
Crónica
Samia Badillo y Lizeth Mora
Somos del 85. Mi madre cuenta que la bebé que había nacido cinco meses atrás dormía plácidamente en su cuna, hasta el ajetreo primero: hasta el jalón de la tierra y el de sus manos apretando la pequeña vida en ciernes. Un llanto, un quejido de la bebé, y la carne tensa, de la madre y de la hija. El cuerpo lo sabía, aunque yo, hoy, no recuerdo nada.
Desde entonces nuestros cuerpos han aprendido, tal vez incluso sin nuestro consentimiento, a interpretar las vibraciones de la tierra, y también a llorarlas. Crecimos con la emocionalidad de las historias, antes de saber siquiera qué significaban las palabras.
Sonó la alarma el 7 de septiembre de 2021. Estaba en casa ajena, pero en el hogar de siempre: mi cuerpo. Y sí, aunque no sabía el protocolo propio de ese lugar, el hábito se activó al instante: el escalofrío, las piernas temblorosas pero firmes, para salir casi corriendo. Ahora me pregunto, ¿cómo se fijó en nuestros huesos el decibel exacto de la alarma sísmica para hacernos temblar? Algunos dirán que se confirma la teoría pavloviana, pero yo creo que se trata más de una memoria colectiva hecha carne.
19 de septiembre de 2017. Jardines del Pedregal/Ajusco. Recuerdo que estaba mandando un correo electrónico en la sala de maestros. ¿Por qué, de todas las cosas, recuerdo eso? No sé. Supongo que en los momentos de crisis las impresiones de los actos cotidianos se vuelven pequeñas cicatrices. Yo estaba mandando un correo electrónico y de pronto se empezó a mover todo y salimos hacia el patio y sonó la alerta sísmica.
De todas las aulas salían las alumnas, apresuradas. La profesora de física se desmayó. En el simulacro de ese mismo día, la vimos atemorizada. En el temblor del 85, ella quedó atrapada en un edificio en el centro. La sacaron con perros rescatistas. El edificio colapsó; ella pasó mucho tiempo encerrada y no sabía que sobreviviría. Varias alumnas, al verla, lloraron; yo les repetía, como en un mantra: “Todo va a estar bien. Todo va a estar bien”. Nos abrazamos. Vi el techo del edificio de dos pisos; caía polvo de un costado, mientras se tambaleaba como si no fuera de concreto. Cuando el movimiento paró, una alumna me tocó el brazo y me dijo: “Sam, si aquí se sintió fuerte, no quiero saber cómo está la ciudad”. Sentí la dureza de mis hombros. Mi respiración agitada. En ese momento las historias que había escuchado desde que vine a vivir a esta ciudad, hace 18 años, se habían encarnado. Esto podía ser una tragedia.
Como sabemos, el decibel adecuado en esa ocasión no llegó. De repente, mi colega editor me miró fijamente a los ojos para decirme lo obvio, seguido de los tropezones de nuestros pies tambaleantes hacia la zona “segura” de aquel tercer piso de un edificio en la Picacho Ajusco. No podíamos bajar. Lámparas tiritando, archiveros cerrados con llave se abrían como aviones de papel. Algunos nos abrazábamos hechos bolita, otros en el ensimismamiento de las lágrimas y los rezos, algunas piernas bajaron en automático por las escaleras prohibidas, según el protocolo sísmico. Yo miraba por los largos ventanales en espera de que los edificios de enfrente colapsaran en cualquier momento… o el nuestro. “Si aquí se siente así, el centro de la ciudad ha de estar desmoronándose”, recuerdo haber pensado una y otra vez mientras sentíamos polvito de concreto caer del techo y escuchábamos algunos vidrios crujir.
Pasada la sacudida primera, evacuaron el edificio (hay palabras que hacen vibrar en automático al cuerpo, ésta es una de ellas para mí). La muchedumbre desconcertada estaba en el jardín. Segundos antes de que colapsara el sistema de telefonía en toda la ciudad llegó un mensaje de un amigo que entonces vivía en Francia: “¿Estás bien? Los videos que pasan en las noticias aquí se ven terribles”. Por lo visto allá sabían más que acá. Acá, la ciudad estaba hecha escombros, tráfico e incomunicación; también hecha lágrimas y angustia. El silencio del no saber sobre los más cercanos contrastaba con el estruendo de los edificios colapsados en los videos que comenzaron a circular entre los compañeros del trabajo. Horas después nos dejaron salir, para entonces la ciudad era imposible de transitar… por el tráfico sí, pero también por el desconcierto y la pesadez.
