Perspectivas 

Fiorenza Picozza


Puedes leer la primera parte de este texto aquí.


La población afgana lleva más de cuarenta años de desplazamiento, una época inaugurada por la invasión soviética de 1979. Esta tenía el objetivo de apoyar al nuevo gobierno comunista y fue duramente resistida por los muyahidines, grupos religiosos armados y entrenados por EE. UU. Ya a finales de 1980, cuando Afganistán tenía apenas 15 millones de habitantes, la primera ola de refugiadxs contaba con alrededor de 4 millones, en el otro lado de la frontera pakistaní. En 1985 esa cifra había subido a 5 millones, distribuidos entre Pakistán e Irán ​​—un país, este último, que también atravesaba una gran inestabilidad, entre la revolución Islámica de 1978 y la guerra con Iraq (1980-1988), lo cual trajo al país más de un millón de refugiadxs iraquíes—. Tras la retirada de las tropas soviéticas (1988-1989) y la derrota del gobierno comunista (1992) se desató una guerra civil entre las distintas facciones de muyahidines. Los talibanes —un grupo compuesto principalmente por refugiados afganos educados en escuelas religiosas financiadas por grupos ultraconservadores de Arabia Saudí y por pastunes de la frontera afgano–pakistaní— tomaron progresivamente el control de Afganistán entre 1994 y 1998, creando un régimen de terror en un país ya postrado por las violencias de la guerra civil. Entre finales de los años 1990 y principio de los 2000, con la sucesión de la violencia talibana, la invasión de la OTAN y la peor sequía en tres décadas, nuevas olas de afganxs huyeron del país, en particular las personas de etnia hazara, ferozmente perseguidas por los talibanes, por motivos religiosos, étnicos y militares

A lo largo de todo este periodo, las distintas olas de refugiadxs fueron chocando con un régimen de control fronterizo global cada vez más hostil, frente a programas de reasentamiento legal escasos y muy lentos. Con la aplicación de los acuerdos de Schengen en 1990 —relativos a la libre circulación de los ciudadanos europeos entre los países miembros y a la abolición de las fronteras internas—, la Unión Europea impuso un estricto sistema de visas a los ciudadanos de países terceros, junto a sanciones a los transportistas, así que se volvió imposible para lxs afganxs llegar al suelo europeo con aviones comerciales, a no ser que tuvieran el dinero suficiente para poder pagar pasaportes falsos. Además, a partir de finales del 2000, ambos Pakistán e Irán endurecieron sus políticas hacia lxs refugiadxs afganxs y llegaron a cerrar sus fronteras para limitar nuevas olas. Si bien desde su origen colonial siempre se trató de fronteras borrosas y porosas, ambos países hicieron las vidas de lxs refugiadxs residentes cada vez más difíciles al señalarlos en el discurso público como responsables de problemas sociales y económicos; al dejarlos sin permisos de residencia; y al negarles oportunidades educativas y laborales, así como el acceso a los servicios de salud. Esto desató ulteriores desplazamientos desde estos países hacia otros. Muchos de los hombres afganos que yo encontraba en Europa en la década de 2010 habían transcurrido gran parte o la totalidad de sus vidas en Irán o Pakistán y, por ello, tenían mayores dificultades en ser aceptados como refugiados, ya que el derecho de asilo internacional, basado en la Convención de Ginebra de 1951, permite solicitar protección sólo si se huye directamente del país de nacionalidad, y no de países terceros considerados “seguros” para los solicitantes. El concepto de “tercer país seguro” está en la base de limitaciones al reconocimiento del asilo en todo el mundo, como bien refleja el caso del MPP (Protocolos de Protección a Migrantes, introducidos en 2019, suspendidos a principios de 2021 y en fase de reactivación), instrumento empleado por EE. UU. para deportar a México a lxs solicitantes de asilo extranjerxs y obligarles a esperar allá el procesamiento de sus solicitudes por las autoridades estadounidenses. Este marco también representa un problema para las personas que fueron previamente “trabajadorxs migrantes” en países actualmente en conflicto, como fue el caso de lxs africanxs que vivían en Libia y que, al desatarse de la guerra en 2011, se desplazaron nuevamente hacia Europa; este grupo, como mucho, podía ser aceptado bajo el régimen legal de la “protección humanitaria”, la cual les garantizaba menores derechos y tenía una temporalidad más limitada.

