1.
En su mensaje a la nación del pasado 16 de agosto, Andrés Manuel López Obrador insistió en la “buena noticia” que consiste en que “vamos a poder, los mexicanos, contar con una vacuna para enfrentar el COVID-19, la pandemia ésta”, dice el presidente, “que tanto daño, tristeza, dolor ha causado y sigue causando, desgraciadamente”. El acuerdo para la elaboración de la vacuna, al que llegaron el laboratorio AstraZeneca, la Universidad de Oxford y la Fundación Carlos Slim, en coordinación con los gobiernos de Argentina y México, tiene como finalidad que ésta pueda aplicarse en el primer trimestre del 2021. “La Fundación Carlos Slim”, dice AMLO, “está haciendo un aporte económico […] para los insumos que se requieren. Pero esta vacuna no tiene propósitos de lucro”. Y concluye: “se calcula que puede costar cuatro dólares, pero no los va a pagar la gente de manera directa, aquí en México: lo va a financiar el gobierno con el presupuesto público, que es dinero del pueblo. La vacuna se va a aplicar de manera gratuita a todos los mexicanos”. Con este mensaje —significativamente más corto, por cierto, que el grueso de los que acostumbra enviar al pueblo a través de sus redes sociales, específicamente aquéllos que manda en domingo—, más allá de la implícita lección de economía política que tras esas tres líneas nos entrega —en pocas palabras: el Estado no regala nada; el Estado administra los bienes del pueblo a cambio de ofrecerle una seguridad fundamental: la de no ser atacado por otro Estado (o, en este caso, por un virus)—, y allende, asimismo, la gratuidad en sí de la vacuna, lo que afirma AMLO en estas escasas cincuenta palabras es su concepto de soberanía. Se trata de una forma específica de ésta en la que el pueblo, previamente delimitado a través de la idea de nación y no a la inversa, y al momento mismo de confiarle el gobierno de sus bienes a un representante, le entrega también el control absoluto de sí. Para AMLO, el poder es precisamente ese movimiento, casi imperceptible, de transferencia de la soberanía del pueblo al Estado y del Estado al pueblo a través del gobierno, y la clave para que esta forma de poder se pueda efectuar, tal como lo expresa el fraseo de AMLO cuando muestra su “confianza” en que la “pesadilla va a terminar”, consiste en naturalizar el control absoluto del pueblo por parte del Estado.
2.
En su texto “Posmodernidad y cinismo”, reunido en La ilusiones de la modernidad, por medio de la caracterización de tres mitos fundamentales Bolívar Echeverría diagrama, como es su costumbre, la configuración de lo que define como “la cultura política moderna”, la cual, en su proceso de degradación, nos dice el filósofo, “no ve en las instituciones que dan forma a la vida en sociedad otra cosa que lo que en ellas hay de intención humana objetivada”. Esos tres mitos son: el mito de la revolución, el mito de la nación y el mito de la democracia. Mitos y no conceptos, pues, porque se trata sobre todo de relatos que afirman —para decirlo con una frase de Valéry citada por Piglia en su curso de 1990 sobre Saer, Puig y Walsh— que “ningún poder es capaz de sostenerse con la sola opresión de los cuerpos con los cuerpos. Se necesitan fuerzas ficticias”. En la afirmación de esas fuerzas ficticias en relación con el poder radica la oposición entre ficción y ficción de Estado, pues “contar historias”, dice Piglia, “es una actividad y una obligación social”, y el Estado es “quien concentra la narración pública”, la forma que toman “las grandes narraciones sociales en las que funciona un tipo de relato colectivo cristalizado”. Por ello, los tres mitos identificados por Bolívar como aquellos que configuran la cultura política moderna en su proceso de degradación pueden entenderse como los tres ejes de la ficción de Estado a la cual oponemos todas las ficciones que (nos) relatamos. La cultura política moderna porta así la traza de un plano cartesiano: la revolución como mito fundador (x), como posibilidad de hacer tabula rasa y volver a un “grado cero” de la vida en sociedad; la nación (y) —y en esto Bolívar sigue, por supuesto, a Benedict Anderson— como la instancia comunitaria imaginaria en donde adquiere sentido la vida individual en cuanto proyección de una vida social posible; y, finalmente, la democracia (z) o “representación bifacética indirecta” que permite el consenso discursivo. En la distancia entre revolución, nación y democracia se inscribe la soberanía popular (P). Para Bolívar, finalmente, los tres mitos se articulan con base en la experiencia social dominante, es decir, la experiencia del intercambio de mercancías y la generación de plusvalor a través de éste. De los tres, pues, es precisamente el mito de la democracia el que adquiere una importancia superlativa en este contexto, pues “transmuta la experiencia de la coincidencia de lo privado y lo público en la ‘vida’ del capital en la convicción individualizada de la posibilidad de un tránsito capaz de convertir a los simples propietarios privados en hombres públicos, en socios de una ‘sociedad política’, en miembros de un sujeto constituido mediante un acuerdo racional o como fruto del entendimiento en el plano del discurso”. La democracia, entonces, entendida como el correlato de la soberanía popular y no como su fundamento, es, para decirlo con las palabras de Weber, el sitio de “la forzada alianza del Estado con el capital”, es decir, la democracia es donde surge “la burguesía en el sentido moderno de la palabra”.
