La orfandad
Cuando mi padre murió el pasado 9 de septiembre, no fue la tristeza el primer sentimiento que me embargó, sino una profunda sensación de vacío. Era como si ante mí se abriera un hueco, un espacio deshabitado que una extraña fuerza me obligaba a ocupar, más allá de mi voluntad y de mi comprensión. Un paso adelante hacia un lugar donde ya nadie me precedía. La sensación de asomarme a un acantilado y contemplar, desde su filo, el abismo. Nietzsche decía que cuando miras al abismo, el abismo te mira a ti. Así me encontraba ante su cama. Mascullando que, probablemente, el filósofo alemán se refería a algo parecido cuando advirtió aquello de que “Dios ha muerto”. El padre no está. Su lugar está vacío. No hay nadie al volante. Te toca. Nos toca.
You´ll never walk alone
Uno, que por generación y convicción se reconoce como un purista intransigente en asuntos de Star Wars, tomó la decisión de ver la saga con su pequeño hijo de 6 años como debe de hacerse: empezando por los capítulos IV, V y VI. Perdonen la digresión, pero hay lectores que entenderán la relevancia del asunto. Ante quienes esgrimen dudas sobre por dónde comenzar a ver la famosa saga, apelo a la autoridad de Homero. La Iliada, monumento sin el que Star Wars no existiría, está escrita de la misma forma: empieza por la mitad. Es una técnica narrativa que se denomina in media res, y que, en el caso del género épico, genera en la mente maravillosa de los niños un torrente de imaginación, que les impulsa a proyectarse hacia el pasado y hacia el futuro, sobre qué pudo pasar antes y qué podrá pasar después.
En estas andábamos Bruno y yo cuando tuvo lugar una escena clave durante el capítulo IV, titulado: Una nueva esperanza. Cuando Obi-Wan Kenobi —el padre adoptivo del héroe (Luke Skywalker)— muere a manos de Darth Vader, le advierte, antes de recibir el golpe mortal, que se convertirá en algo mucho más poderoso. “¿Qué quiere decir esto?”, se pregunta Bruno. Ha muerto, ya no está con Luke, ya no podrá ayudarlo a destruir la Estrella de la Muerte, ese delirio tecnológico con el que el Imperio Galáctico pretende acabar con la Alianza Rebelde. En el momento crítico de la historia, cuando Luke sólo dispone de unos segundos para lanzar los cohetes que podrían destruir la estación espacial, se encuentra solo en los mandos de su nave. Ben Kenobi ya no está ahí con él. Debe hacerlo por sí mismo y contando con sus propios haberes. Pero lo que hizo no habría podido hacerlo sin Obi-Wan. Su voz se hace presente en el fragor de la batalla: “Usa la fuerza Luke, confía en tu instinto”. Y Luke tomó la decisión, por él mismo, de guiar su tiro, siguiendo el consejo de esa voz. Obi-Wan llevaba razón: su muerte, su ausencia, lo había convertido en una presencia aún más fuerte.
Hay una tradición entre nosotros, más vetusta y respetable que la de Hollywood, que retoma este motivo. El año pasado celebré por primera vez el Día de Muertos. Soy español y no es algo que celebremos allá, al menos de la forma en la que lo hacen los mexicanos. Y aunque yo no haya sido bendecido con la gracia de la fe, aquella noche, no dejé de sentir una presencia espiritual increíblemente intensa. Aquella noche invocamos a nuestros muertos y los honramos, a través de “la peda” y “la tragadera”, realidades mexicanas mucho más tangibles que los sables de luz y las estaciones espaciales. Es una manera, llena de vida, de recordarnos la muerte. Y de que, pese al vacío que deja, ellos, los que se fueron, siguen caminando entre nosotros.
Bruno ya empieza a entender esto, a su manera. Por eso creo que también le llamó tanto la atención esa escena de Star Wars. Días antes de la noche de muertos, viéndome triste, me dijo que no llorara, que no me preocupara por el abuelo. Que cuando yo muriera, me convertiría en calavera y podría abrazarlo otra vez. De nuevo, ese juego extraño y místico entre la ausencia y la presencia, entre el abismo que se abre ante ti y el you´ll never walk alone. En 1945, Richard Rogers y Oscar Hammerstein compusieron una pieza que llevaba ese título y que acabaría convirtiéndose en el himno del Liverpool, el equipo inglés que cuenta con una de las aficiones más decididamente de izquierdas del fútbol internacional.
