La noción de meritocracia, como principio moral, intenta resolver uno de los problemas fundamentales al que se enfrentan las sociedades contemporáneas. En éstas, conviven el anhelo de un orden de igualdad social junto con el respeto a un orden de libertad. Nuestras sociedades pretenden ser no sólo eficientes, sino además igualitarias. La meritocracia sería así una especie de perfecta síntesis de contrarios, capaz de unir ambos ideales.
Se parte de la idea originaria que asume que el reparto de posiciones sociales debe ser desigual. Éste es el tributo que han de pagar nuestras sociedades en aras de una mayor eficacia organizativa. Una sociedad debe establecer incentivos dispares para que las personas realicen correctamente su trabajo, si no es así, las organizaciones no funcionarían correctamente.[1] Ahora bien, dada esta diferenciación estructural, ¿cuáles son los requisitos para acceder a aquellas posiciones sociales que reciben mejores recompensas tanto en términos económicos como simbólicos? Un juicio de lo más sensato es considerar que aquéllos que tienen más talento ocupen las posiciones sociales más deseadas socialmente. No en vano los más talentosos pueden incluso ayudar a los más desfavorecidos en la administración del buen gobierno.
¿Cómo se puede, entonces, computar el talento de los individuos? La ideología meritocrática es clara a este respecto: el talento es fruto de la capacidad y de la voluntad o, si se quiere en un lenguaje más prosaico, es el resultado de la inteligencia y el esfuerzo (Young, 1958; Saunders, 1995). A mayor inteligencia y mayor esfuerzo desplegado, uno debe merecerse una mejor recompensa social. A esta altura, el ejemplo mil veces manifestado es el deporte profesional. Los jugadores de élite sólo pueden valer su capacidad y esfuerzo. No existe ningún tipo de favoritismo, compensación ni ventaja que les pueda llevar a la consecución de ningún premio. Bajo todo defensor de la meritocracia, se encuentra siempre un deportista frustrado.
Tres problemas de difícil solución: equivalencia, aislamiento e inconmensurabilidad
Considerar que el mérito puede resumirse en la suma de la capacidad y el talento genera tres cuestiones de difícil respuesta. En primer lugar, está lo que podría denominarse como el problema de la equivalencia. Éste es, a mi juicio, el problema de más difícil solución de los tres que voy a enumerar. Mientras que las acciones producto del esfuerzo pueden ser evaluadas —al menos en términos relativos— atendiendo a criterios de carácter moral, las acciones producto de la inteligencia difícilmente toman esta propiedad (Boudon, 1974). No son equivalentes, ya que las segundas serían fruto de la lotería genética (Harden, 2021) y las primeras, de un acto relativamente volitivo (Aranguren, 1966, cit. en Bourdieu).
Para aquéllos que creen que vivimos o deberíamos vivir según el ideal meritocrático, esto no genera problemas. No es posible igualar la recompensa entre dos individuos que aún trabajando las mismas horas consiguen diferentes objetivos, pues su inteligencia es distinta. Ante esto sólo cabe decir lo siguiente: privilegiar a los más eficientes no es un criterio de justicia social sino de eficiencia.
Cuando John Rawls (1959) señala que el “principio de la diferencia” —por el que los menos aventajados en una sociedad se verían mejor recompensados si los más aptos tiran del carro— es un principio de justicia social, se equivoca. Es un criterio para aumentar la eficiencia. Otra cosa sería, como parece ser, que fuera una condición ineludible. Voy a explicarlo de otra forma. ¿Sería justo recompensar mejor a un individuo cuyo producto es fruto de su inteligencia (y apenas del esfuerzo) que a otro individuo cuyo producto es el resultado de su esfuerzo (y apenas es fruto de su inteligencia)? La meritocracia tiene un serio problema porque confunde eficiencia con justicia.
En segundo lugar, se hallaría el problema del aislamiento, el cual es de naturaleza más metodológica. Ni la inteligencia es puramente genética ni el esfuerzo puramente ambiental (Harden, 2021). Cualquiera que analice cómo funciona la motivación comprenderá que el hecho de tener capacidades ayuda a motivarse; asimismo, las habilidades no cognitivas (y el esfuerzo es una de ellas) también tienen una importante base genética. No es posible disociarlas ni aislarlas tan fácilmente.
