Desde abril de 2020, Donald Trump ha criticado de manera reiterada a la Organización Mundial de la Salud (OMS) por fallar en la gestión de la crisis del COVID-19. Primero, el 14 de este mes, anunció la suspensión de las contribuciones de su país a la institución; luego, durante la Asamblea Mundial llevada a cabo los 18 y 19 de mayo, condicionó su membresía a la realización de una investigación y de mejorías en la respuesta a la pandemia en un plazo de 30 días; finalmente, anticipó su decisión y retiró la participación de los Estados Unidos el 29 de mayo. Esta estrategia responde a fines electorales evidentes. Por un lado, la OMS sirve como chivo expiatorio al líder republicano que tardó demasiado en tomar la pandemia en serio (más de un mes después de la declaración de la emergencia sanitaria internacional). Por otro, le permite a Donald Trump visibilizar su estrategia de defensa del interés estadounidense ante el ascenso global de China, emblema de su agenda política desde que fue electo en 2017. Pese a que en enero y febrero de 2020 el dirigente elogió la reacción china al COVID-19, cambió su discurso cuando tuvo que reconocer la gravedad de la situación en su país. A partir de entonces, cada paso del alejamiento con la OMS ha sido acompañado con duras críticas en contra de la República Popular. Básicamente, si la OMS fracasó, es porque se sometió a la influencia china. ¿Cómo apreciar la veracidad de esta lectura? ¿Realmente influye China en la OMS o se trata de otra exageración del presidente estadounidense?
A primera vista, la influencia china no sobresale. Los recursos financieros de la OMS dependen de las contribuciones obligatorias de sus estados miembros, como condición para tener el derecho de voto, y de las contribuciones voluntarias, otorgadas por varios tipos de actores y que se destinan a proyectos particulares deseados por estos. Hoy en día, 80% de las fuentes de la organización son voluntarias, lo cual nos da una primera indicación de los límites de acción de esta institución. Combinando ambos tipos de aportes, China no es un contribuyente importante para la OMS. El gobierno de los Estados Unidos – cuyo retiro amenaza de facto varios programas de la institución– acumula alrededor del 15% de los fondos, seguido por dos actores no-gubernamentales (la Fundación Bill y Melinda Gates y la alianza pública-privada para la vacunación GAVI) y dos estados europeos (Alemania y Reino Unido). Si bien la República Popular ha aumentado, sus aportaciones apenas se situaba en el décimo sexto lugar en 2018.
Sin embargo, Donald Trump tampoco está totalmente equivocado. Si adoptamos una definición más amplia de influencia que rebasa sus aspectos meramente materiales para contemplarla como el control de un actor sobre el desarrollo de acontecimientos, entonces el papel creciente de China en la OMS es innegable. Esta influencia se entiende tanto por las circunstancias coyunturales del COVID-19, como por tratarse de un fenómeno parte del ascenso chino a escala global, proceso que no está exento de desafíos para el país asiático.
Para comenzar, debido a su tamaño poblacional y su crecimiento económico, China está particularmente expuesta al brote de nuevos virus. De hecho, ya fue impactada por el síndrome respiratorio agudo grave (SARS) en 2003. Fue la lentitud de las autoridades chinas en avisar a la OMS, en aquel entonces, la que llevó al reforzamiento del Reglamento Sanitario Internacional (RSI) dos años más tarde, proceso durante el cual la República Popular no fue muy activa. El RSI está a cargo de la OMS y prevé una serie de medidas para facilitar la cooperación internacional en caso de emergencia sanitaria. Aún con la reforma del RSI, que obliga a sus partes a declarar la aparición de enfermedades a la OMS, el sistema sigue basándose en la buena voluntad de los Estados. Esta institución no dispone de la autoridad propia para tomar medidas vinculantes para sus miembros y otros actores involucrados en actividades de salud a nivel global; tampoco tiene poder de sanción. Por lo tanto, la OMS debe respetar la soberanía de los Estados y buscar estrategias para garantizar la colaboración de las partes con el RSI. Este sistema hace de los Estados los socios indispensables para la cooperación, en particular cuando son objetos de brotes de virus, como en el caso chino.