A propósito de la externalización del asilo a países terceros considerados “seguros”, los días en los que se escribe este texto coinciden con el vigésimo aniversario del “Asunto del Tampa”, un punto de inflexión crucial para el régimen de frontera contemporáneo. A finales de agosto de 2001, un grupo de más de 400 solicitantes de asilo, la mayoría hazaras, fue rescatado en las aguas entre Indonesia y Australia por el carguero noruego MV Tampa. Las autoridades australianas negaron el permiso a desembarcar a lxs supervivientes —quienes incluían a niñxs y mujeres en la última etapa del embarazo— y enviaron a sus fuerzas especiales para detenerlos y expulsarlos. A los pocos días, el gobierno introdujo la así llamada “Solución Pacífico”, la cual escindía a algunos territorios australianos de la “zona migratoria” del país y externalizaba, con acción retrospectiva, el procesamiento de las solicitudes de asilo de quienes llegaran por vía marítima a la isla de la República de Nauru y a la Isla Manus (Papúa Nueva Guinea). La mayoría de lxs sobrevivientes rescatadxs por el Tampa fueron trasladadxs a la Isla de Nauru y allá detenidxs durante años. Unxs 150 fueron admitidxs por Nueva Zelanda y varixs deportados de vuelta a Afganistán; de estxs últimxs, al menos unxs veinte fueron asesinados al llegar y otrxs perdieron la vida en nuevos intentos de huida. En los años siguientes, los centros de detención construidos por Australia se dieron a conocer en la prensa internacional por sus extremas violencias físicas, sexuales y psicológicas, así como por las protestas de los detenidos que, llegaban a incluir auto-mutilaciones, huelgas de hambre y suicidios, llevaron a cierres intermitente de los centros. Sin embargo, la “Solución Pacífico” sigue siendo expresamente citada como ejemplo y aspiración por varios gobiernos europeos. En ella se inspira, entre otras medidas, la creación de los “hotspots” de detención y procesamiento de las solicitudes de asilo en las islas griegas y en varios puertos del sur de Italia en 2016. Además, a lo largo de todas las orillas del Mediterráneo —particularmente de España a Marruecos, de Italia a Libia y de Grecia a Turquía— se dan prácticas de devolución en caliente, terrestre o marítima. 

En el transcurso de pocos días, el discurso político australiano consiguió transformar a las migraciones marítimas de tragedias político-humanitarias a amenazas para la seguridad nacional; la protección de la soberanía nacional se convirtió en una guerra a los migrantes, construidos como hordas de hombres peligrosos e “ilegales”, cuyos barcos debían ser debidamente detenidos y devueltos. Este proceso de criminalización de la migración, que ya tenía otros antecedentes en la construcción de lxs mexicanxs en EE. UU. como “ilegales”, así como en las estrategias europeas para detener a lxs refugiadxs de los Balcanes en los 1990s, se afinó y globalizó aún más tras el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York el 11-S —apenas dos semanas después del incidente del Tampa—. La “guerra contra el terror” sirvió como justificación tanto para la invasión de Afganistán por parte de EE. UU. y sus aliados en la OTAN, como para la creciente securitización de las fronteras, impulsada por los países occidentales con el fin de alejar a los potenciales “terroristas” infiltrados entre los migrantes. Hoy en día el presidente Biden admite que la invasión de Afganistán poco tenía que ver con las preocupaciones humanitarias por las mujeres afganas o con la construcción de un Estado democrático, sino que era una cuestión de seguridad nacional, ligada a los campos de entrenamientos de las milicias jihadistas de Al-Qaida, lideradas por Osama bin Laden, a quien los talibanes se negaron a entregar. En el lado afgano, esto hizo que se eligieran como aliados señores de la guerra y milicias locales, sin importar las violencias que los mismos ejecutaran sobre los civiles. En el lado estadounidense, la retórica de la guerra contra el terror sirvió para restringir la entrada de refugiadxs a través de los ya escasos programas de reasentamiento legal, suspendidos durante la administración Bush durante varios meses y nuevamente reducidos durante la administración Trump.

