Jardinero, abre la puerta del jardín; 

yo no soy un ladrón de flores,

yo mismo me he vuelto rosa,

¿qué necesidad tendría de otra flor cualquiera?

Zaher Rezai

Zaher Rezai, originario de la ciudad afgana de Mazar-i-Sharif, murió en diciembre de 2008, arrojado por el cajón del camión debajo del cual se había escondido para evadir a los controles policiales al llegar al puerto de Venecia desde Grecia. Junto a los restos de su cuerpo mutilado, fue encontrada una libreta llena de apuntes de diario y versos en persa, tal vez escritos por él, o bien aprendidos de memoria por la tradición poética oral. A esas hojas, Zaher había confiado no sólo el sufrimiento y la incertidumbre del viaje clandestino hacia Europa, también sus deseos, esperanzas y rezos. Entre ellos había una orden de expulsión de Grecia, según la cual el chico tendría entonces trece años; sin embargo, en los exámenes clínicos de su autopsia, las radiografías óseas estimaron que tendría más bien ya unos dieciocho. Como muchos jóvenes afganos que entonces —igual que ahora— buscaban preservar sus vidas y proyectarlas en otras latitudes, Zaher no tenía una edad exacta, sino varias. Afganistán no se burocratizó tanto como otros países del mundo, ya que la inestabilidad causada por los cambios de régimen nunca permitieron un control total del territorio por parte del Estado, así que los certificados de nacimiento, muchas veces, se emitían con retraso y con fechas inciertas. Además, en su lucha cotidiana contra un régimen fronterizo global cada vez más estricto y hostil hacia las personas indocumentadas, es muy probable que Zaher hubiese mentido, en la esperanza de ser aceptado en Europa como “menor no acompañado”. Al fin y al cabo, había crecido demasiado rápido buscándose la vida como soldador en Irán, tras dejar su ciudad natal muy niño, con la matanza de la población hazara de 1998 por parte de los talibanes quienes, al buscar a las milicias oponentes que un año atrás los habían derrotado, rastrearon la ciudad casa por casa en búsqueda de todos los varones, incluyendo a los civiles. El declararse menor de edad en Europa podía devolverle algo de esos años perdidos; tal vez permitirle estudiar y cultivar su amor por la poesía, ahora que no sólo había sobrevivido a la guerra afgana, sino que también a los peligrosos cruces de frontera entre las montañas y los mares que separaban su tierra natal de “la cuna de los derechos humanos”. Sin embargo, en vez de devolverle el tiempo perdido, de pronto, en una noche de invierno, la frontera europea le arrancó la vida.

Muchos de los hombres afganos que conocí a través de mi trabajo como profesora de italiano en una escuela para refugiados en Roma entre 2010 y 2012 y, más tarde, en mi trabajo de campo etnográfico en Roma, Londres y Hamburgo, entre 2014 y 2017, llegaron a Europa muy jóvenes. Entre 2008 y 2017, al menos el 20% de los solicitantes de asilo afganos se declaraban menores de edad, pero la veracidad de sus palabras era a menudo cuestionada por los discutibles exámenes clínicos ejecutados en varios países. A los que las autoridades juzgaban como mayores de edad eran deportados de vuelta a Afganistán, en particular los que habían logrado llegar a Reino Unido, uno de sus destinos más anhelados, pero también el país que, en la última década, ha deportado a Afganistán a unas 15000 personas, el mayor número en toda la Unión Europea (UE), seguido por los países escandinavos y Alemania. Otros eran aceptados como menores y crecían, en sus años más formativos, en centros infantiles o bien con familias de custodia temporal; sin embargo, al cumplir los dieciocho años, veían sus solicitudes de asilo rechazadas y recibían cartas de expulsión que los amenazaban con deportaciones forzadas si no cumplían con dejar el país por propia voluntad. Muchos de ellos se movían entonces hacía otros países europeos e intentaban tramitar una nueva solicitud.

Refugiados llenan la estación de trenes Keleti en Budapest, 1 septiembre 2015. AFP PHOTO/ATTILA KISBENEDEK.

Habían dejado Afganistán por un conjunto de razones entrecruzadas que partían de la inseguridad causada tanto por los ataques aéreos estadounidenses como por las represalias de los grupos armados opuestos al gobierno, pero también incluían la falta de oportunidades económicas y libertades civiles, así como el conservadurismo social y la pérdida o el abandono por parte de sus familias. Entonces como ahora, más del 70% de la población afgana vivía en áreas rurales, en condiciones de pobreza absoluta y en un entorno cultural extremadamente más conservador de las elites urbanas educadas y liberales, conectadas al gobierno democrático pero corrupto (instalado con las elecciones de 2004 tras la invasión OTAN de 2001) y beneficiarias de la economía creada por las ayudas humanitarias extranjeras y los contratos militares. Tras cruzar la frontera, sus periplos duraban años, pausados por largas esperas y detenciones, experiencias kafkianas frente a los juicios de las comisiones de asilo, y por decenas de miles de dólares gastados en viajes ilegales que, en un avión, con los papeles correctos, habrían valido menos de mil. 