3.
Tres ejes: 1) el mito de la revolución menosprecia la densidad histórica; la 4T —significante populista, para decirlo en términos de Laclau— se plantea como ruptura absoluta con el pasado inmediato —que ella misma llama “período neoliberal” en alusión a un modelo del que, dice, se diferencia— y el lábil regreso de la oposición ideológica entre liberales y conservadores; 2) el mito de la nación plantea la solidaridad económica como coincidencia de los beneficios de la vida privada en la vida pública; la 4T tiene un fundamento: “primero los pobres” —fundamento falaz, pues no es este postulado la base, por ejemplo, de la llamada austeridad republicana sino que éste se basa, al contrario, en la existencia misma de aquéllas y aquéllos a quienes llama “pobres”, sin la cual no tendría razón de ser, es decir, sin la cual no tendría dónde apoyarse—; 3) el mito de la democracia permite no sólo representar sino que sustituye la voluntad colectiva; dice AMLO: “el pueblo pone y el pueblo quita”. De estas tres coincidencias se desprende una posible conclusión: el sujeto de la 4T —un gobierno “necesariamente oligárquico”, pues se encuentra determinado por los tres mitos que configuran la cultura política moderna en cuanto ésta busca su realización en el modelo del intercambio de mercancías; ahí, pues, donde lo político se resume en o, mejor dicho, se reduce a un gesto puramente administrativo; en palabras de Badiou: “la clase media es el ‘pueblo’ de las oligarquías capitalistas— no es otro que el sujeto del capital: el sujeto político al que dice representar la 4T, es decir, “la sociedad civil en calidad de pueblo”, queda no sólo continuamente supeditado al sujeto del capital sino realizado en las decisiones gubernamentales democráticas que afirman, día a día (literalmente), el poder del Estado. De éstas, por ejemplo, si bien es quizá la más evidente aquélla de confiarle a las televisoras privadas el uso y el consecuente beneficio de las llamadas “clases virtuales”, la decisión de triangular con un laboratorio inglés la producción conjunta en México y en Argentina de la vacuna contra el COVID-19 por medio del capital del hombre más rico de México (52,100 millones de dólares hasta abril pasado) es, por mucho, la más profundamente humanista, si entendemos el humanismo, como dice Bolívar en el texto citado, como “el resultado de la emanación de la pura subjetividad del Hombre sobre la pura objetividad de la Naturaleza”. Trátese, pues, de un virus o de una reserva de biosfera en la que algunos pueblos que el Estado no ha terminado de engullir lucha por preservar algo confusamente parecido a, si bien radicalmente diferente de lo que entendemos por vida, es éste el humanismo de Heidegger, para el cual la realidad es la medida de todas las cosas. O bien, en una frase de Perón citado asimismo por Piglia en el curso referido: “la única verdad es la realidad”. La realidad es (otro) dato. Por ello, que el sujeto de la 4T sea el sujeto del capital no quiere decir, en modo alguno, que AMLO no sea un gran jefe de Estado, quizás incluso el mejor jefe de Estado que posiblemente puede tener el país tal como se encuentra configurado hoy en día —es decir, el mejor jefe de Estado que realmente podemos tener—, lo cual quedó comprobado con la visita a Donald Trump del pasado 8 de julio, hasta ahora la opera summa del tabasqueño. Quizá lo que no hemos terminado de asumir es que la 4T, como su nombre lo dice, no implica sino una transformación, la transformación de la realidad al interior de la configuración existente, es decir, en la distancia entre Estado y capital donde se persigue