Hace algunos años fui a Chihuahua y la escritora Liliana Pedroza me llevó a “La Antigua Paz,” una de las primeras cantinas donde las mujeres entraron en grupo, retando a la tradición, soportando las miradas de los parroquianos que las veían como intrusas en un mundo de hombres. En una llamada hace unos días, la escritora y yo rememorábamos ese viaje mientras brindábamos por la reciente publicación de su antología de cuento, A golpe de linterna, donde reivindica a muchas de las narradoras ignoradas de los últimos cien años de la literatura mexicana. “Pero, ¿sabes qué, Elisa?” —me dijo Liliana— “el mundo literario sigue siendo una cantina.”
En efecto: a quienes entramos en el mundo literario y en el del arte en general, los hombres continúan mirándonos como advenedizas, desvergonzadas o impostoras. Como primera estrategia, se negarán a admitir que existimos. Es un guion internacional, escuché decir a una poeta polaca, Irena Klepfisz: comienzan siempre diciendo, “no es que las discriminemos, es que no hay mujeres que escriban,” seguirán con un, “oh, está bien, sí las hay, pero, ¿en verdad son buenas?” y continuarán con, “oh, está bien, escriben, y no tan mal, pero, ¿no es su temática sólo sobre asuntos femeninos, poco relevantes, jamás universales?” Si piensan que este guion suena anticuado o que no pertenece a estos días los invito, una vez más, a revisar el número de mujeres que son invitadas a publicar, las que son llamadas para formar parte de jurados, las que reciben premios y becas. Y cuando el panorama mejora para nosotras, los hombres se paran de pestañas, enrojecen, se encolerizan, ríen nerviosamente como los viejos parroquianos de cantina: no hay nadie más desencajado que un macho desplazado en lo que cree que es su territorio. El último recurso a veces es desaparecer, por arte de magia, el pago de esas mujeres.
He publicado en los principales medios literarios del país y todos ellos me deben. Y digo “me deben” porque todos ellos prometieron un pago cuando me pidieron mi trabajo. Y digo “me pidieron mi trabajo” porque yo no les pedí publicarme, ellos insistieron. A veces con el argumento de que alguien “les quedó mal” (no fuera yo a pensar que soy su primera opción). Después viene el “no salió el pago,” “será para la próxima,” que todas (y también muchos) hemos escuchado. O simplemente el silencio indiferente, el email no contestado, el mensaje en “visto”. Las ganancias de escribir no alcanzan para contratar a un Rocky Balboa que vaya a persuadir a los burócratas para que paguen después de meses y múltiples llamadas, después de responder correos y llenar toneladas de formatos. De igual forma he recibido “invitaciones” (así las llaman) de universidades privadas para ir a dar conferencias gratis. A esos sí que los he rechazado y ellos responden en tono moralista que esta labor es “para los estudiantes” (esos que pagan más de doscientos mil pesos al semestre), que no hay ni para comprar uno solo de nuestros libros para su biblioteca, pero que son muy amables y nos darán visibilidad. Así las cosas para mí, que no tengo apellido influyente, ni padre en puesto político, ni esposo famoso que avale mi escritura (porque hay que decirlo, a las mujeres que sí siempre les irá un poco mejor en la cantina).