“To hold”: amparar y contener
Resulta muy común explicar la presencia de los muertos entre nosotros como efecto de la memoria. Blind Willie Johnson, uno de los padres del gospel blues, grabó en 1930 una pieza memorable, profunda y llena de esperanza, en la que se preguntaba: What is the soul of a man. Ni los sabios, ni los libros, ni las gentes de otros países habían sabido responderle. Pero él quiere saber. Y lo que él ha llegado a entender, leyendo la Biblia (el Gospel) es que It ain’t nothing but a burning light: “no es más que una luz que brilla”. La idea de que la memoria y el vínculo con el alma de los antepasados se asegura a través de la permanencia del fuego se encuentra en el origen de la palabra latina hogar. En la entrada de las casas de la Roma antigua había reservado un pequeño hueco, donde resplandecía una luz que representaba la continuidad familiar. Cuando ésta dejaba de brillar, el hogar se había roto o había sido abandonado. Este pequeño ritual contiene una gran lección materialista. El símbolo está encarnado en un objeto. Y lo mismo que para los humanos no hay objeto sin significado, tampoco existe representación al margen de una base material que la soporte y permita su existencia. La memoria no es una fuerza inmaterial. No transita entre nosotros como una entelequia. Los muertos están presentes porque hay vínculos materiales que nos unen a ellos.
Donald Winnicott fue un psicoanalista inglés de mediados del siglo pasado, interesado en las primeras fases del desarrollo del bebé y su relación con la madre. Winnicott prefería entender esta relación en términos de funciones, antes que de individuos. Lo que existe, señalaba, es una función de madre, que puede ser desempeñada por la madre biológica, otra mujer, el padre o cualquier otra persona implicada en la crianza. Esta función (to hold, holding) implica una acción de sostener a quien se encuentra en un estado de dependencia absoluta. Es, a fin de cuentas, amparar y contener, física y emocionalmente, al recién nacido. Winnicott recordaba que esta tarea implica, por parte de quién la desempeña, un compromiso especial, una devoción y una entrega, que acaba convirtiendo el trato con el bebé en algo que fluye de forma natural, de manera tranquila y relajada, adecuando los brazos con los que se le sostiene a la presión justa, sincronizando los tiempos, aprendiendo a interpretar sus necesidades de forma casi espontánea. Frente a comprensibles temores y ansiedades, sobre todo de primerizas, Winnicott sostenía que el desarrollo de estas habilidades definía a una madre “suficientemente buena”, capaz de generar un entorno de seguridad, amparo y contención. Sin duda, la mujer, a través de la lactancia, encuentra un lugar privilegiado y primigenio para desarrollarlas. Pero, insisto en ello, en última instancia lo importante es la función, no quién la desempeña.

Mi padre desempeñó esa función muchas veces y de diferentes maneras. También desempeñó otras: papá es la Ley, y si, como señalaba el propio Winnicott, en las primeras etapas del desarrollo de los niños debemos ser capaces de transmitirles que “todo lo pueden”, en la misma medida debemos saber inculcarles posteriormente que “no todo lo deben”. Salvando las distancias, es la misma lección que, según Cornelius Castoriadis, la democracia griega supo extraer de su propia práctica: “el demos, que todo lo puede, mas no todo lo debe”.
Más allá de inculcar la Ley, mi padre —decía yo— también desempeñó la función de sostén. Mi primer recuerdo, en forma de imagen luminosa, es jugando en la orilla de la playa con él. Yo intentaba subirme encima suya, como si fuera un caballo, postura (a cuatro patas decimos en España) cuya relevancia cualquier padre es capaz de entender y cualquier hijo de disfrutar, como sinónimo de alegría y diversión suprema. Cuando el embajador de España encontró a Enrique IV de Francia cargando a los príncipes en postura, a simple vista tan poco regia, expresó respetuosamente su sorpresa. El monarca le preguntó si tenía hijos. Y siendo afirmativa la respuesta del embajador, el rey contestó: “En ese caso, terminaré la vuelta alrededor de la mesa”.
Pero sentado frente a la cama donde murió mi padre, me di cuenta de que ese extraño sentimiento que me invadía, en el que la fuerza de su presencia se acrecentaba ante su inminente ausencia, me transportaba, no hacia esas imágenes con las que yo identificaba mi primer vínculo afectivo con él, sino hacia un lugar aún más profundo. Y lo extraño es que, cuánto más antiguo me parecía ese estrato, más familiar y cercano se me revelaba. Era la sensación de haber redescubierto algo que siempre había estado ahí conmigo, acompañándome silenciosamente, y que, quizás por ese motivo, había dejado de ser consciente de su presencia. Las ciencias sociales llaman a eso una estructura: patrones que se repiten y producen condiciones de posibilidad para que las cosas ocurran, pero que pasan inadvertidos porque estamos inmersos en ellos.