Esta lógica se repite cuando estalla la crisis de COVID-19. Para facilitar la coordinación internacional, la OMS depende de la información detenida por el gobierno chino, situación que le ha servido a este último como palanca de influencia dentro de la organización a la hora de reaccionar ante el nuevo virus. China alertó a la organización el 31 de diciembre de la existencia de lo que ahora llamamos COVID-19 y confirmó la transmisión interhumana el 20 de enero. En estos casos, el Director General de la OMS, actualmente el doctor Tedros, tiene la responsabilidad de declarar la emergencia sanitaria internacional, con diferentes niveles de riesgo. Con el fin de realizar su diagnóstico de la situación, puede convocar a un comité de expertos, el cual se reunió el 22 y 23 de enero. Al parecer, la República Popular y los representantes de otros países asiáticos afectados por el virus también fueron invitados. Fue en este momento cuando las autoridades chinas hubieran presionado para que no se declarara la emergencia sanitaria internacional, para evitar los costos económicos que podían resultar de tal decisión. De manera inusual, se hicieron públicas las tensiones dentro del comité de expertos. El Director General decidió no pronunciar la emergencia al salir de esta reunión. Luego viajó a China con su equipo más cercano y fue sólo al regresar que la declaró el 30 de enero (y la pandemia el 11 de marzo), sin dejar nunca de elogiar la reacción china para controlar el virus –a veces ante la perplejidad del mundo periodístico–. Al mismo tiempo, logró el envío de una misión de expertos a China en febrero, pero bajo el control del gobierno asiático. El propio nombre del virus revela el peso de las negociaciones políticas: la OMS lo bautiza COVID-19, mientras que el Comité Internacional sobre la Taxonomía de los Virus (ICTV) lo nombra “SARS-CoV-2”, lo que no complace a Beijing. Este desarrollo de los eventos demuestra los enormes límites de acción de la OMS y el trabajo de convicción que debe operar con los Estados miembros cuando expresan reticencia a la hora de compartir información sensible, como en el caso de la crisis actual.
Además, China es un actor indispensable en la producción de material médico. Por ejemplo, es el principal productor de cubrebocas en el mundo. Antes del COVID-19, países como Francia habían abandonado la fabricación nacional para comprar los insumos chinos. Esta situación simboliza el ascenso global chino que tiene repercusiones más allá del ámbito económico.
En lo que se refiere a la salud, desde hace más de una década, las autoridades chinas han buscado aumentar su presencia en la OMS para poder defender mejor sus intereses. Todavía muy pocos funcionarios de la organización provienen de China, pero la influencia de este país se ejerce más en la cúpula. Concretamente, Beijing procura el apoyo de la Dirección General de la institución. De 2007 a 2017, la encabezó Margaret Chan, de origen chino y con experiencia previa en el Departamento de la Salud de Hong Kong. El actual Director General, Tedros Adhanom Ghebreyesus, es de origen etíope y el primer africano en lograr esta posición en la OMS. El doctor Tedros era el candidato de una mayoría de los países en desarrollo y de China. Esto no significa que sea sometido a la voluntad china; de hecho, su elección resultó de una votación secreta entre tres candidatos. Más bien, nos indica con qué miembros va a tender a relacionarse. China fue uno de los primeros países visitados por el Director General después de asumir sus funciones en 2017. Estos lazos arrojan luz sobre la estrategia de conciliación que se adoptó durante la crisis de COVID-19, junto con los otros motivos antes mencionados.
Como consecuencia de su influencia creciente en la organización, las autoridades chinas han logrado defender mejor sus intereses, entre los cuales está el control de la participación de Taiwán. La República Popular no reconoce la existencia de Taiwán como un país independiente, según la lógica de “una sola China”, pilar fundamental de la política exterior de Beijing desde la llegada al poder del Partido Comunista en 1949 (sus adversarios durante la guerra civil se refugiaron en la isla y fundaron la República de China, más conocida como Taiwán). La participación de Taiwán en la OMS claramente depende de lo que dicta el gobierno de Beijing. De 2009 a 2016, Taiwán participó como observador en la OMS, pero China exigió su salida después de la elección de una presidenta independentista en la isla. Se volvió a mencionar la participación de Taiwán en la última Asamblea Mundial de la OMS, dada su exitosa contención del COVID-19. China no accedió; más bien Taiwán concedió posponer el asunto para después de la emergencia sanitaria.
Sin embargo, tener influencia creciente no solo conlleva beneficios, sino que también aumenta las responsabilidades. China no es una excepción a esta regla. Al mismo tiempo que la crisis de COVID-19 confirma su papel determinante dentro de la OMS, revela los desafíos que enfrenta China en su ascenso global. Por lo menos tres destacan en el contexto de la crisis sanitaria. Primero, la República Popular sigue padeciendo de un déficit de confianza entre muchos actores. Un trabajo reciente del Instituto Chino de Relaciones Internacionales Contemporáneas (CICIR), un centro de estudio al servicio del gobierno chino, concluye que el aumento de la hostilidad hacia China en el extranjero con la actual pandemia podría superar el nivel alcanzado después de la represión contra la oposición de Tiananmén en 1989. Las dudas sobre la información difundida por Beijing (opacidad, tardanza) simbolizan esta desconfianza. Para contrarrestar esta tendencia, las autoridades chinas han tomado decisiones que las vinculan con la cooperación internacional. Así, han desarrollado una intensa diplomacia médica, mediante el otorgamiento de material o la asistencia técnica, a más de 80 países y organizaciones internacionales desde finales de marzo. Asimismo, durante la Asamblea Mundial de la OMS, el dirigente chino, Xi Jinping, prometió 2.000 millones de dólares estadounidenses para luchar contra el COVID-19 y que la vacuna que están desarrollando los laboratorios chinos estará disponible como bien público global, en una mano tendida a los países en desarrollo.
