–Para estudiar las redes hay que aprender a ver entre los huecos –decía Alejandro de la Torre cuando sonó la alerta sísmica.

Salimos del salón sin cuadernos y en el pasillo encontramos caras asustadas. La pintura de las paredes empezó a rasgarse, salpicando el piso de blanco, donde los pies nerviosos sintieron cómo se sacudía la tierra. Al bajar las escaleras estaba seguro de que quedaría aplastado para siempre.

Antes de atravesarlas, las puertas del edificio se sentían a kilómetros. Las lágrimas empezaron a caer poco a poco, al igual que los mensajes y llamadas con los que entendimos la magnitud de lo ocurrido. El silencio del patio era como en ciertos pasajes musicales, cuando sabes que bajan el volumen porque están a punto de subirlo al máximo.

Recibí la primera llamada en mi bicicleta. Una amiga de Mérida acababa de ver las noticias y le pedí que avisara a mi mamá que seguía con vida. Vidrios rotos, válvulas de gas chirriando, gente desesperada. Unos dirigiendo el tráfico, otros gritando y otros en silencio. El caos fue creciendo conforme rodaba por Gabriel Mancera.

Los huracanes del sureste me enseñaron que los desastres naturales son el momento en que aparece de golpe la vida y la muerte. Pero tomó un minuto reacomodar mi habitación porque en mi casa sólo se habían caído macetas y libros. Contactamos a los que vivían con nosotros y todo estaba en orden, aunque tuvimos que prender velas.

El primer grupo fue a sacar cuerpos a unas cuadras. Hordas de gente pasaban caminando, sudadas y arrastrando los pies por la banqueta. Yo puse un rotafolio en la puerta ofreciendo el baño y vasos de agua. Una vecina tomó la sombra con su bebé. Repetir cada detalle de su experiencia la hacía sentir segura.

Nunca volvió la luz. El esposo de la vecina llegó después de unas horas y se fueron. La primera tarde el agua no dejó de correr. La de la cocina, el inodoro y las mejillas. Cuando volvieron los demás fui al Parque México. Las primeras horas unos cargaban botellas, cajas, frutas y otros las tomaban, las subían a camionetas o se las comían sin preguntar. 

Días después, los más asiduos empezaron a dar órdenes y antes de que llegaran las carpas, y pudieran protegerse del sol, hacían operar cadenas de producción a través de laberintos humanos en torno a los rescatistas que sacaban muertos del perímetro. 

Entonces mi casa se volvió una fábrica de tortas. La gente se apersonaba, aportaba dinero y trabajo por la mañana. Al medio día poníamos las intermitentes, abríamos la cajuela y repartíamos el botín donde sea que hubiera personas laborando. En las tardes íbamos a hospitales o cualquier aglomeración que nos aceptara una tacita. Nos automatizamos rápido. Servíamos montañas de comida y hacíamos correr ríos de café. En las noches sacábamos las cuentas y el corte de caja se publicaba en redes detallando cómo se había invertido el dinero ajeno. 

Unas punks convocaron a recuperar la herramienta que la delegación se quería robar en la Colonia Obrera. Tomé mi bicicleta y pedaleé por una ciudad llena de escombro. La gente caminaba en medio de la calle como si el tráfico no hubiera existido nunca. Al llegar ahí, todos estaban vestidos de negro, con botas, mochilas y paliacates. La valla era como una tocada y tenía un ambiente tenso. Como un grupo de niños que espera el castigo después de la travesura.

De vez en cuando se acercaba alguna de las chicas. Decía algo y regresaba a vigilar la montaña de picos y palas. Un hombre salió a contar que no había dormido en tres días. Dijo que sólo se recostaba un par de horas junto a las ruinas, se levantaba, mordía cualquier cosa y seguía picando la piedra hasta el cansancio. Un color blancuzco cubría todo su cuerpo. Tenía los ojos reventados de rojo. Parecía que él mismo deseaba quedar sepultado entre las rocas. Era como un fantasma al que no dejaron morir con su manada.

Una de las punks empezó a pasar la herramienta por encima de la valla. La gente presionó hasta que cedió la reja y la tocada se vino encima. Volaron piedras, cascos y herramientas segundos antes de las correteadas hasta que por fin los de la delegación se fueron en camiones vacíos. 

Temblando, arrastramos el resto de las cosas hasta la Escuela de Cultura Popular Mártires del 68, donde encontramos gente que había tomado otras rutas. Esa y otra herramienta llenó un volquete entero, al que varios se treparon entre chiflidos y bromas y salieron de la ciudad como si estuvieran yendo a una fiesta.

Los grupos de rezo llegaron una vez desalojada la esquina de Bolívar con Chimalpopoca. Vecinos, tejedoras del sindicato, familiares. Las cadenas de oración iban dejando velas, flores, santos, arreglos con papel y mensajes a manuscrita en un tinglado. Después brotaron las pintas, las consignas y hasta conectaron unas bocinas. Los postes tenían racimos de bicicletas de quienes llegaban y se iban. El duelo se materializó con muchos registros y colores.

En mi casa ya habían regresado al trabajo. Desayunamos, comimos y cenamos sándwiches hasta regurgitar el pan. La universidad se tardó más y yo procuré no ver ninguna imagen del sismo en las pantallas, aunque era tan difícil como mirar entre los huecos de una red.