Por último, estaría lo que podría llamarse como el problema de la inconmensurabilidad. ¿Por qué la capacidad y el esfuerzo agotan la definición de meritocracia? Existen otras ventajas en la vida que podían ser consideradas en el ideal meritocrático. Si la inteligencia es un factor a considerar, por qué no la belleza. Si el esfuerzo es tenido por un valor que computa, ¿por qué no el don de gentes? Es obvio que el capital social del que hablan los sociólogos está regado de sociabilidad e intercomunicación. Todo el mundo sabe que el atractivo físico y el don de gentes tienen efectos en la movilidad social. Expresado en términos de la sociología de Pierre Bourdieu, la construcción del sujeto epistémico que realizan los defensores de la meritocracia es sumamente reducida: una caricatura de la realidad, más que un modelo de ella.
La posición originaria e igualdad de oportunidades
Asumamos, sin embargo, que estos problemas pudieran ser superados. ¿Puede constituirse, entonces, la meritocracia como un ideal digno de aspiración para nuestras sociedades capitalistas? Para ello, debería de afrontar el problema del origen social. ¿Cómo se crea un escenario que dota de oportunidades parejas a individuos que proceden de ambientes muy desiguales? Ésta es la verdadera prueba de fuego de la meritocracia como ideal político.
Para ello, sus teóricos deberían contestar las siguientes preguntas: ¿Tienen en su origen las personas las mismas oportunidades vitales? Dada una posición social muy desventajosa: ¿puede un individuo superar los accidentes de cuna gracias a su capacidad y esfuerzo? ¿Descienden socialmente aquéllos que no tienen el talento necesario? O dicho de otra forma, ¿son penalizados los vástagos de las clases privilegiadas cuando no poseen la inteligencia ni son capaces de esforzarse en gran medida? ¿Existe un suelo de cristal? (Barone y Mocetti, 2016).
Para que estos interrogantes puedan ser contestados de forma apropiada, debería de existir una serie de mecanismos institucionales que garantizaran la igualdad de oportunidades. Una carrera verdaderamente basada en el mérito exige que el punto de origen de todos sea el mismo; no obstante, en una sociedad capitalista en la que los padres pueden transmitir todo tipo de recursos a sus hijos, generando desiguales posiciones de partida, acceder a las mejores posiciones sociales es más fácil para unos que para otros. Para aplanar el terreno y homogeneizar los puntos de partida se confía en el sistema educativo. La existencia de una escuela pública, universal y gratuita garantiza la igualdad de oportunidades. Aseveración ésta sumamente problemática ya que el éxito escolar depende de una multitud de factores no sólo culturales, sino principalmente económicos. Cuando los alumnos de una determinada sociedad cumplen la mayoría de edad: ¿sufren la misma presión a la hora de trabajar aquéllos que tienen problemas económicos en sus familias que aquéllos a cuyos padres les llega bien el final de mes? Pero concedamos de nuevo a la meritocracia esta eventualidad de una escuela que garantizara la igualdad de oportunidades. Tomemos dos grupos con idéntico expediente académico, pero con unos padres que dotan con una herencia económica muy dispar a sus vástagos. ¿Cuáles son las probabilidades medias de acceso a las mejores posiciones sociales para unos y para otros?
Ante la herencia, los defensores del ideal meritocrático se auxilian del derecho familiar, un principio de lo más conservador, a saber, los padres tienen la potestad natural de otorgar la herencia, producto de su justo trabajo, a sus hijos. Al final el fino liberalismo acaba en un vasto conservadurismo.