Segundo, la crisis sanitaria que vivimos pone de manifiesto el desafío de la integración de China en las instituciones multilaterales diseñadas según el modelo y los valores occidentales, incluyendo la OMS lanzada en 1948 después de la Segunda Guerra Mundial. Según John Ruggie, el multilateralismo se refiere a un mecanismo de coordinación entre tres o más actores, muchas veces los Estados, de acuerdo con ciertos principios (funcionamiento, valores). Las organizaciones internacionales suelen servir como herramientas clásicas de apoyo a esta coordinación. La resistencia china a compartir información sensible y a aceptar la emergencia sanitaria también puede levantar críticas acerca de la instrumentalización del multilateralismo a favor del mantenimiento en el poder del Partido Comunista Chino (PCC) y en detrimento del interés colectivo. Por eso, durante las últimas semanas, Xi Jinping ha tenido cuidado en promover el compromiso chino, en particular con la OMS. No obstante, ciertas tensiones son difíciles de resolver: los periodistas no pudieron escuchar el discurso del líder chino en defensa del multilateralismo ante la Asamblea Mundial hace unos años; solo tuvieron acceso a una versión escrita. Estas tensiones dan lugar a equilibrios interesantes: además de la participación de Taiwán, otro tema de la agenda del evento delicado para China fue la propuesta por parte de más de 120 países, que respaldaron una iniciativa de Australia y la Unión Europea, de una investigación sobre los orígenes del virus. Las autoridades del país asiático querían evitar que el proceso sea orientado a evaluarlas, como lo buscaban sus contrapartes estadounidenses. Para ello, su estrategia fue aceptar una investigación independiente de revisión global de la respuesta internacional al COVID-19, llevada a cabo por la OMS, y que se desarrollará después de la emergencia sanitaria, esquivando así de momento detalles delicados como el marco del estudio y la composición del comité evaluador.
Tercero, un último desafío de peso para China tiene que ver con las tensiones agudizadas con los Estados Unidos, cómo pueden llegar a afectar a los demás Estados y tener como consecuencia un mayor deterioro de su imagen. El uso de la OMS y la búsqueda de control de la agenda por parte de ambas potencias quedaron explícitos con sus discursos durante la reciente Asamblea Mundial. El hecho de que los Estados más poderosos busquen dominar las organizaciones internacionales no es nada nuevo. Como lo señaló el periodista brasileño Jamil Chade que trabaja desde Ginebra: “La política no entró en cuarentena”, lo cual también se revela por el bloqueo del Consejo de Seguridad sobre el COVID-19. La decisión de Donald Trump de retirar a los Estados Unidos de la OMS se justifica de manera transparente en este sentido: la organización no hizo las reformas que el gobierno estadounidense quería que realizara. Por su parte, China buscó evitar que se planteara su responsabilidad ante la expansión del virus, para proteger el dominio político del PCC.
El retiro anticipado de los Estados Unidos tal vez tenga que ver con los resultados de la Asamblea Mundial, además de la profundización de la crisis sanitaria en ese país. De los dos temas en pelea entre ambas potencias, la participación de Taiwán y la investigación sobre los orígenes del virus, los Estados Unidos salieron perdiendo. No se pudo incluir a Taiwán y la investigación aprobada no menciona la cuestión del origen del COVID-19. Por otra parte, a pesar de haber participado en la aprobación de la resolución final de la Asamblea Mundial que aboga por un acceso equitativo a los tratamientos para luchar contra la pandemia, el gobierno estadounidense solicitó desvincularse de varios párrafos, incluyendo el que se refiere al acceso gratuito a la vacuna. En cambio, China se comprometió en el sentido de la distribución universal. La conclusión es que ningún jefe de Estado o de gobierno que tomó la palabra durante el evento emitió críticas directas en contra de China, dejando aislados a los representantes de los Estados Unidos.
Para concluir, las acusaciones de Donald Trump en contra de la OMS reflejan la evolución del sistema internacional, la presencia creciente de China en éste y los desafíos que genera su ascenso, para el mundo occidental y para el propio país asiático. Asimismo, nos recuerdan que la influencia en las relaciones internacionales no sólo es una cuestión de recursos financieros. Sin embargo, las decisiones tomadas por la administración estadounidense para paliar lo que describen como una amenaza para su país muy ciertamente serán contraproducentes y autorrealizadas: las autoridades chinas ya se comprometieron a aumentar sus contribuciones a la OMS para que pudiera mantener sus actividades.