Esa estructura profunda, que salió a la luz y experimenté frente al cuerpo de mi padre ya inconsciente —me doy cuenta ahora—, no era otra cosa que el vestigio de su desempeño de la función de madre, de sostenerme cuando yo era un ser completamente dependiente. Ese es el vínculo material, primario, sobre el cual se sustenta todo lo que vino después, así como la memoria que lo hilvana y los retazos desde los que hoy compongo la imagen de mi padre: que la inteligencia y el poder de nada nos sirven sin la bondad, que la alegría es medida de la vida, que es necesario viajar para comprendernos (él era marinero e historiador, que son formas de desplazarnos en el espacio y el tiempo), pero que viajar no debe confundirse con una oda al nómada desarraigado, sino que debemos aspirar a formar parte de una comunidad, de una Eklessia (“yo soy más cristiano, en el primitivo sentido, que católico”, me decía), y ello, sin dejar de cuestionar la injusticias que esas comunidades son capaces de reproducir sobre sus miembros (“si Cristo baja, en la Curia, más de uno lo vuelve a crucificar”).
Me gusta pensar que nada de esto me ha hecho como soy en el sentido de fijar en mí ciertas ideas o actitudes concretas de él. Sino, más bien, que se trata de condiciones de posibilidad que él me legó para que, llegado el momento de dar ese paso que debía situarme frente al abismo, ya sin nadie delante de mí, fuera una persona propia, libre, aun dentro del texto de la necesidad. Solo así se puede contemplar cómo el abismo te devuelve la mirada sin sentir espanto y horror.
El eslabón de la cadena y sus dos caras
Se nos oculta, ante la inapelable evidencia de los hechos, las estructuras que los hacen posibles. Por ejemplo, todo el sistema de seguridad social —ese Estado del medioestar que decimos en España (o lo que quede de él)— se edifica sobre un principio muy similar al que enunciaba Winnicott: sostener a quien se encuentra en una situación de dependencia con el fin de que adquiera autosuficiencia, generar condiciones de posibilidad para su desarrollo autónomo y libre. Pero hay una diferencia fundamental: el vínculo no se establece aquí entre una madre y su hijo, sino entre cada uno de nosotros y cualquiera. Ese “cualquiera” está conformado no sólo por los que están aquí y ahora, sino también por “los cualquiera” que vendrán y los que nos van dejando. La escuela pública, la sanidad universal, todo el sistema de pensiones, están basados sobre esta noción de solidaridad colectiva con personas que no conocemos. Ese “cualquiera que somos todos” debe ser el punto de partida de toda política democrática y socialista.
En los delirios del nacionalismo etnicista, el vínculo entre los que se fueron y los que están por venir se efectúa por medio de lazos culturales que delimitan a priori el rango de pertenencia a la comunidad. “Cualquiera” ya no puede ser parte de ella, sólo “algunos”, sólo los que comparten determinados rasgos: la lengua, las tradiciones, la religión, la raza. Frente a esta manera de entendernos, el socialismo define el nexo que nos une como colectivo mediante la materialidad del trabajo y la redistribución del valor que ese trabajo genera. Sobre esa base, se construye el lazo intergeneracional.
En otro frente, desde los años 1980, hay una guerra declarada contra esta concepción orgánica y materialista de los vínculos sociales. Se apela a la libertad del individuo y al lazo concreto, experimentable, que nos une a nuestros ascendentes y vástagos directos. Esa, se proclama, es la única realidad moral: la sociedad no existe. El objetivo último de esta ofensiva no es puramente económico. No es una mera disputa técnica sobre impuestos o sobre la gestión de los recursos públicos: es una guerra política y un conflicto ideológico entre dos maneras de entendernos. Hacer saltar por los aires la idea de una solidaridad intergeneracional con “cualquiera”, en nombre de la libertad individual, es una forma extremadamente eficiente de combatir lo que en nosotros pueda quedar de espíritu socialista. Algo de este espíritu se desperezó durante la pandemia: pudimos entender que, si nos quedábamos en casa, no era para cuidarnos como individuos, sino para evitar que colapsaran las funciones sociales que nos sostienen y nos amparan como colectivo. Sobre ellas, sólo sobre ellas, es posible explicar el proceso de transmisión generacional que permite a la sociedad generar condiciones para que “cualquiera” de nosotros seamos. Mi padre trabajó desde la década de 1970 en una empresa pública que luego, en la década de 1990, fue privatizada, cosa que combatió sindicalizado y, aunque esa batalla se perdió, en el camino dejaron algún ojo morado al adversario. Creo que él entendería en la piel de lo que estoy hablando.
