En diciembre de 2020 se publicó en México la versión en castellano del libro Seguir con el problema. Generar parentesco en el Chthuluceno, escrito por Donna Haraway, bajo el sello editorial Consonni. Si bien ya había leído algunos capítulos de la versión original, solo hasta ahora me di el tiempo necesario para leerlo completo y con cuidado. Como con todas las otras obras que le he leído a esta autora, hay pasajes que me han interpelado fuertemente y otros más que me han dejado meditando sin saber si comparto a cabalidad lo que en ellos se enuncia. Para ser completamente honesta tengo que confesar que este libro me incomoda y no sé realmente si me gusta. Paradójicamente, creo que las mejores razones para invitar a la gente a explorar este libro tienen todo que ver con esto último.

Para comenzar, hay que señalar dos aspectos de esta obra que deben de tenerse en cuenta. En primer lugar, Haraway hace largo tiempo que abandonó toda pretensión de escribir libros que aspiren a ser totalidades. Ella escribe, por decirlo de alguna manera, conectando retazos e itinerando entre relatos. Lo hace no por una suerte de necedad estilística posmoderna sino para romper con la idea de que la racionalidad permite sintetizar e integrar los muy variados aspectos del mundo. Lo hace también para obligarnos a transitar entre formas muy distintas de pensar y morar este mundo. El efecto que esto genera puede resultar confuso para aquellas personas que se han acostumbrado a modos de argumentación donde hay un esquema de racionalidad único y que opera a modo de columna vertebral. Empero, la itinerancia es quizás una de las pocas maneras en las que se logra justamente socavar ese optimismo de la racionalidad arrogante que cree poder mirar al mundo para luego representarlo a través de un gran relato. 

La segunda cuestión que hay que considerar es el trasfondo de este libro. No me refiero con ello únicamente a la crisis climática que nos ha ido envolviendo con cada vez más claridad y que se traduce en una debacle ambiental en la que día a día se extinguen muy numerosas especies. Me refiero también al desánimo que hace que esta nueva época conocida como Antropoceno tenga un sabor a derrota y fin de los tiempos. Tal pareciera que nuestros errores no admiten ya solución alguna y por ende que todo está perdido. Para Haraway esa actitud es algo que debemos resistir y es justo allí donde el libro comienza a ser incómodo. Nos obliga, queramos o no, a confrontar nuestro propio pesimismo y admitir que quizás actuamos como almas bellas que se creen conscientes pero que saben que ya nada puede hacerse pues el barco se hunde irremediablemente.

Haraway nos pide resistir esto. Nos pide seguir con el problema. Esto se traduce en dejar a un lado las promesas de un nuevo comienzo, por un lado, o los fatalismos de quienes se asumen derrotados, por otro. Seguir con el problema implica dejar de fantasear con nuevos comienzos en otros mundos pero también con una suerte de reinicio civilizatorio que dará lugar a una sociedad donde todo estará bien al punto de que el daño ambiental ya generado se disolverá mágicamente como si la sexta gran extinción hubiera sido solo un mal sueño. Este problema, nos dice esta filósofa, no va a irse y tendremos que aprender a morar en un mundo lesionado y en el cual hacemos nuestras vidas conviviendo con esos daños.

Su gran apuesta no consiste tanto en ofrecer una solución –en parte porque no la tiene– sino en reimaginar aquello que podemos ser e incluso aquello que somos. Aquí nuevamente puede asaltarnos la frustración y el deseo de que se nos ofrezca una promesa convalidada por la gran racionalidad tecnocientífica que vendrá a decirnos qué es lo que debemos hacer mientras se nos garantiza que todo estará bien. Ese gesto, sin duda, muestra lo mucho que hemos deificado a las ciencias y lo mucho que esperamos un milagro y una absolución. Pero Haraway no es una sacerdotisa y jamás le gustaron las deificaciones ni del cuerpo ni de la naturaleza ni de los saberes. Su enseñanza no es catecismo y lo que nos comunica es que debemos pensar, pensar debemos. Pero ese pensar no es pensar a solas ni tampoco ese hábito tan aparentemente exclusivo del Homo sapiens. Pensar es también aprender a morar con las especies compañeras, aprender a ser con y no a costa de nuestras alteridades. 