Muchos hombres que escriben han tenido estas mismas experiencias que yo, nos quejamos juntos amargamente de los malos pagos, los pagos atrasados o desaparecidos. Como todos los problemas que aquejan a la cultura en nuestro país, el de los pagos en el ámbito cultural es un problema amplio, generalizado, pero por todo lo ya dicho se agudiza cuando lo observamos con el lente de género. Como en la cantina, se pretenderá que nuestro dinero – y nuestro trabajo – vale menos, que nosotras podemos esperar, que nuestro lugar natural no es ese, que estamos de paso mientras nos casamos o tenemos hijos y somos, por lo tanto, menos profesionales, que ojalá nos vayamos rápido. Son incontables las veces en que en un ambiente institucional he escuchado cómo se rechaza la obra de mujeres jóvenes (de publicaciones, de becas, de apoyos) por ser “¡oh, tan jóvenes!” insinuando inmadurez creativa, mientras a los hombres de la misma edad se les celebra su “precoz talento.” Es siempre más fácil decirle que no hay pago a una mujer y además alarmarse si ella se atreve a reclamar, tan inapropiado el enojo de una mujer que sólo debiera ofrecer sonrisas. Cuando todo lo demás falle, apostarán una vez más al guion universal y cuestionarán con escepticismo, “¿es buena? ¿o sólo la admitimos por ser mujer? ¿no es anticuado esto de las cuotas de género?” Y como ya demostró el #MeToo, muchas veces hay detrás de todo esto acosos o resentimientos personales. Cuántos hombres han bloqueado el trabajo de una mujer porque no les dio entrada o, sin ir tan lejos, porque no los alabó lo suficiente en una reseña, porque no hace o dice lo que el patriarca en turno cree que una mujer debiera hacer, decir, vestir. Tan sensibles siempre, estos parroquianos que nos vigilan de soslayo o abiertamente, juzgándonos con los estándares de antaño, lanzando insinuaciones. Por eso es tan necesario no sólo tomar los espacios públicos y privados, cuestionarlos, apropiárnoslos, sino también reinventarlos y a la par crear los propios, abrir nuestra propia cantina.
Y es por esto que este texto es también, en sí mismo, una defensa de la escritura más allá de la retribución económica: no cobré por esta colaboración. Porque es justamente eso, una forma de colaborar en un diálogo que me concierne y me interesa, en un medio de acceso público donde nadie se está embolsando mi trabajo, en una revista con la que tengo coincidencias políticas e ideológicas, de la cual me siento parte y genuinamente invitada a la mesa. Sí, a las artistas también nos mueven nuestros ideales. No escribo ni toco la guitarra para que me den dinero a cambio. Es mi profesión, es algo que hago muy en serio y, como todo lo que se hace en serio, es trabajo. Como todo trabajo, creo que debe ser remunerado. Pero creo que es momento de llevar la discusión un poco más allá de dar nuestras tarifas, de defender el precio de una reseña, el pago por una conferencia, la compra de nuestro libro. O de llevar ese discurso todavía más lejos, al “no publiques sin cobrar, no te atrevas a dar conferencias gratuitas, no compartas un pdf, o una descarga, o un disco.” Si nos quedamos por siempre en esa discusión perdemos de vista que el verdadero problema sigue siendo —qué novedad— el capitalismo salvaje y desbocado, su estructura que beneficia sólo a los más adinerados, abaratando y precarizando la labor de todos los que nos dedicamos a la cultura en distintos ámbitos (editores, diseñadores, libreros), mientras de paso restringe el acceso a la cultura para los menos privilegiados, para quienes están de verdad hasta abajo en la escala. A los artistas, nos deja siempre en posición de ambiciosos mercaderes, de cuentachiles o, en su lado más romántico, de amables mendigos que deben mantenerse siempre pobres por amor al arte. Bajo estos parámetros terminamos siempre en peleas de editores contra libreros, autores contra lectores, músicos contra melómanos, todos peleando por migajas que caen de la mesa de los que se sirven con la cuchara grande. Uno de los problemas, comentaba con un amigo escritor —de esos a los que tampoco les pagan— es esta idea generalizada de que es la empresa, la institución, la universidad, la agencia, quien tiene derecho a cobrar y a exigir tarifas, a exigir y demandar si no hay un pago. Nunca el individuo, a ese se le seguirá viendo como un arribista si se atreve a cobrar un trabajo que además, para colmo, disfruta. “Y si es un individuo que ha adquirido prestigio y que con suerte por eso cobre, no será raro que se ponga siempre el prestigio de un hombre sobre el de una mujer.” En el lugar donde se cruzan mercado y género, a las mujeres nos toca siempre las de perder.