En los 20 años de ocupación de la OTAN, tanto la economía de Afganistán —la cual se configura cada vez más como una narco-mafia en las manos de pocas familias— como la situación de seguridad siguieron extremamente precarias. Se estima que el 90% de las operaciones antiterrorismo aéreas o con drones mataron a civiles. Además, ha habido investigaciones sobre crímenes de guerra cometidos por las tropas australianas y británicas, entre otras, incluyendo asesinatos de niños o bien de prisioneros como rito iniciático para los soldados novatos. En cuanto a las matanzas por mano de las fuerzas armadas anti-gobierno, la situación empeoró dramáticamente desde 2014, con el comienzo del repliegue de las tropas OTAN, hasta llegar en 2018 al número más alto de muertes civiles, incluyendo muchxs niñxs.

Esta breve reseña deja entender por qué las migraciones desde Afganistán no han dejado de darse en las últimas cuatro décadas. Frente a una población residente de menos de 40 millones, las estadísticas actuales de ACNUR (la agencia de la ONU para los refugiados) cuentan más de 6 millones de desplazadxs afganxs, la mitad internos y la otra mitad internacionales, contando muchxs cuyas solicitudes de asilo siguen pendientes. El 85% de lxs que se encuentran fuera del país todavía viven en Pakistán (casi 1,5 millones) e Irán (casi 1 millón). En Turquía se encuentran unxs 100 mil, pero de los países occidentales, sólo Alemania cuenta con una cifra más significativa —unxs 180 mil, correspondientes a un 5% del total. Austria, Francia, Suecia y Grecia cuentan con apenas unas decenas de miles cada una, seguidas por números mucho menores en otros países europeos y asiáticos. Australia cuenta unxs 12 mil y Estados Unidos, el principal responsable de la crisis afgana de los últimos 20 años, alberga a pocos más de 2 mil, colocándose en la posición 23 de la lista de países huéspedes.

En el panorama medio oriental, la crisis afgana no es única, pero es una de las más significativas y está superada sólo por Siria. Antes de la revolución de 2011, este país tenía una población de alrededor de 21 millones pero, en diez años de conflicto, 13 millones de ellxs han sido desplazadxs; la mitad se encuentra en el extranjero y tan sólo 4 millones en Turquía, viviendo en condiciones de precariedad legal y laboral, ya que este último es el único país del mundo que, de forma completamente anacrónica, mantiene la limitación geográfica original de la Convención de Ginebra por la cual puede otorgar el estado de refugiado sólo a ciudadanos europeos. A esos números hay que agregar también los altos números de refugiadxs palestinxs e iraquíes que, durante décadas, habían encontrado refugio en Siria, pero con la guerra civil posterior a la revolución —que en breve se convirtió en una guerra subsidiaria alimentada por Irán, Rusia, Turquía y EE. UU.— también tuvieron que volver a huir en la búsqueda de preservar sus vidas.

Precisamente el caso de lxs palestinxs es otro muy significativo en la región y uno que raramente se menciona en el discurso global sobre refugiadxs ya que, por razones históricas y geopolíticas, están gobernadxs bajo el mandato de UNRWA (la agencia de la ONU para refugiados palestinos) y, por lo tanto, no aparecen en las estadísticas de ACNUR. Sufriendo más de 60 años de ocupación colonial por parte de Israel —la cual causó una reducción del 85% de sus territorios— y de desplazamiento permanente, el más largo de la historia contemporánea, los desplazadxs internxs y refugiadxs palestinxs en el mundo son al menos 5 millones, la mayoría de lxs cuales sigue viviendo en campos de refugiados en los mismos territorios palestinos o en los países limítrofes. Junto a ellxs cabe mencionar un incalculable número de refugiadxs curdxs, una minoría étnica en larga resistencia ante la persecución de distintas jurisdicciones nacionales (Turquía, Siria, Iraq e Irán), que también se desplazan hacia las cuatro esquinas del planeta, así como millones de refugiadxs iraquíes e yemeníes. 