El autobús que logré tomar después de salir de la escuela se quedó varado en Periférico. El conductor prendió la radio y allí comenzaron a hablar sobre el Colegio Rebsamen y sobre la caída de los puentes del Tec. Varios pasajeros nos miramos. Me di cuenta de que no íbamos a salir de allí. Al menos no pronto. Le pedí al conductor que me abriera la puerta, que me dejara bajar. Los demás pasajeros me vieron con extrañeza. El conductor también. Pero me abrió. Bajé en el cruce de Periférico e Insurgentes. Estaba dispuesta a caminar hasta Copilco. Vi a mucha gente varada, esperando camiones o taxis. No había. O iban llenísimos.
De pronto, pasó un taxi con una joven que ocupaba el asiento de adelante. Gritó: “¿A alguien le queda ir hasta Eje 10? ¡Súbanse!” no lo pensé: subí primero. Después, otros tres chicos, estudiantes. Todos estábamos aturdidos, y en el camino algo nos dijo el taxista sobre lo que pasó en el 85 y lo que estaba pasando en ese momento. Me sentí en una película. Me dejaron en Eje 10. Cuando le pregunté al conductor cuánto era, respondió: “No es nada”. ¿Cómo cree?, repliqué. “No es nada”, me repitió. “No, sí es. Es su trabajo”, afirmé. No quiso aceptar el dinero, porque, me dijo, eran momentos de ayudar. Yo le dejé el pago en el tablero. “Sí, pero es su trabajo. Si fuera estudiante, se lo agradecería mucho. Pero ya tengo posibilidad de pagar. De verdad, también con esto ayudo”. Al final, aceptó. Me dio las gracias. Nos despedimos. Yo me quedé sorprendida. Esta es la solidaridad chilanga de la que hablaban las historias.
Entré a casa, sin fijarme siquiera de los estragos: quería saber si Iris, Tosti y él estaban bien. Había una nota que decía que estarían en Coyoacán. Seguía sin haber luz ni teléfono. Estuve caminando hasta que Tosti ladró a lo lejos. Quiero creer que me olió a la distancia. Y nos encontramos. Iris estaba sentada en una banca leyendo de unas copias, preocupada porque no había terminado el texto para el seminario del siguiente día; ya era tarde y la luz natural se apagaba de a poco. Yo le dije que no habría día siguiente, pero ella no me creyó, seguía leyendo. No había visto las noticias, ni había sentido la furia de la tierra en un piso alto de un edificio. Regresamos a casa, los vecinos seguían afuera, sacaron los sillones, pusieron música fuerte, liberaron el desasosiego e incertidumbre entre pláticas y chela. La algo típica actitud mexicana de sobrellevar la tragedia festivamente. Quisimos imitar esa actitud. Una cena improvisada con cebada y frituras. Por primera vez ellos vieron la realidad, en videos, de lo que había pasado en la ciudad. Los cuerpos tensos. Iris saltó en llanto, así de repente.“Sentí como si volviera a temblar”, dijo. Temblamos todos juntos, la abrazamos, nos abrazamos.
El primer día estuvimos todo el día y toda la noche. Llegamos al Centro de Acopio de la Iglesia de la Natividad, y de ahí no nos movimos. Recibimos, limpiamos y clasificamos medicina. Recuerdo mucho cómo llegó un operador de maquinaria (estábamos a un costado de un edificio que se había caído) y nos contó de los momentos para mover escombro. Nos dijo que tenían que asegurarse de que no hubiera nadie, porque si empezaban con la maquinaria y había alguien dentro, podían matarlo al remover los muros. Habían esperado mucho tiempo y los primeros trabajos los habían hecho voluntarios a mano. Y ellos empezaron ya tarde. Como a las nueve de la noche. Recuerdo cómo nos contaba todas estas cosas. Y cuando por fin le dijimos que en qué podíamos ayudarlo, sólo pidió un Gatorade y un paracetamol. Sólo nos pidió eso.
Al otro día fuimos temprano al multifamiliar de Tlalpan. Hormigas humanas pasaban botes de escombros de mano en mano, a lo largo de una fila de brazos cansados y rostros esperanzados; entre ellos recuerdo una muñequita desecha (el estómago se me revolvió de sólo pensar en una ternura interrumpida). En los edificios, las losas de varios pisos estaban empalmadas unas con otras, como capas de pastel que se escurren y se difuminan entre sí; un refri abierto de par en par en lo que fue un segundo piso, una cama sin hacer, una sillón a punto de caer: la intimidad expuesta y una cotidianeidad que ya no pudo ser.
