Llegué a Séneca cuando tenía diecinueve años, gracias a las clases de Introducción a la Filosofía que Greta Rivara Kamaji daba en mi universidad. Greta tenía un temperamento duro y distante. Ni yo ni mis amigos logramos hacer contacto personal con ella. Desde esa distancia me parecía verla sufrir. El único, frágil consuelo (de ella y de nosotros) estaba en el pensamiento prístino que desplegaba ante nosotros cada clase. Eran exposiciones brillantes en donde la filosofía se convertía en una promesa de salvación. Era nuestro único lazo con ella, pero también era un lazo que valía la pena celebrar.

Greta me regaló muchas cosas en sus clases, pero lo más valioso que me dio fue el descubrimiento de María Zambrano. La lectura más auténtica es así: una especie de corriente eléctrica. Se lee con el cuerpo, sin entender plenamente las palabras que se absorben, y esas palabras vibran y nos hacen vibrar. Se conversa sin palabras, abierto a la armonía silenciosa de las generaciones. La voz suave y flexible de Zambrano comenzó a llenar mi vida. La leía todo el tiempo. Conversaba cotidianamente con ella, le iba contando las cosas que me pasaban en el día. Con ayuda de las bibliografías preparadas por Jesús Moreno Sanz, abrí un archivo personal y comencé a juntar todo lo que ella había escrito. Lo organicé por colores. Comencé a leerla toda, etapa tras etapa, como si fuera un detective que seguía su vida o un amigo por correspondencia que se comunica con una persona que vive en otra época. O en un planeta lejano, pues quizá eso sea el pasado.

He vivido suficientes cosas como para dudar de la existencia de la muerte como algo diferente de la vida. Los autores más importantes en mi vida son presencias reales. Mis muertos se manifiestan cotidianamente en mis sueños y se hacen presentes en detalles pequeños de mi vida despierta. María Zambrano me respondió. Me fue regalando lecturas que, a su vez, se volvieron fundamentales en mi vida. La más importante fue Séneca. Si Zambrano fue una amiga gentil, Séneca fue, y sigue siendo, un amigo del alma. Busqué sus libros en las librerías de viejo de la Ciudad de México, y adentro de ellos encontré cartas que dueños anteriores habían dejado para gente que ya no conoceré. Ellas me hicieron sentir parte de una historia resonante.

Debía ser 2002 o 2003, y yo aún seguía sangrando por la herida de la muerte de mi padre. Comenzaba a intuir que esa herida no se iba a cerrar jamás. Hay un saber que no puede transmitirse y se gana con la edad. Cada uno deberá conquistarlo si puede. Es un saber de la pérdida. El mundo nos enseña a aferrarnos a las cosas que amamos. No nos damos cuenta de los momentos en que somos felices. Abrazar a alguien amado es como tocar la arena de la playa cuando se escurre entre los dedos, y también las experiencias importantes se escurren de los dedos del lenguaje. Somos apenas visitantes en un tiempo hecho de muerte que se ha abierto como paréntesis entre dos eternidades. El miedo a la pérdida, a nuestra propia impotencia, puede volverse enloquecedor, y llevarnos a desconfiar de cada momento de plenitud frágil, de cada encuentro prometedor con un otro que podría ser tocado por la mancha de la muerte.

Nos preocupamos tanto por la muerte que nos hemos olvidado de vivir. Las palabras de Séneca en las Cartas a Lucilio abrieron una puerta resonante en ese año de 2003, cuando asistía, página tras página, a una conversación llena de sentido del humor donde un viejo y un joven de hace dos mil años asediaban el misterio de la vida verdadera, de la libertad y la felicidad que les son propias. La felicidad era un regalo que merecía ser celebrado. “La mayoría fluctúa miserablemente entre el miedo de la muerte y las penas de la vida, y no quiere vivir, pero no sabe morir”. La vida verdadera era algo distinto que la mera sobrevivencia. La libertad tenía que ver con el cultivo de una forma difícil, ligera y flexible de alegría, que nacía de saber distinguir las cosas que están en nuestras manos de las que no lo están. Sobre las cosas que están en nuestra mano es posible preguntarnos qué queremos hacer. Sobre las que no están en nuestra mano no vale la pena preocuparse. Rendirse ante ellas es abrirse a otra forma de la libertad. Así ocurre también cuando las pérdidas enseñan que la única manera de que alguien se quede para siempre es permitir que termine de irse. La impotencia, antes odiada, se vuelve puerta de otra forma de libertad. Una forma difícil, ligera y flexible de alegría que restituye la riqueza del mundo y abre lo que Graciela Montes ha llamado una “frontera indómita”, un espacio subjetivo y secreto que ningún poder podrá dominar y cuyo cultivo es responsabilidad exclusiva de cada quien.

Hay un misterio en el mundo que escapa la medida y el cálculo. El mundo no está cerrado, a pesar de la impresión que pudieran dejar las enfermedades, las catástrofes y las injusticias. Existe un resto incalculable y numinoso que se resiste a cualquier intento nuestro por deducir tendencias. Nuestro tiempo es apenas un paréntesis. De todas las Cartas a Lucilio, mi favorita sigue siendo la carta XII del libro I, donde Séneca celebra su vejez. También retengo de esas Cartas los momentos en que Séneca celebra una comida frugal, una caminata junto a la naturaleza, una buena conversación, una amistad que permanece. Cada vez que conozco a un estudiante, lo invito a leer la carta donde Séneca previene contra el exceso de lecturas e invita a tener conversaciones profundas, viajes lentos, verdaderas amistades (todas ellas son metáforas de lo que para él es la lectura).