La meritocracia como motivación
En realidad, cuando los defensores del orden meritocrático hablan de meritocracia parece que están hablando de lo que los sociólogos llamamos norma social: un conjunto de prescripciones que nos sirven para regular el espacio social. Es aquí cuando la meritocracia sirve a los individuos como un incentivo motivacional. Los individuos, en aras de su estabilidad psicológica, necesitan pensar en un mundo justo, un mundo que les permitirá conseguir sus metas y satisfacer sus necesidades futuras (Benabou y Tirole, 2006). Toda ambición requiere que los bienes anhelados sean potencialmente satisfechos. A medida que nos acercamos a una recompensa, más crece nuestro deseo de obtenerla (Keller y Zavalloni, 1964). La meritocracia actúa, en este sentido, como una “mentira necesaria”. Una necesidad difícil de satisfacer sólo se vuelve probable si creemos que es posible su realización. Nuestra relación con el mundo en general y con el cálculo de expectativas en particular está plagada de los “espíritus animales” (Keynes, 1939). En ocasiones, éstos pueden constituirse en una verdadera pesadilla para nosotros mismos. Esto es lo que se conoce como la “la trampa de la meritocracia” (Barone, 2012). A veces, creemos que disfrutamos de alguna oportunidad de alcanzar un bien cuando, en realidad, en términos probabilísticos es muy improbable. Son promesas rotas que golpean con fuerza en la autoestima de la gente debilitándola.
Las teorías culturalistas postulan que la socialización ha inscrito en lo más profundo de nuestra confianza este ideal. Está fijado, por así decir, en los cimientos ideológicos del capitalismo. Sin embargo, esta afirmación no resiste el más mínimo invite con la realidad. De alguna forma u otra, en todas las sociedades, se examina la validez de sus principios. También del principio del ideal meritocrático. Cuando se muestra que la propiedad y dirección de las grandes empresas y burocracias públicas están ocupadas por miembros de una élite, cuando se comprueba que los universitarios que vienen de un entorno social empobrecido no alcanzan a trabajar con su licenciatura, cuando se acredita que son un puñado de familias las que poseen la propiedad de la tierra, se secan las fuentes empíricas que manan del sistema meritocrático.
Aquí, la meritocracia abandona la defensa como orden de legitimación a priori para establecerse como un orden de legitimación a posteriori. Todo el que esté situado en los escalones de mayor estatus socio-económico se lo merece. Por el contrario, aquél que no, puesto que está ahí, también se lo merece. Toda libertad es por definición considerada libertad negativa (Berlin, 1958), como una ausencia de inferencia externa. A la libertad positiva —aquélla relacionada con los derechos básicos que fomentan la igualdad de condición social— ni está ni se la espera. Claro que siempre existe el claro recurso de mostrar las anécdotas como regla, o expresado más correctamente, presentar lo infrecuente como regularidad. Observa a fulanito y menganito, imítalo, tómalo como referencia, y lo conseguirás. Todo el mundo puede. El sociólogo canario José Saturnino Martínez vincula esta falacia estadística con Auschwitz: si algunos sobrevivieron por qué no lo ibas a hacer tú. Háztelo mirar.
Aquí, conviene recordar lo que decía el magnífico periodista Jim Hightower cuando señalaba a aquéllos que “habían nacido en la tercera base y creen que la tercera parte de la carrera la han hecho ellos” (cit. en Pimpare, 2007, p. 39). En su expresión más desnuda, los regímenes meritocráticos no dejan de ser regímenes donde se ejerce una inusitada violencia simbólica (Bourdieu, 1979). Si en el sistema de castas indio es la reencarnación pasada la fuente de tu posición social, en el sistema meritocrático es tu posición social la que refrenda tu capacidad y esfuerzo. Se toma el efecto como la causa.
Dos formas de abordar la igualdad de oportunidades
¿Deberíamos deshacernos, por tanto, de este ideal? No parece que podamos. Toda sociedad, de alguna forma u otra, necesita premiar a quienes han demostrado un mayor mérito (independientemente de cómo se compute éste).
A continuación, voy a presentar dos formas concretas de abordar el ideal meritocrático. La primera de ellas es la propuesta del economista norteamericano John Roemer en su obra Equal of Opportunity (1998) y la segunda es la creación de una comisión del gobierno británico encargada del estudio de la movilidad social.
El economista norteamericano John Roemer considera que la igualdad de oportunidades puede tener sentido si se va nivelando el terreno para que los individuos puedan competir si no en igualdad absoluta, al menos, en una igualdad relativa. Una sociedad presente que se hace más igualitaria va generando las condiciones de posibilidad de creación de una sociedad futura en la que impere la igualdad de oportunidades. Crearía las mismas condiciones de inicio para todos los individuos.