La metáfora de la cadena como forma de entender el vínculo entre las generaciones es útil por otro motivo. Un eslabón nos une al siguiente. Pero con su curva nos remite al anterior. No todos tenemos la misma historia. Tengo amigos de mi edad que me dicen que una vez muertos sus padres, ellos mismos y sus madres se liberaron. ¿Cómo volvemos al eslabón del cual partimos? El rechazo, el olvido, el resentimiento o, en definitiva, el profundo cuestionamiento de las estructuras que hemos heredado, sin ser responsables de ellas, son maneras comprensibles de volver sobre ese origen. Esta otra batalla, que tiene que ver con las heridas aún abiertas que lastramos como individuos y comunidades, nos recuerda, en todo caso, que la transmisión generacional funciona también como un mecanismo inconsciente de reproducción social que puede convertirse en un brutal automatismo. Pero entonces, si hacemos nuestra la creencia, difícil y misteriosa, de que esa pequeña persona a la que hemos entregado nuestra dedicación y devoción es, como decía José Saramago, un préstamo temporal, y que cada generación debe forjar, ahora con Ortega y Gasset, sus propias vigencias, tenemos que ser capaces de incorporar, en el propio proceso de transmisión generacional, las herramientas adecuadas para cuestionar nuestro legado y nuestra historia colectiva.
La naturaleza y la muerte
El mismo año en que murió mi padre, nació mi segundo hijo: Leo. Se parece asombrosamente a él. Tanto, que uno no puede evitar sentir que aquí se oculta un mensaje místico y existencial aún por descifrar. Luego, te acuerdas de aquellas divertidas clases de Mendel y sus chícharos y comprendes que la cosa no es tan improbable, o que al menos explicación tiene. Pero, quizás llevaba razón Durkheim cuando decía que la religión nunca sería sustituida por la ciencia. No la religión en sí y sus contenidos, sino la función religiosa. Por mucho que logremos dar una explicación satisfactoria de por qué mi hijo se parece a su abuelo, aún necesitamos introducir un elemento mágico y misterioso, poético, que sublime ese vínculo material que, como familia y como sociedad nos une a unos con otros a través del tiempo. El día que dejemos de hacerlo, dejaremos de ser humanos. Devendremos en otra cosa.
Antes de morir, mi padre pudo venir a México. Comió abundantemente, se divirtió conmigo, con su familia y con nuestros amigos. Se echó algún trago y, en el descanso de la escalera, escuché lo último que me dijo cara a cara: “estoy orgulloso de ti”. Pero lo más importante de todo: pudo sostener a su nuevo nieto en brazos. De nuevo, la cadena.
Marx nos decía que otro mundo era posible porque el mundo es histórico y, por tanto, lo podemos transformar. Los estoicos nos recordaban, sin embargo, que hay cosas que no podemos cambiar. La naturaleza de las cosas es precisamente eso que, al menos por el momento, escapa a nuestra voluntad y con lo que hay que contar inexorablemente. Es el texto de la necesidad, enfrentado a la fuerza del deseo. El límite que define lo que somos. Castoriadis recordaba que, en la percepción trágica del mundo propia de los griegos que se prefigura ya en la Iliada, lo que le toca al ser humano, su lote, frente al de los dioses, es morir. Pero puede elegir no vivir. Podemos elegir qué forma de vida merece ser vivida y cuál no. Lo que hagamos de nuestra vida, nuestra libertad, transcurre dentro de ese límite infranqueable que es la muerte.
Pero si adquirimos una deuda con quienes generaron las condiciones de posibilidad para que podamos elegir cómo queremos vivir, o al menos para ser capaces de concebirlo, también pagamos un precio por quienes nos continúan. Este es el gran paso al frente. Para que ellos sean, nosotros debemos morir: de otra forma la vida sería insostenible en el planeta. Y ese compromiso, que es también nuestro límite, es con “cualquiera” de los que vendrán, no sólo con nuestros hijos. La muerte, seamos conscientes de ello o no, es el acto socialista por excelencia. Unos llegan, otros se van. Así ha sido siempre y así será. Es la ley, es lo justo. ¡Salud a los que cumplieron con la ley! ¡Salud a los que se fueron y aún caminan entre nosotros porque nos sostienen! ¡Salud, papá!