Muchos años después, cuando comencé a hacer investigación académica, me sorprendí de cómo, una y otra vez, Séneca estaba entre las lecturas de grandes rebeldes y grandes perseguidos: su eco resuena en las Memorias del hermano de Túpac Amaru, justamente cuando él cuenta cómo fue torturado y cómo se asesinó a su familia. Nunca me ha dejado de maravillar el gesto de un intelectual indígena del siglo XVIII que recurre a un escritor antiguo para explicar la libertad que descubrió ante la tortura. Tampoco me ha dejado de maravillar cómo un libro que habla de la importancia de rendirse haya sido tan importante para tantas personas que resisten, se sublevan y se rebelan. Quizá tenga que ver con que hay un vínculo secreto entre luchar y descansar. Quizá rendirse y sublevarse no sean, en ciertos momentos, experiencias separadas. Quizás también tenga que ver con que hay una historia de los usos del miedo donde este sentimiento se vincula con la articulación de poderes autoritarios y despóticos.

Vale la pena recordar rápidamente los tres volúmenes que Jean Delumeau dedicó a la historia del miedo en Occidente: la manera en que, según este gran historiador, una sociedad traumatizada por la peste, el hambre y las guerras religiosas logró encontrar un sentido a su desgracia gracias a un discurso de las élites religiosas y civiles. Ellas lograron crear una imagen del enemigo al cual podía echarse la culpa de la precariedad en que se vive: las brujas, los herejes y los judíos se volvieron los chivos expiatorios de una vasta crisis social, receptores colectivos del miedo, figuras del mal. Con ellos se creo un molde para dibujar a los chivos expiatorios del futuro. Al mismo tiempo se trasladó esa imagen del mal al interior de cada quien y se enseñó a guardar una rigurosa vigilancia sobre la vida interior. Delumeau dibujó así una arqueología de la culpa y el odio que está en el origen de la modernidad occidental, y en la antesala de los grandes procesos de exterminio donde pueblos educados en esquemas autoritarios han intentado purgar su impotencia colectiva.

Hoy vivimos en el apéndice de ese proceso. La pandemia se ha vuelto un laboratorio memorable para aquellos que buscan construir miedo y odio. La pandemia nos ha regresado a esa condición vulnerable e incierta que es constitutiva de nuestra humanidad. La impotencia colectiva da paso a rituales de castigo social hacia presuntos responsables del mal escenificados cotidianamente en los espacios virtuales. Nada impide suponer que esos rituales de castigo no vayan a tener consecuencias reales en el futuro.

No sólo se trata de rabia, sino también de un odio que en sus orígenes es humano y legítimo. Él se nutre de la frustración, el cansancio y las tensiones acumuladas ante la violencia y la injusticia, y sirve de defensa frente al dolor provocado por la proximidad de la muerte. Los grandes psicólogos sociales de Centroamérica han mostrado cómo, siendo humano y legítimo, el odio también participa de un proceso de deshumanización que involucra a quienes odian tanto como a aquellos a quienes se odia. El odio se diferencia de la rabia por el deseo de dañar: añade un componente de venganza a aspiraciones de justicia que son enteramente legítimas. Él no puede pensarse sin aludir, aunque sea de paso, a los más de quince años de guerra informal en que ha vivido este país, así como a sus consecuencias subjetivas, de las cuales tendremos que hacernos cargo si queremos enfrentar esa guerra, así como las situaciones  estructurales de desigualdad y violencia que son su caldo de cultivo.

A partir de 2018 la “guerra de interpretaciones” emprendida por el gobierno de la 4T democratizó el debate público y abrió los grandes problemas del país al escrutinio ciudadano, al tiempo que alimentó la confrontación por medio de posturas maniqueas y señalamientos públicos no siempre precisos. Hoy cada vez es más frecuente ver cómo artículos políticos que critican aspectos puntuales de la 4T tratan de ser enterrados por avalanchas de insultos. En las últimas semanas yo mismo recibí una cantidad sorprendente de insultos por atreverme a firmar una carta en defensa del presupuesto del INAH. Sorprendentemente, me pasó lo mismo cuando, en otro momento, señalé una decisión que me parecía correcta en el tratamiento de la pandemia hecho por Hugo López-Gatell. Los hashtags en Twitter dedicados a convocar el odio hacia López-Gatell, “doctor de la muerte”, sólo son la última etapa de una política del odio y la mentira, vinculada a la articulación de un sentido común autoritario del que hoy intentan beneficiarse actores diversos en el campo político. Frente a ella habrá que defender algunos valores que fueron patrimonio de la Ilustración como la tolerancia, la verdad, el libre examen y la discusión racional e informada. También será fundamental defender cosas aún más antiguas que hicieron a Séneca una lectura favorita de perseguidos y rebeldes: una forma difícil, flexible y ligera de alegría que restituye la riqueza del mundo y su carácter inacabado; el cultivo de un espacio subjetivo y secreto que puede mantenerse indómito frente a la dominación; y una relación fecunda con la impotencia, que libera de las cadenas del miedo, y el odio y recuerda que la vida verdadera es algo más rico que la mera sobrevivencia.