Para quienes escribimos o nos desarrollamos en cualquiera de los ámbitos artísticos, los apoyos gubernamentales, las becas, los premios —esos que critican tanto quienes nunca han terminado un libro ni saben nada del mundo cultural en México— son absolutamente necesarios. Desde muy joven supe que en el contexto actual debía aspirar a dichos apoyos si pretendía sacar mi trabajo adelante. Su normativa y proceso siguen siendo ambiguos y perfectibles, deben cambiar y mejorar radicalmente, aspirar a mayor equidad, descentralización y transparencia. Lo sé de cierto, fui jurado este año (pero apenas el año pasado en la categoría de narrativa había cuatro hombres en el jurado, sí, cuatro, ni una sola mujer). Es innegable la importancia de insistir en que estos apoyos no sólo permanezcan sino que además mejoren y se renueven de raíz. Una vez más, llevemos la discusión más lejos: más allá de jurar que esos apoyos son pulcros, prístinos, sin mancha (porque a mí ya me dieron el apoyo), o sentenciar que son sólo un nido de corruptos y vividores (porque a mí no me lo dieron). He peleado con firmeza y constancia por esos apoyos y premios, a veces llegan y a veces no, pero en el camino terminé libros y traducciones, di incontables charlas, talleres y conciertos en todo el país, lo sigo haciendo con y sin apoyos, poniendo todo de mi tiempo y mi economía en los proyectos que me interesan a nivel personal, a largo plazo. Después de vivir en el extranjero también me doy cuenta aún más de la importancia de contar con estos programas que ofrezcan una alternativa libre de las exigencias del mercado donde la solvencia económica nunca llegará si no escribes las Cincuenta Sombras de Grey. Porque, a quien piensa que todo se arregla si creamos un verdadero “mercado cultural” lo invitaría a revisar el estado de abandono y precariedad del arte independiente y la vida de los artistas en un país como Estados Unidos que todo lo ha dejado en manos de la iniciativa privada; y peor en estos tiempos de pandemia, de teatros cerrados, librerías clausuradas y foros en quiebra.
Después de una licenciatura, dos maestrías, un doctorado en curso, libros publicados, discos grabados, decenas de publicaciones no pagadas, premios y becas, cientos de rechazos y proyectos fallidos, hoy puedo decir que estoy muy satisfecha con mi carrera, tratando siempre con algo de frustración, paciencia y golpes de realismo, de lograr un balance entre lo que remunera económicamente, lo que es una colaboración auténtica, una retribución a la comunidad y lo que quiero que sea mi trayectoria artística. Esto, librando a diario todas las batallas que implica ser mujer si se quiere uno sentar a la mesa, aunque los viejos parroquianos te sigan mirando de soslayo.
En este hábito de reinventar el canon cultural e irrumpir en el espacio público y privado, esta colaboración no pagada surge ante todo de coincidencias y afectos, de una invitación a una revista innovadora y de una celebración por el triunfo de un proyecto transgresor. La metáfora de la cantina parecerá un tanto trivial, pero justo esta trivialidad me parece importante. En un mundo de calentamiento global, de neofascismo amenazante, de pobreza extrema y explotación, de feminicidios y desigualdad racial, quienes nos dedicamos a la cultura es porque gozamos de un cierto grado de privilegio. En mayor o menor medida, esforzándonos mucho o poco. Tener una conversación y un diálogo, lanzar un twitter o un hashtag, sobre la cultura, es en sí un privilegio en estos días aciagos, para bien y para mal en este mundo pandémico, precario, caótico. Y aunque insistamos en que nadie ha sobrevivido a la cuarentena sin una buena historia o una canción, valdría la pena preguntarnos cómo estamos respondiendo, como agentes culturales, a los sectores de menor privilegio que el nuestro, y dirigir allá renovados esfuerzos, ideales comunes, nuevas conversaciones.