A lo largo de las últimas cuatro o cinco décadas, los voceros y beneficiarios del modelo económico hegemónico en América y el resto del mundo (el neoliberal de autoría intelectual estadounidense) se han encargado de construir como sentido común colectivo una serie de mantras ideológicos. Entre ellos destaca la falsa concepción de que las empresas públicas son, por definición, entidades corruptas e ineficientes que deben de ser sustituidas por la iniciativa. Así, desde que el neoliberalismo se comenzó a experimentar en la región —acompañado por la instauración de gobiernos con vocación autoritaria—, poco a poco la idea de que las empresas privadas son más competitivas, innovadoras, eficaces y eficientes que las públicas ha ido ganando cada vez mayor peso, legitimando el desmantelamiento de los sectores públicos nacionales por toda la región.
Hay en este cúmulo de sentidos comunes sobre la oposición entre lo público y lo privado, por supuesto, una serie de problemas que los adalides del neoliberalismo o ignoran o cínica e hipócritamente invisibilizan. Y es que, al margen de cualquier consideración que la actual crisis sanitaria permita extraer sobre lo fundamental que ha sido el sector público para aminorar los daños sufridos por las capas más vulnerados y explotadas de la sociedad frente a los efectos de la pandemia causada por el SARS-CoV-2m —incluso si se parte del análisis de situaciones no excepcionales, en las que ninguna eventualidad crítica tenga vigencia—, cualquier estudio serio que coloque en el tribunal de la historia al desarrollo del capitalismo a lo largo de los últimos cinco siglos muestra que si algo define a la relación entre sociedad civil y capital privado es la explotación de la primera por parte del segundo.
Para dar cuenta de esa contradicción basta con ofrecer apenas un par de ejemplos que demuestren la falsedad de los postulados más recurrentes de la defensa a ultranza de lo privado por encima de lo público. En primera instancia, convendría evidenciar que la afirmación que sostiene que las empresas públicas son ineficientes y corruptas, per se, se erige sobre dos premisas Por un lado, no se reconoce la forma en que históricamente fueron edificados los grandes capitales que hoy dominan la explotación del trabajo individual y colectivo alrededor del mundo. Por el otro, se elimina, de facto, el recuerdo, en sociedades como las americanas, de aquellos años en los que hubo que reconstruir la totalidad de la economía, la cultura y la política de cada sociedad nacional —luego de que por fin éstas se emanciparan, en mayor o en menor grado, de los vínculos coloniales que formalmente sostenían sobre ellas las metrópolis occidentales— a partir del fortalecimiento de lo público y de la participación colectiva en su edificación y sostenimiento.
Las grandes corporaciones transnacionales que hoy monopolizan enormes proporciones de la vida productiva y consuntiva de las sociedades nacionales alrededor del mundo, sin embargo, no se hicieron a sí mismas a fuerza de impulsos competitivos, sin recurrir a prácticas de corrupción (como los sobornos) o a ejercicios de violencia (como los despojos y la piratería). Y es que, en verdad, el crecimiento sostenido de los márgenes de ganancia de esas corporaciones siempre necesitó de la mediación y de la protección de Estados y de gobiernos, lo mismo para limitar la competencia de otros actores que para facilitar la apropiación de recursos necesarios para sus actividades e, inclusive, para garantizar que en el marco de alguna crisis ésta no arrastre consigo a la totalidad de los actores involucrados en el mercado.
¿Acaso no es esa, justo, la historia de la acumulación originaria de capital (Marx, 2018) en las potencias que ilusoriamente han sido consideradas por las élites americanas como los faros del libre mercado y los ejemplos a seguir para alcanzar el desarrollo económico absoluto: Estados Unidos e Inglaterra? ¿No son las historias de sus grandezas las del proteccionismo comercial en sus sectores productivos estratégicos? ¿No son las historias de sus intervenciones armadas alrededor del mundo el correlato de la apertura y reconstrucción de mercados nacionales ad-hoc a sus necesidades de exportación industrial e importación primaria-productiva? ¿Y no es ésta la historia de los cambios constitucionales promovidos por el programa neoliberal para garantizar los márgenes de acción más amplios con los que los grandes capitales puedan contar para favorecer sus propios procesos de reproducción, concentración, acumulación y centralización de capital? (Navarro, 2013: 161-169). ¿No es esa la historia de los rescates bancarios y a la gran industria; es decir, la de toda crisis económica (Girón, 2002) en donde ha sido el imperativo de salvar al empresariado de la miseria antes que privilegiar la emancipación de la sociedad de sus propias necesidades de consumo?