En Europa, tanto los menores como los mayores de edad vivían en limbos legales y en continuo movimiento. Llegaban al sudeste europeo después de meses, y a menudo años, atorados entre Turquía e Irán, sufriendo múltiples expulsiones y detenciones, y esforzándose para ahorrar el dinero suficiente para pagar a los traficantes, mientras tanto empleados en trabajos precarios y explotados. Luego, chocaban con el Reglamento de Dublín, un acuerdo internacional por el cual podían solicitar asilo sólo en el primer país de la Unión Europea por el cual habían entrado. Dadas las escasas posibilidades de acceder a visas u otras herramientas legales –incluso para varios que habían colaborado como traductores con las fuerzas OTAN y consecuentemente habían recibido amenazas por los talibanes– sus viajes clandestinos los hacían entrar por Grecia, Italia o Hungría, entre los países más afectados por la crisis económica y, por lo tanto, con las menores oportunidades laborales y las peores condiciones de acogida, protagonizando una crisis humanitaria tras otra. Por ello, a pesar de la obligación de permanecer en el país responsable por su solicitud de asilo, muchos intentaban igualmente llegar a los países del norte de Europa, donde tenían redes más extensas de apoyo de connacionales y mayores oportunidades de sustentación y crecimiento. Cuando la policía los paraba al cruzar una frontera, o simplemente en la calle por controles por perfil racial, los deportaban de vuelta a Italia, Grecia o Hungría. Sin embargo, las burocracias de los procedimientos de Dublín siempre fueron muy lentas, así que varios de estos jóvenes en movimiento perpetuo encontraban intersticios y posibilidades de construcción de vida, aún en su ilegalidad o precaria legalidad. Llevaban vidas inmensamente fragmentadas, a menudo con un permiso de residencia en un país, un trabajo informal en otro, la familia en un tercero, y amistades fraternas en muchos otros. En Italia, los que llevaban más tiempo y se habían arraigado de forma más estable trabajaban como pizzeros, meseros o como mediadores culturales en los centros de acogida y las comisiones de asilo; los recién llegados, aún en espera de reconocimiento legal, distribuían folletos en la calle, vendían café en el estadio o instalaban paneles solares. Además de haber sufrido múltiples deportaciones a través de Europa, cuando no dormían en carpas en la calle, eran transferidos de un centro de acogida temporal a otro y solían describir estas mudanzas con el sentirse “tirados”, como si fueran objetos desechables. A veces estos centros eran meramente nocturnos, así que algunos chicos pasaban los días en los autobuses de Roma, dando vueltas y vueltas para pasar el invierno.

Los que se encontraban en las situaciones legales y económicas más favorables conseguían volver a Afganistán a visitar sus familias de vez en cuando, sorteando con complejos tránsitos aéreos y, a menudo con un cruce de frontera ilegal desde Pakistán, con el obstáculo del documento de viaje para asilados que, en teoría, les prohibía regresar a su país de origen. Algunos se casaban allá y luego intentaban tramitar solicitudes de reunificación familiar para traer a sus mujeres y niñxs. En virtud de sus múltiples desplazamientos, hablaban muchísimos idiomas: como mínimo persa y pastún, las dos lenguas oficiales de Afganistán, pero también urdu e inglés, al menos los que habían estado en Pakistán; a veces también hablaban griego, italiano y hasta noruego. Eran refugiados, pero eran también migrantes económicos; eran desplazados de guerra, pero también sujetos cosmopolitas que tejían redes y subjetividades transnacionales. La mayoría eran hábiles cocineros, amaban danzar y, por supuesto, como Zaher, eran poetas.

En el verano de 2015, con el endurecimiento del régimen de frontera que siguió al tránsito por los Balcanes y Europa central de masivas caravanas de personas, principalmente afganas y sirias, se empezó a constituir el primer grupo de “falsos refugiados”, quienes migraban por motivos meramente económicos, a la vez que el segundo grupo subía al rango más alto de “verdaderos refugiados”, necesitados del apoyo estatal y de la ciudadanía. En 2016, las solicitudes de asilo tramitadas en la Unión Europea por personas sirias tenían un índice de reconocimiento del 98%, mientras que las de personas afganas menos del 57%. Mientras tanto, la embajada alemana en Afganistán desplegaba una campaña de disuasión de potenciales migrantes, colgando carteles publicitarios en Kabul, Herat y Mazar-i-Sharif con consignas como “¿Estás dejando Afganistán? ¿Estás seguro?” junto al enlace a la página web “#RumoursAboutGermany”, donde se enlistaban los muchos peligros del viaje ilegal y las crueldades de los traficantes. Además, en 2016, la Unión Europea firmó el Joint Way Forward, un acuerdo con Afganistán para el retorno de ilimitados solicitantes de asilo denegados, presionando al gobierno afgano a través de las ayudas humanitarias proporcionadas por ella. 

En respuesta, solicitantes de asilo y refugiadxs afganxs residentes en el norte de Europa se reunieron en grupos de protesta en contra de las deportaciones, bajo el eslogan “Afganistán no es un país seguro”. Uno de los interlocutores de mi investigación en Hamburgo, un defensor de derechos humanos hazara muy activo en ese movimiento, me contaba sus desilusiones hacia las posibilidades de transformación real y recalcaba que sus esfuerzos no iban a cambiar las políticas europeas, pero merecían la pena porque cambiaban la mentalidad de lxs participantes, despertándoles del estupor de la vida en el abandono en los campos de refugiados donde esperaban las decisiones sobre sus destinos. Este joven activista tenía mucha razón; las deportaciones de afganxs desde la UE ya habían triplicado e incluían menores, jóvenes que habían llegado a Europa aún niñxs, y personas que nunca habían vivido en Afganistán ya que, siendo hijxs de anteriores olas de refugiadxs, habían crecido en Irán o Pakistán. Todavía a principios de agosto 2021, cuando los talibanes estaban a punto de recobrar el poder en todo el país, seis países miembros de la UE manifestaron a la Comisión Europea sus preocupaciones ante la suspensión de las deportaciones forzadas a Afganistán, la cual veían como factor potencial de atracción para más solicitantes de asilo hacia sus territorios.