Todos estos casos revelan los enormes límites del sistema de protección internacional, ya que las crisis duran décadas y raramente lxs refugiadxs pueden regresar a sus casas —la cual sería la solución permanente preferida por ACNUR ante el reasentamiento en países terceros—. Lejos de la transparencia que quisiera aparentar la palabra “refugiado” en el discurso público global, las personas que huyen de estas situaciones de conflicto permanente se encuentran gobernadas por distintos marcos legales según los tiempos y las geografías y, cuando sus solicitudes de asilo son denegadas o sus permisos de residencia temporal no son renovados, se encuentran sujetas a deportación, una de las prácticas más violentas del régimen de frontera contemporáneo.

A lo largo de los años, Irán, Pakistán y Turquía han retornado forzosamente a cientos de miles de refugiadxs afganxs cada uno; Australia, si no lxs deporta, lxs abandona a las crueles condiciones de detención antes mencionadas; y Europa emplea cada vez más los retornos forzados, a la vez que acepta menos de la mitad de las solicitudes de asilo de afganxs. A las patrullas marítimas, que vigilan casi 5 mil km del Mediterráneo, se han ido añadiendo vallas y muros —ya completados o aún en construcción— en las fronteras de Hungría, Eslovenia, Austria, Grecia, Bulgaria, Estonia y Lituania. Por su parte, con la intención de frenar a la nueva ola de afganxs producida por la nueva toma de poder de los talibanes e impedir que Irán pudiese utilizarlxs como moneda de cambio en sus intereses regionales, Turquía aceleró la construcción de un muro en la frontera iraní, llegando a cubrir 156 de los 500 km totales.

Ahora que Afganistán ha vuelto a ocupar las primeras páginas de la prensa internacional, con su desgarradora realidad contada por periodistas blancas de CNN —quienes llaman a las personas que huyen “aliadas” y en breve regresarán cómodamente a sus casas—, la comunidad internacional vuelve a abanderar a los derechos de las mujeres en clave islamófoba, además enunciándolos desde lugares donde las mujeres para nada viven seguras. Mucho se dice, reflexiona y comenta sobre el barbarismo de los talibanes y su misoginia y así se minimiza la violencia imperialista y racista de la OTAN y de las fronteras de sus países miembros o aliados. Sin embargo, como sucedió con Palestina apenas hace pocos meses, los hombres están completamente ausentes de las preocupaciones humanitarias internacionales, ya que, a diferencia de la victimización de mujeres y niñxs, los varones musulmanes sólo pueden ser perpetradores. Algo también se dice sobre la “mala gestión” de la retirada de las tropas de EE. UU.; pero, como denuncia RAWA (la Asociación Revolucionaria de Mujeres de Afganistán​), ¿cuál sería una “buena” gestión, tras una ocupación militar veinteñal que sirvió meros intereses económicos y geopolíticos ligados a la extracción de petróleo y gas natural y al cultivo de amapola para la producción de opio? Mientras el mundo se conmueve con las imágenes de más de 100 mil afganxs evacuados fuera del país en pocos días con aviones militares estadounidenses (así como con las imágenes de sus soldados recibiendo niños de las manos de familias desesperadas, las cuales deberían recordarnos la separación de familias y niños en la frontera México-EE. UU., más que conmovernos), los ataques militares estadounidenses siguen matando a civiles. El 29 de agosto, un ataque con dron mató a siete niñxs y tres adultos. Entre los 47 mil civiles que se estima haber perdido la vida desde 2004, al menos 10 mil habrían muerto por este tipo de ataques aéreos. Se trata de números infinitamente mayores al conjunto de ataques terroristas acontecidos en occidente desde 2001, y las preocupaciones por estos últimos reverberan con amarga ironía, ya que la mitad de las muertes por terrorismo en el mundo, en 2019, se contaba tan sólo en Afganistán. 

