconstitucionalidad eran bastante frecuentes. En definitiva, la Heliea desempeñaba un control decisivo sobre el proceso político de la polis. Lo importante es que la Heliea estaba conformada por 6 mil ciudadanos que eran seleccionados por sorteo y rotaba permanentemente, dando entrada a nuevos contingentes de ciudadanos. De este cuerpo, se seleccionaban también de forma aleatoria a los jurados, con un número variable en función de la gravedad de los casos.

            Además de estos dos órganos fundamentales, otras magistraturas menores también se seleccionaban por sorteo. Ahora bien, existían magistraturas que continuaban siendo electivas. Estas tenían que ver fundamentalmente con la gestión del tesoro, la dirección de la guerra o las embajadas internacionales. Normalmente, estos magistrados eran elegidos entre miembros de la élite ateniense y sin duda se trataba de magistraturas que resultaban de vital importancia.

            En definitiva, como señala Bernard Main en Los principios del gobierno representativo, el sistema ateniense no era una democracia directa en el sentido de que todos los poderes eran ejercidos de forma asamblearia. Si bien la Ekklesía constituía el principal agente de decisión política y se identificaba en sus declaraciones oficiales con el demos, existían otras funciones vitales que eran desempeñadas por instituciones que los atenienses distinguían claramente del demos, como eran la Boulé y la Heliea. En ambos casos, al ser sus miembros seleccionados por sorteo, se introducía un elemento democrático que contrarrestaba el papel político de la aristocracia ateniense en la alta magistratura y en el Senado (Areópago).

           De esta breve exposición se sigue un conjunto de preguntas: ¿qué beneficios apreciaron los griegos en el uso del sorteo como para parecerles una solución políticamente viable?, ¿sobre qué ideas y principios se sostenía este mecanismo?, ¿cómo se regulaba?, ¿contra qué peligros se movilizaba y en el marco de qué cultura política? Intentaré responder a estas preguntas en la próxima entrega. Mi intención es realizar una tercera sobre cómo y por qué se descartó, durante las revoluciones atlánticas, el uso del sorteo para la selección de cargos públicos, derivando en el olvido de su vínculo histórico con la democracia, escenario en el que hoy día estamos instalados. A esta tercera entrega me gustaría añadir otras dos: una sobre la deriva oligárquica de los actuales sistemas representativos, y otra sobre la forma en la que los principios del sorteo pueden contribuir a combatir esta tendencia y, en consecuencia, a promover una profundización democrática de nuestras organizaciones y constituciones políticas.