A estas alturas, sin duda valdría la pena recordar la militancia de los principales teóricos del neoliberalismo (Walter Lippmann, Richard Posner, Friedrich Von Hayek, Milton Friedman, Louis Rougier, Gary Becker, Bruno Leoni et al.) en favor de la instauración de dictaduras de seguridad nacional en América para garantizar el desarrollo pleno del mercado neoliberal a lo largo y ancho de la región, a pesar de ser esas mismas intelligentsias las más combativas defensoras del mantra del libre mercado, al margen de la política (Escalante, 2015). Y es que, lo que en esas personalidades se apreciaba como mera teoría, en los hechos, fueron las grandes corporaciones transnacionales las que lo llevaron a la práctica en sus formas más radicales.
La historia de las sociedades americanas, al respecto, nos muestra que ahí en donde mayores recursos naturales disponibles hay, ahí es en donde los regímenes más violentos y autoritarios se instauran, de la mano del gran capital (Gudynas, 2015: 11-23). De ahí la necesaria disputa por el lenguaje que acompaña a estos procesos, pues es un imperativo ético y una demanda política dejar de llamarle competencia a lo que en realidad es explotación y despojo.
En los embates en contra del robustecimiento del sector público, en América, ¿acaso ya se olvidó que, en la región, durante siglos, luego de la colonización, fueron las empresas y las instituciones públicas los espacios que sirvieron a naciones enteras como los principales asideros de sus luchas colectivas y reivindicaciones soberanas en contra de diseños geopolíticos y políticas de fuerza por parte de las grandes economías centrales del globo?
En México, para dar cuenta de lo anterior, basta con poner en la mesa de discusiones la larga y tortuosa marcha que se recorrió para disputarle a las grandes empresas petroleras de Estados Unidos y de Europa. Ya no se diga el disfrute de derechos laborales mínimos para sus trabajadores, sino, sobre todo, la propiedad común de los recursos de los que se disponen en la geografía nacional (Saxe-Fernández, 2016). Y aunque esta historia parece lo suficientemente lejana como para creer que no tiene incidencia en los tiempos que corren en el México del presente, la verdad es que, al ser los hidrocarburos (comenzando por el petróleo y el gas natural) los elementos que constituyen la matriz energética sobre la cual marchan las capacidades de producción del capitalismo contemporáneo (Ceceña, 2017: 7-52), la disputa por su desarrollo desde lo público o desde lo privado supone, en cualquier espacio del planeta, una riña por el sentido y la trayectoria misma que habrán de tomar las políticas de las alternativas frente al desarrollo del capitalismo.
Hablar de soberanía energética y de reconstrucción de la industria energética nacional en sociedades como la mexicana, por eso, no es asunto menor. Por supuesto, no es un problema que se agote tampoco en el tema de la sana competencia entre actores en igualdad de condiciones: los sectores públicos de América hace décadas que no están en igualdad de condiciones frente a las corporaciones transnacionales. En América, espacio de construcción de la hegemonía estadounidense —por sus enormes reservas de recursos naturales y su amplio ejército de reserva laboral— (Ornelas, 2003: 117-135), las agendas de soberanía energética y los planes gubernamentales para conseguirla es, siempre y en todo momento, un problema de carácter geopolítico. Y en tanto que tal, lo mínimo que se pone en riesgo son reglas claras de competencia y facilidades a la inversión (eufemismos del argot tecnocrático para decir: explotación), pues lo que en verdad está en riesgo son las capacidades de autodeterminación de una sociedad en el plano internacional y en su política doméstica.
Ahora bien, es debido a que las corporaciones transnacionales tienen su razón de ser en la acumulación incesante de capital que el argumento alrededor de la eficiencia, la eficacia y la competitividad de éstas, frente a la empresa pública, se cae por su propio peso, toda vez que los procesos y las dinámicas de reproducción, acumulación, concentración y centralización de capital no requieren para realizarse partir desde la lógica de la utilidad pública. ¿No son, después de todo, las economías periféricas los espacios privilegiados de externalización de costos de producción empresarial? ¿No es ahí, en efecto, en donde la posibilidad de aprovechar una mano de obra más barata, exenciones fiscales y normatividades ambientales más laxas (Wallerstein, 2015: 15-46), respecto de las condiciones de mercado que se dan en las economías centrales, implica, de hecho, una mayor reducción de costos de producción?