Pasamos la noche en el multifamiliar entre frío, cansancio, gritos y silencios, rodeados de solidaridad. Aprendí nuevo vocabulario, sobre todo de herramientas y de carpintería. Mi labor era simple: ordenar el material de construcción que llegaba, y dárselos a los que sabían apuntalar. También aprendí el lenguaje de señas, gestos que nos convocan en cualquier geografía: un puño cerrado levantado en alto para que todos guardáramos silencio, porque una vida podría estar latiendo debajo del concreto.

Y se hicieron las redes. Recuerdo un tuit que decía algo como: “Tachan a la generación millennial de apática, pero es la generación que se está organizando por las redes para salir a la calle” y sí. Empezamos a hacer hashtags, y comunicar cuáles eran los albergues, los centros de acopio y qué faltaba en qué lugar. Para dar agilidad y corroborar que la información que compartíamos era confiable y útil, surgieron iniciativas como #Verificado19S.
Recuerdo a una mujer que viajaba en bici. Quizá aún la tengo en tuíter. ¿Mariana? Iba y venía trayendo medicina de los albergues. Buscaba hashtags en esa red social, localizaba qué necesidad había, y trasladaba el medicamento. Los ciclistas se la rifaron cabrón. Ellos eran la vía más rápida de traslado, porque las grandes avenidas estaban colapsadas por el escombro. Admiré mucho ese trabajo. Todavía queda en tuíter una de las cuentas que usaron: Acopio en Bici
También recuerdo a un señor que vino del albergue Benito Juárez. Era alrededor de la una de la mañana. Nos dio la lista de medicina que solicitaron en ese lugar. Cuando la estábamos surtiendo, leyó las últimas líneas contrariado: ¿Tiene material de amputación? Yo respiré profundo y dije: no.
Un amigo de mi hermano, que por ese entonces vivía en la ciudad, se organizó con algunos de sus compañeros para llevar camionetas de víveres en la zona de Jojutla. Le dijimos que estábamos en este centro de acopio, y fue a cargarlos allí. Todo se tejía bajo la palabra y la confianza. La confianza de quien dirigía el centro de acopio para con nosotras; la confianza en nuestro amigo; la confianza de él en sus compañeros. En una ciudad como la de México, en la que lo primero que te dicen al llegar como ‘provinciana’ es “desconfía, te van a querer chamaquear», tener confianza es una faena. Pero en esos momentos críticos no teníamos opción: confiar era la vía, si es que queríamos movernos y mover cosas.
Después, llegó el ejército. Eran en su mayoría soldados muy jóvenes, que estaban también asustados y que, más que tener iniciativa u organizar, servían a órdenes de otras personas. Nos presentaron a dos. Uno de ellos, mucho más joven que yo, me hizo recordar a alumnos o a ex compañeros de la preparatoria, cuando teníamos esa edad. Les explicamos nuestro sistema y ellos desorientados, sólo se limitaban a cargar. Tuve empatía por la vulnerabilidad que sentían. Porque esa vulnerabilidad la sentíamos todas y todos. Y un uniforme militar no la puede desaparecer, aún con años de pedagogías severas.
Una de esas tardes vimos una fuga de agua que salía a borbotones del pavimento. Llamamos para reportarla, y cuando llegaron los técnicos y los vimos, les dijimos en automático: ¿ya comieron? Ellos se vieron extrañados, y dijeron. “Ya”. Nosotras estábamos sensibilizadas, porque, nos dimos cuenta, toda la colonia estaba así. “¿Ya comieron? ¿Les falta algo? ¿Necesitan algo?” Luego, nos quedamos extrañadas también. Claro que no estamos acostumbradas a tener esos gestos con extraños en el día a día aquí. Por eso se les hizo raro y a nosotras, después de decirlo, también. Mon exclamó: ¿Por qué no lo hacemos en lo cotidiano? Y yo otra vez pensé en el miedo al otro. “Te van a querer chamaquear”.
*
Nos resulta muy interesante ver el latir fuerte de solidaridad en esta ciudad que son muchas ciudades. Y seguramente, en cada fragmento de ella existe, con cada persona que se conoce una a la otra, sin que nos demos cuenta de esa fraternidad. Al fin y al cabo, ver un puño levantado en alto en silencio pone chinita la piel y despierta la memoria de más de un mexicano. De esa colectividad que tiembla, hablamos, y de esa carne que intuye y sabe, aún sin decir palabra. Eso nos hace pensar que quizá no es que los otros no nos importen; quizá sólo tenemos miedo.