El desprecio absoluto por la vida de lxs afganxs en su tierra —como “civiles”, “prisioneros”, “terroristas” o “talibanes”— hace eco en el desprecio de sus vidas en las montañas y los mares que cruzan como “solicitantes de asilo” o “migrantes ilegales”. Las imágenes de lxs afganxs arrojadxs por un vuelo de evacuación de EE. UU., al cual se sostenían en la esperanza de poder huir, ha sido yuxtapuesta por algunos comentaristas a las imágenes de las personas que se lanzaban por las Torres Gemelas; más bien, recuerdan mucho a las muertes de lxs que caen de los camiones debajo de los cuales se esconden, como Zaher, o por sofocación o congelación dentro de sus cajas. Los vehículos de huida cambian según la época, pero la desechabilidad de las vidas de los refugiados de Oriente Medio, África, el Sudeste Asiático y América Latina sigue siendo la misma para los poderes que podrían evitarla.

Cada gobierno reacciona con la hipocresía que le compete. Tras recibir México unos 175 refugiadxs afganxs —trabajadores altamente calificadxs, empleadxs en medios de comunicación internacional o bien jóvenes empeñadas en investigación científica— la secretaria de gobernación Olga Sánchez Cordero afirmó que éste país siempre fue solidario con quienes huían de sus países; mientras tanto las varias caravanas de centroamericanxs, haitianxs y venezolanxs que intentaban dejar Tapachula rumbo a EE. UU. eran brutalmente golpeadas por los agentes federales de la Guardia Nacional encargados de dispersarlas. Colombia —un país que cuenta con sus propios 40 mil desplazados internos— también ofrecía apoyo a EE. UU. en la acogida temporal de unxs 4 mil afganxs, a lxs cuales, supuestamente, el país norteamericano todavía no tendría la capacidad para acoger, mientras sigue teniendo la expensa militar más extensa del planeta ($705.39 billones en 2021) a la cual hay que agregar la de control fronterizo ($17.7 billones).

Por su parte, EE. UU. se luce con el humanitarismo de las evacuaciones, ocultando el hecho de que muchxs, tal vez la mayoría de lxs afganxs transportadxs fuera del país a través de Qatar, no serán elegibles para programas de reasentamiento en el país norteamericano. Ya hay una larga espera en la tramitación de visas especiales para colaboradores y, además, muchas de estas requieren que lxs solicitantes transcurran al menos un año en un tercer país, con fines supuestamente anti-terrorismo. En Doha, lxs evacuadxs fueron transferidos a la ex base militar de As Sayliyah, donde los contenedores se improvisaron como campamento temporal. Otrxs fueron desembarcadxs en bases estadounidenses en Alemania, Italia, España y Bahréin. Qatar, Kuwait y Emiratos Árabes accedieron a recibir temporalmente unxs pocos miles, mientras que Canadá declaró que aceptará a 20 mil y Reino Unido al mismo número, pero en el plazo de cinco años. Estas medidas, como es bastante obvio, para nada responden a la magnitud de la situación preexistente a la nueva toma del poder por parte de los talibanes.

Algunos de mis antiguos amigos y conocidos afganos buscan, sin éxito, maneras de sacar a sus familias del país, mientras que lxs activistas que ya consiguieron salir saborean ahora, por primera vez, la realidad del exilio y del régimen de frontera. Sus palabras en las redes sociales resuenan con los versos de Zaher Rezai: “Todavía no sé qué sueño me reservará el destino / pero prométeme, Dios mío, que no permitirás / que se acabe esta primavera mía”.