Roemer (1998) sostiene que una sociedad puede considerarse justa en términos de igualdad de oportunidades cuando se garantiza un acceso equitativo a las ventajas sociales y económicas para todos sus miembros, sin importar sus circunstancias de nacimiento. Sin tener en cuenta su posición originaria. En realidad, una gran parte de la sociología de Max Weber (1993) gira en torno a los cierres sociales, a saber, la forma en que los individuos acaparan las mejores oportunidades vitales.
Para alcanzar este ideal de igualdad de oportunidades, Roemer aboga por el amortiguamiento de influencias injustas como la herencia y la riqueza familiar en la determinación del éxito individual. Propone la implementación de políticas públicas que permitan redistribuir recursos con el fin de nivelar el campo de juego, lo que resultaría en que todos los individuos disfruten de las mismas posibilidades para alcanzar sus objetivos personales y aspiraciones. No nos engañemos. Esto ya se produce en el deporte profesional, mal que le pese a los adalides de la meritocracia. A nadie se le ocurriría meter en el mismo ring a un peso pesado con un peso pluma. Toda la teoría de Roemer ha sido formalizada en términos macroeconómicos, por lo que es sencillo, para las políticas públicas, inspirarse en su filosofía.
Por último, con la intención de romper con las prácticas socialmente endogámicas, el parlamento británico creó la Comisión para la Movilidad Social y la Pobreza Infantil (Social Mobility and Child Poverty Commission).[2] Las principales funciones de esta comisión son tres: dar consejo, bajo su petición, a los ministros sobre cómo medir la desigualdad, movilidad y pobreza; realizar un informe anual sobre los progresos del gobierno en el fomento de la movilidad social y la reducción de la pobreza; y comunicarse activamente con empleadores y universidades con la intención de impulsar su participación en la mejora de la movilidad social. Asimismo, uno de los objetivos principales de esta comisión es que todos los departamentos ministeriales tomen en consideración cuál es el impacto de las nuevas políticas en la movilidad social. Un grupo interparlamentario se reúne para investigar sobre la mejora de la igualdad de oportunidades, All-Party Parliamentary Group on Social Mobility. Las investigaciones realizadas por este grupo así como la comisión parlamentaria creada también para tal efecto han tenido amplia repercusión mediática y pública al resaltar las barreras en el acceso a las posiciones de élite en la sociedad británica.
Estos son dos ejemplos acertados para enfrentarse a un relato que, en su versión más pura, no es más que otra forma de violencia simbólica. Sólo el círculo virtuoso que se establece entre la buena sociología y la política pública inteligente permitirá decirle al rey meritocrático que, en efecto, no sólo está desnudo sino desnutrido.
Notas
[1] Esto no es una cuestión propia del capitalismo, las sociedades del antiguo telón de acero fueron profundamente meritocráticas. Recordemos la propaganda soviética en torno al minero Alexei Stakhanov.
[2] Esta comisión fue creada en 2012 como resultado de la iniciativa del gobierno laborista del ex primer ministro Gordon Brown. Su gestión está directamente vinculada al ejecutivo británico a través de la Cabinet Office del primer ministro, al Department for Education y el Deparment for Work and Pensions.
Bibliografía
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Barone, C. (2012). La trappola della meritocrazia. Il Mulino. Bolonia, Italia.
Benabou, R., y Tirole, J. (2006). “Belief in a Just World and Redistributive Politics”. The Quarterly Journal of Economics, 121(2), 699-746.
Barone, G., y Mocetti, S. (2016). “Intergenerational Mobility in the Very Long Run: Florence 1427-2011”. Bank of Italy Temi di Discussione (Working Paper), núm. 1060.
Berlin, I. (1958). “Two Concepts of Liberty”, “Four Essays on Liberty”. Oxford: Oxford University Press.
Boudon, R. (1974). Education, Opportunity, and Social Inequality: Changing Prospects in Western Society. Nueva York: Wiley, Wiley Series in Urban Research.
Bourdieu, P. (1979). La Distinction: Critique sociale du jugement. Paris: Les Éditions de Minuit.
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Pimpare, S. (2007). A People’s History of Poverty in America. Nueva York: The New Press.
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Saunders, P. (1995). “Might Britain be a Meritocracy?”. Sociology, 29(1), pp. 23-41.
Young, M. (1958). The Rise of the Meritocracy. Penguin Books.
Weber, M. (2020). Economía y sociedad. Fondo de Cultura Económica.