Aquí Haraway hace eco de algunas de las grandes innovaciones teóricas de las últimas décadas. Para quienes no están familiarizados con la historia reciente de la biología, el libro puede dar la impresión de que estamos ante una suerte de romantización de las relaciones ecológicas entre los seres humanos y todas aquellas especies que nos acompañan. Podría casi parecer que estamos ante una señora que valora en exceso el amor que le tiene a su perra y los potenciales efectos revolucionarios de dicho amor. No es así. Haraway alude aquí a una nueva versión de la Teoría Evolutiva que hoy se conoce como Síntesis Extendida y que incorpora y reconoce el papel que juegan los organismos en la construcción no únicamente de sus propios entornos sino también de los entornos de aquellos otros organismos con los que co-habitan. Algo hay de esto en la hipótesis de Gaia que también se hace presente en este libro, aunque la Síntesis Extendida y sus secuaces –la epigenética extendida y la biología evolutiva y ecológica del desarrollo– van mucho más lejos pues desdibujan radicalmente los límites mismos del sujeto.

Esto, que de nuevo podría parecer una suerte de deconstrucción lingüística y posmoderna, es en realidad una consecuencia empírica de atender a cómo los organismos se requieren unos a otros en el proceso de ir tomando forma, de desarrollarse, de volverse ellos mismos. A modo de ejemplo podríamos citar lo indispensable que resultan las bacterias entéricas para la generación de las vellosidades intestinales que se encargan de absorber nutrientes. Sin dichas bacterias el intestino simplemente no se desarrolla bien. Sea como sea, Haraway no retoma este ejemplo concreto –y escatológico– pero sí hace un punto semejante. Sin los otros, sin esas especies compañeras, no es posible siquiera edificar a ese sujeto humano que se asume tan autosuficiente; sin Alter no hay Ego. Estamos pues radicalmente imbricados unos con otros en redes ecológicas que son, a una misma vez, la condición de posibilidad de devenir un organismo viable. 

La simbiogénesis harawayana no es pues una mera metáfora. Es una tesis profundamente materialista que tiene un trasfondo científico aunque esta filósofa le da también una lectura literaria y casi podríamos decir humanista salvo que ella misma desautoriza ese término. Nos dice que no somos humanos sino humus y que no hay humanidades sino humusnidades; esto es, somos suelo, somos materia viva. Una materia que, en cualquier caso, implica el ser siempre con otros y el heredar de esos mismos otros los complejos ambientes que nos hacen posible el estar vivos. Esa compenetración radical con la alteridad demanda el abandono de todos esos modelos matemáticos en los cuales hemos querido plasmar lo que entendíamos por racionalidad al suponer que había algo así como un jugador cuyos intereses están claramente delimitados –esto es, todo lo que suena a dilema del prisionero– y que opera por medio de estrategias egoístas ante un Otro igualmente delimitado. Error fatal, nos dice la simbiogénesis, el tomar como punto de arranque a dichos presupuestos. Si somos humus, entonces somos ese suelo lleno de restos de todos los otros que se cruzan con nosotros. 

Empero, de este pensamiento profundamente ecológico no se sigue alguna suerte de promesa fácil en la cual todo mejorará si simplemente nos entregamos a los mandatos de una naturaleza colaborativa. La imbricación con los otros también ha conllevado historias trenzadas de dolor –para unos– y esperanza –para otros–. El ejemplo que la propia Haraway pone versa acerca de las redes de estrógenos a través de diversas especies compañeras y, desde luego, el ser humano. No se me escapa el detalle de que quien escribe estas líneas forma parte de esas mismas redes que Haraway describe. Tanto ella como yo –aunque por distintas razones–, así como la muy querida perra Cayenne que ha acompañado a esta pensadora en tantos textos y aventuras, formamos parte de redes estrogénicas que hace décadas estaban basadas en la extracción de estrógenos de la orina de miles de yeguas que vivían confinadas por la mayor parte de su vida adulta. Hoy ya no se recomiendan los estrógenos equinos conjugados –cosa que como vegetariana agradezco– pero el ejemplo ilustra con contundencia cómo la interpenetración con los otros no implica una suerte de paraíso idílico donde todos cohabitamos felizmente. Ser con los otros, ser con nuestras propias alteridades, no implica necesariamente una cohabitación responsable. Construir esa respons-habilidad, como la llama, no es una tarea automática o mecánica.

Requiere, por ejemplo, saber contar historias. Requiere también saber escucharlas y combinarlas en un ejercicio de construir mundos que esta autora le aprendió a Úrsula K. Le Guin. No basta, desde luego, con esto pero saber coleccionar historias es sin duda un primer paso y una forma de seguir con el problema. Es también una forma de crear coaliciones no sólo entre humanos sino entre todos aquellos seres que son también ese suelo, ese humus que al final es sólo tierra, es la Tierra. Tejer coaliciones para hacer que el fin del mundo sea meramente pasajero. 