Durante años, el argumento de que la existencia misma de la iniciativa privada depende de sus márgenes de ganancia ha llevado a afirmar que es precisamente por esa necesidad del lucro que las corporaciones privadas no pueden darse el lujo de ser entidades poco eficientes y corruptas ni pueden permitirse quedar anquilosadas en sus actividades, absteniéndose de innovar y competir sistemáticamente para sobrevivir y mantener su cuota de mercado. El problema es, sin embargo, que la manera en que históricamente se han dado las dinámicas de fortalecimiento de las grandes corporaciones trasnacionales no sostienen para nada dicha concepción.
Si se presta atención, basta con voltear la mirada al pasado del capitalismo contemporáneo para observar que no es la competencia perfecta entre entidades privadas la lógica intrínseca del modo de operar del capitalismo histórico. Y ello, no únicamente por la serie de factores políticos que intervienen en la protección de determinados proyectos productivos en espacios y tiempos definidos. Por el contrario, para el capital, su modo de operar normalizado está dado por la tendencia hacia la monopolización del mercado por un número reducido de corporaciones. Esta monopolización, además, ya no se halla circunscrita —como en algún momento lo estuvo—, a apenas un rubro de la vida económica, sino que, antes bien, y debido al peso del capital financiero y de las sociedades por acciones, ahora se extiende a industrias completas y a cadenas de valor globales diversificadas (Sweezy & Baran, 2006).
De ahí, pues, que sea falso el supuesto de que la utilidad social de la empresa privada es mayor a la de carácter público debido a que la primera cuenta con incentivos (supuestamente de tipo existencial) que la segunda no tiene, por estar anclada en el seno mismo del erario de una nación. Pero si una empresa pública deja de ser competitiva, renuncia a innovar y a estar a la altura de las demandas sociales que se le esgrimen. Hay que aclararlo, ello se debe más a una determinación política que responde, en última instancia, al imperativo de desmantelar al sector público, para sustituirlo por entidades privadas (Berg & Shirley, 1987).
Aquí, de nueva cuenta, resulta suficiente con apreciar la manera en que en México a lo largo de las últimas tres décadas se dejó de invertir en investigación, en ciencia y tecnología, así como en las actividades de exploración, de producción y de refinamiento y procesamiento de hidrocarburos, a cargo de Petróleos Mexicanos (PEMEX). Fue a través de su endeudamiento y la desinversión en ella que se llegó, en el sexenio de Enrique Peña Nieto, a concluir con su desmantelamiento. En los hechos, así, ya operaba lo que posteriormente se legitimó como reforma constitucional.
No se trata, aquí, por supuesto, de afirmar que lo público es un ámbito de actuación impoluto, ajeno a toda corrupción. Las empresas públicas son, sin duda, susceptibles de convertirse en enormes maquinarias supurando corrupción; funcionando únicamente como pozos sin fondo de la deuda pública o del enriquecimiento ilícito de particulares, a costa de sus propias ganancias corporativas y de los impuestos de la sociedad. El tema, por eso, radica en saber colocar el eje de la discusión en el proyecto político que se hace cargo de conducir el rol que habrán de cubrir las empresas públicas en el seno de una sociedad nacional dada. Después de todo, al ser parte del andamiaje institucional de un gobierno dado, la mayor o menor relevancia, la mayor o menor capacidad con la que cuenten dependerá del proyecto de gobierno e ideológico singular que se ponga en cuestión en un contexto determinado.
En consecuencia, habría que comprender que la tentativa del gobierno de López Obrador de reconstruir el sector energético nacional, colocando a empresas públicas como Comisión Federal de Electricidad (CFE) y Petróleos Mexicanos (PEMEX) en un primer plano no es, en absoluto, un problema que comience, transite y se agote en el manido debate sobre las relaciones entre el poder ejecutivo y el judicial —derivado de la disputa jurídica que la política energética del lopezobradorismo ha desencadenado en días recientes— (Orozco, 2021). Tampoco se reduce al tramposo argumento sobre la supuesta naturaleza permanente e inmodificable del texto constitucional a voluntad del poder político vigente (como si el neoliberalismo no hubiese precisado de transformar sistemáticamente a la Constitución para dotarse de un marco legal propio, desmantelando lo poco que quedaba del régimen constitucional posrevolucionario).