el beneficio a través de éste. Tal vez no hemos terminado de asumir que un gran jefe de Estado no es siempre o, lo que es lo mismo, casi nunca es un gran gobernante, en el sentido en que el Estado es principalmente una fuerza política centrífuga que se predica en dirección de otros Estados, y el gobierno, en cambio, puede ser entendido como una fuerza política centrípeta que se ejerce hacia el pueblo por medio de la nación. Tal vez no hemos asumido, o no del todo, a saber, conscientemente, nuestra soberanía, pues quizás incluso, para serlo, un gran jefe de Estado deba primero ser nada menos que un gran administrador de la soberanía popular, quizá deba hablar por ella —lo cual requiere, primero, silenciarla, es decir, gobernar de manera unívoca en beneficio de la transmisión absoluta de la soberanía popular al poder del Estado por medio del gobierno—. No se trata explícitamente de un esquema económico que prime el control absoluto de los bienes por parte del Estado sino, por el contrario, del esquema económico que históricamente más ha beneficiado la relación entre Estado y Capital: el mercantilismo. Tal vez no hemos terminado de asumir que la 4T es una transformación del neoliberalismo (capitalismo irracional, asistemático) al mercantilismo (capitalismo racional, sistemático) o, para decirlo de otro modo, un gobierno que, bajo otro modelo político-administrativo que aquél de las pasadas administraciones —donde, por ejemplo, desaparece el presidencialismo, figura clave del poder hasta hace un par de años—, subsuma la soberanía popular con el fin de generar plusvalor que recae en el Estado.
4.
El marxismo, dice Braudel en su texto sobre la larga duración, es un pueblo de modelos, los cuales compara con navíos: “una vez que tengo el navío construido, [lo que me interesa] es echarlo al agua, ver si flota, y después hacerlo recorrer de arriba abajo, según me plazca, las aguas del tiempo”. Pero hay navíos que no flotan en absoluto. Cuando AMLO dice, por ejemplo, que “nunca se ha protegido tanto a las mujeres como ahora” no se le puede argumentar absolutamente nada, a menos, claro, que lo que entendamos por “proteger” —o incluso, más profundamente, por “mujer”— no coincida con la definición que la 4T tiene de esas palabras, una definición que —pensemos, por ejemplo, en la frase “el ejército es pueblo [bueno] uniformado”— se articula con base en principios morales. Podemos ser más radicales aún: nada se le puede argumentar a la 4T hasta no haberle quitado el control de la palabra, lo cual no va a pasar por ninguno de los medios hegemónicos en los que ya es necesario incluir a las redes sociales, como lo demuestra la guerra de Trump contra Zuckenberg vía Twitter. Exigirle feminismo, ecologismo, comunismo a la 4T equivale a exigirle que sea completamente otra. Como es exigirle que sea otra, también, suponerla —como lo hacen los neofascistas mexicanos— “bolivariana”. Es momento, creo, de dejar de exigir para comenzar, nosotras y nosotros, nuestra propia transformación. Y para ello, volviendo a Marx, sobra el Estado. Demostrarlo, lo cual significa, básicamente, demostrar por qué Bolívar no apoyaría a la 4T: es la única tarea crítica posible verdaderamente legítima que le queda a la aún llamada izquierda en México, si es que la izquierda es capaz de pensarse realmente fuera del capital. Refutarlo puede concernirle a la derecha, pero ésta está ocupadísima, en la teoría y en la práctica, en articular un golpe. Mientras tanto, feministas, ecologistas y comunistas tratan, simplemente, de encontrar significantes opuestos a la 4T. O, lo que es lo mismo: resistir.