Una parte de mí se emociona con ese pensamiento, con la posibilidad de que el fin del mundo sea meramente el fin del capitalismo y sus vástagos. Haraway aspira a que el Capitaloceno y su otro nombre más colonial, el Plantacioceno, no sean una larga era sino tan sólo un momento, un parpadeo en la historia de la vida. Sueña con otro tiempo, la era del Chthuluceno o de aquellas entidades tentaculares que no evocan los mitos de Cthulhu que asociamos con Lovecraft; las entidades tentaculares de Haraway no son deidades ni son tampoco ancestros ciclópeos que han venido a cobrarnos nuestros excesos. Esas entidades son en cualquier caso el suelo y sus centenares de miles de pequeños y humildes moradores gracias a los cuales hay bosques, selvas y animales. Su utopía es con ellos.

Hay, sin embargo, otra parte de mí que teme que las fuerzas geológicas no sean tan misericordiosas y que por ende sea imposible salvar al mundo y a nosotros mismos y nuestras especies compañeras. Me entra pues el temor de que ese libro y esta reseña sean un verso más de la balada del fin del mundo que hoy contamos a modo de despedida. A eso se le llama desesperanza y es todo menos seguir con el problema, es justo lo que ella no quiere que hagamos pero que resulta mucho más difícil de evitar de lo que parece.

Casi querría echarle la culpa diciendo que hasta en sus ficciones se mueren las mariposas –algo que entenderán aquellos que lean este libro de principio a fin– y que, si en los sueños de una de las mentes más ilustres y tenaces puede pasar esto, entonces no queda esperanza. Afortunadamente, como ya he dicho, Haraway no construye templos ni promesas apuntaladas en una suerte de garantía divina. Su esperanza nace de los actos más pequeños que ejemplifican cómo podrían ser aquellas coaliciones hoy tan necesarias. Pienso así en esas palomas ambientalistas, por momentos arte, por momentos ilustres científicas expertas en la contaminación del aire. Haraway también nos habla de ellas y de sus formas de tejer mundos híbridos que pueden ayudar a reimaginar las calles y los cielos de una ciudad.

Para cerrar, hay que aclarar que no todas mis suspicacias emanan del pesimismo. Hay algo en la frase de “haz parentela, no bebés” que esta autora emplea a modo de eslogan y que simple y llanamente no termina de gustarme. Su nota al pie advirtiendo que esto pasaría no me ha ayudado mucho. Recuerdo a un amigo haciéndose eco de dicha frase frente a un grupo de mujeres zapatistas que encontraron en aquellas palabras presuntamente utópicas muchas razones para sospechar de las buenas intenciones tanto de Haraway como de aquel amigo. Quizás esta autora tiene razón y es necesario volver a hablar no solamente de la huella ecológica que genera el hiperconsumismo sino también de la carga ecológica que representa una población tan numerosa; quizás tiene razón y es hora de parar al reproductivismo como futuridad. Pero esa frase con la cual se persigue cristalizar el proyecto simbiogenético no será celebrada por todos sus destinatarios. Pedir que abdiquemos de la humanidad en favor de la humusnidad puede resultarle fácil a quien de hecho puede prescindir de su humanidad –quizás porque nunca se la han cuestionado– pero disolverse en el suelo y con los otros puede sonar a aniquilación si una tiene la mala suerte de habitar alguna de las muchas marginalidades históricamente colocadas afuera de los confines de lo humano.

Sé que esta filósofa no ignora esto. Sé que incluso en las fabulaciones especulativas que cierran este libro se busca hacer ver que no se trata de una propuesta posthumana en la cual el sujeto de occidente se salva a sí mismo al fundirse con sus alteridades no humanas. Haraway nos describe escenarios de fantasía en los cuales hay un intento doble por sanar la herida ecológica y la herida capitalista/racista/colonial. Sé que esa es su apuesta. Y, sin embargo, a pesar de dicha aspiración no puedo dejar de sorprenderme por la forma en la cual se cierra esta obra. El mensaje pareciera ser que la única forma de salvar lo humano es dejándolo detrás. Y ello no solamente como un ejercicio hacia el futuro. Tal ejercicio de salvación sería también un acto de re-escritura en el cual se falsearía la idea de que alguna vez fuimos humanos. Esto es así ya que, si Ser es Ser-con, entonces siempre hemos sido con nuestras alteridades, siempre hemos sido especies compañeras. Si hay un futuro, será gracias al reconocimiento de esto. Pero, si hay un futuro, no es y no será un futuro humano, al menos no en el sentido que ese término tiene hoy en día. La gran ironía es que parece que una vez más ha sido el sujeto de Occidente el que ha obligado a todo el espectro del antropos a dar ese salto.

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