En el escenario actual, las tensiones y las correlaciones de fuerzas en juego tienen que ver menos con los efectos que la decisión de un juez de distrito tiene en la suspensión del marco legal promovido por el gabinete de López Obrador (Barragán, 2021) que con esa más radical y más potente contradicción que se deriva de la disputa, por parte de un gobierno progresista, de la rectoría del sector público en materia energética, apenas a cuatro o cinco años de que los grandes capitales transnacionales (Chevron, Shell, Total, Repsol, et. al.) volviesen a posicionarse como actores dominantes en el mercado mexicano, luego de haber permanecido, por casi tres cuartas partes de siglo, al margen de la explotación de los ricos yacimientos petroleros mexicanos.
De cara a la reciente visita oficial de Roberta Jacobson a México, en un momento en el que se fortalece el acercamiento del Gobierno de México a potencias como Rusia y China (vía el combate al SARS-CoV-2) y en el que, además, el discurso soberanista de López Obrador ha tendido a reafirmarse más explícitamente, que la agenda de política nacional en el país esté dominada por la disputa de la soberanía energética no es asunto menor. No con el mayor consumidor de petróleo del mundo.
Y aunque hay voces que sin duda colocan como la prioridad del debate no la discusión sobre la nacionalidad de las empresas que deberían de ser dominantes en la industria, sino, antes bien, la necesidad de transitar hacia la producción masiva de energías más limpias, para atajar calentamiento global y el colapso climático antropogénico (Saxe-Fernández, 2018: 39-85), a esas posturas, por completo legítimas, habría que hacerles dos observaciones que tienen, además, cierta utilidad estratégica para la supervivencia de cualquier proyecto de izquierda en México y en el resto de América.
La primera tiene que ver con no perder de vista que la cuota de mercado global de los tres principales combustibles fósiles (carbón, gas y petróleo) se ubica por encima de los ciento cuarenta mil terawatts/hora al año, de un consumo total de alrededor de ciento sesenta mil terawatts/hora al año. Es decir, la suma de todas las tecnologías de producción de energías renovables (como la solar, la eólica, la marítima, la geotérmica, la nuclear, y demás) no alcanza a producir más de veinte mil terawatts/hora al año (OWD, 2019). ¿Por qué? Los factores van desde el hecho de que las tecnologías que se han ensayado hasta ahora son más costosas que la extracción de aquellos (y aún muy precarias como para comercializarlas en masa) hasta su irónica dependencia de alguno de los tres principales combustibles fósiles para funcionar (como el gas para generar electricidad).
También se debe a la diversidad de las cadenas de valor que estos tres combustibles tienen, a los intereses propios de la industria y de sus principales corporaciones transnacionales, a sus usos militares, a sus grados de aprovechamiento y, en particular, a la cantidad de energía que generan, esto es, a su factor de combustión.
La segunda observación tiene que ver con el hecho de que la correlación de fuerzas políticas, en México y en el resto de América, se ha visto profundamente alterada por los alcances y el arrastre que han logrado conseguir los sectores progresistas de la izquierda en la disputa por la hegemonía nacional y regional. Ante tal situación, por ninguna razón debe pasarse por alto que la reacción vigente del neoconservadurismo frente a dicha disputa es la del despliegue de una nueva política de fuerza, de carácter local y continental. Y es que, aunque ésta se disfrace de afrentas de tipo judicial, no deja de constituir un esfuerzo persistente de reacción que lo mismo conduce a escenarios de intervención extranjera directa y abierta (como sucede contra Venezuela y el bloqueo contra Cuba) que a alternativas veladas: golpes de Estado propiciados por las élites locales, impeachments/lawfare-judicialización de la democracia, etcétera (Vollenweider & Romano, 2017).
Controlar los recursos energéticos de la nación, desdoblar una política energética soberana, en ese sentido, implica una elección estratégica que no impacta sólo en las posibilidades de consolidar una política alternativa, basada en el imperativo de la justicia social y la democratización permanente de la política nacional y continental. Su nervio más profundo se hunde en los márgenes de autonomía que las sociedades periféricas pueden alcanzar frente a los diseños geopolíticos de las grandes potencias en un momento cuya nota principal es el de atravesar por una crisis sistémica. Es decir, su importancia radica en la capacidad que le confiere a las alternativas de izquierda para sobrevivir en medio del asedio que instaura la disputa por los recursos estratégicos, cada vez más escasos.