Dossier Crisis Climática

Luis Sánchez Graillet

Distintos tonos de verde

Hay dos hechos innegables: que la actividad humana está incrementando la temperatura de la atmósfera a extremos peligrosos; y que algún día los combustibles fósiles (carbón, petróleo, gas natural), que han sido la principal fuente del calentamiento global, se agotarán. Desde una posición cínica, podría plantearse que el calentamiento global es un problema que se resolverá por sí solo, cuando los combustibles fósiles se terminen. El problema con esta forma de “cinismo climático” es que, como lo dijo el premio Nobel mexicano Mario Molina, probablemente «la atmósfera se nos acabará antes que el petróleo» (Ballinas y Becerril, 2008).

El cinismo climático puede parecer irresponsable, displicente, apático y estulto, pero por desgracia es probable que esta sea la postura dominante en amplios sectores de la población ante la cuestión climática y energética. Empero, por sobre el cinismo climático ha venido creciendo otra actitud: la postura “verde”. Ser ‘verde’ implica ser consciente de que el calentamiento global es incompatible con la sustentabilidad de la biósfera y la viabilidad de la civilización humana como la conocemos, por lo que toda sociedad debería tener como objetivo prioritario la reducción de los gases de efecto invernadero (GEI), a fin de revertir o refrenar el calentamiento global. Ser ‘verde’ conlleva, por tanto, trabajar por una transición energética orientada al reemplazo de las energías basadas en los combustibles fósiles por fuentes energéticas con bajas emisiones de CO2, con los menores efectos nocivos posibles para el ambiente, y renovables.

Podrían plantearse muchas buenas preguntas con respecto a una posible transición energética. ¿Qué es exactamente lo ‘verde’? (¿quemar árboles contaría como “energía verde”, considerando que estos vuelven a crecer?). O, ¿qué tan ‘verdes’ son realmente las “energías verdes”? (pues los grandes proyectos hidroeléctricos, eólicos o solares suponen fuertes impactos ambientales, que las hacen menos ‘verdes’ de lo que podría suponerse).[1] Pero aquí nos interesa otra cuestión a fin de comprender ciertas posturas dominantes y ciertas polémicas en torno a la transición energética: ¿quiénes son los ‘verdes’?

En primera instancia, ‘verdes’ serían las personas de cualquier condición o estrato social activamente preocupadas y ocupadas en la preservación del ambiente. Con lo que cabría suponer que las personas ‘verdes’ podrían enmarcarse políticamente en cualquier punto del espectro ideológico de derechas e izquierdas, pues la degradación ambiental es un problema que afecta a todos, y que tendría, por tanto, que concernirle a todo ciudadano en general. Históricamente, sin embargo, los movimientos y organizaciones verdes se han visto generalmente politizadas dentro del espectro izquierda-derecha, con una predominancia asimétrica de las derechas en la mayor parte del orbe. Ello porque el surgimiento y crecimiento de los movimientos ambientalistas se dio primero y con mayor notoriedad en ámbitos y estratos proclives a las derechas y al pensamiento pro libre mercado, ligados, sobre todo, con las clases medias y altas de extracción urbana, y con ciertas élites académicas, políticas y empresariales (Haq y Paul, 2013).

Sin duda, existe también una sólida tradición de ambientalismo nacido y enraizado en los ámbitos rurales, campesinos e indígenas, que ha sido más proclive a las posturas de izquierda (Woodhouse, 2018). Pero, en general, los primeros grupos verdes que lograron articular una voz prominente en la arena pública, hacia la década de 1970, fueron grupos de extracción urbana, ligados a universidades y organizaciones de la clase media. Y fueron estos ambientalistas de ciudad quienes establecieron las primeras agendas, y quienes, en general, han tenido mayor prominencia. La actitud ambientalista parecería haber devenido, incluso, en seña de identidad de las clases medias y altas urbanas. Pues conocer y reproducir el discurso ambientalista no sólo evidenciaría cierto nivel educativo, sino que indicaría la posesión de ciertos valores culturales y éticos (Sastry, 2005).

Esta asociación entre la corriente más prominente del ambientalismo y las identidades y valores de las clases medias y altas resulta pertinente para comprender cómo pudo surgir una cosa tal como el “ambientalismo de libre mercado”: corriente que supone que la protección del ambiente es totalmente compatible con el capitalismo, llegando a proponer que el libre mercado es el único lugar en el que pueden generarse soluciones efectivas para la protección del ambiente; soluciones tales como los “bonos de carbono”.[2] Pero aún más a la derecha está el “eco-capitalismo”. Este parte de la presuposición implícita, jamás cuestionada o revisada, de que el crecimiento económico continuado ad infinitum es tanto posible como deseable, y propone incorporar a la naturaleza de lleno en la dinámica capitalista, ya no sólo como una fuente de recursos, sino también como proveedora de “servicios ambientales” y, en último término, como una mercancía más (Cock, 2011). 

Más allá del evidente interés de los sectores empresariales y gubernamentales por promover estas versiones pro-capitalistas del ambientalismo (llamadas a veces: “ambientalismo verde brillante”) (Steffen, 2009), estos enfoques resultaron atractivos también para la población más cercana al cinismo climático. Pues el ambientalismo pro-capitalista tiene el encanto de que no demanda nada de los ciudadanos, salvo seguir consumiendo, y confiar en que las empresas y gobiernos harán lo necesario para superar cualquier crisis energética o climática. Pero la creencia en que entre la economía capitalista y la protección al ambiente no hay conflicto fundamental alguno es tan poderosa, que incluso las personas con más consciencia ambiental han tendido a aceptar el discurso de los ambientalismos de derecha con respecto a la transición energética, al suponer que es posible pasar de los combustibles fósiles y la energía nuclear a las energías ‘verdes’ sin reducir nuestros niveles de consumos de energía. La ilusión de una transición energética sin privaciones ni sacrificios, que no modifique nuestro ‘estilo de vida’ es tan encantadora, y en el discurso mediático se ha reforzado tanto la idea de que esta tersa transición energética no sólo es posible, sino que ya es casi una realidad, que el grueso de los ambientalistas urbanos parecen haberla aceptado. Ello, con el particular añadido de la creencia en que pequeñas acciones individuales (desde emplear menos luces en casa, hasta adquirir un auto híbrido) pueden hacer la diferencia efectiva para llevarnos hacia la transición energética (actitud que se denomina “ambientalismo verde claro”).

Sea entonces desde la apatía del cinismo climático, desde la visión abiertamente capitalista del ambientalismo verde brillante, o desde el voluntarismo ingenuo pero bien intencionado del ambientalismo verde claro, todo ha convergido para que entre la parte más visible de la opinión pública el discurso dominante sea el de una transición energética plenamente compatible con el capitalismo globalizado de crecimiento continuo y consumo masivo, en algo que se supone posible por una combinación de nuevas tecnologías, algunas medidas regulatorias compatibles con el libre mercado y pequeñas acciones individuales.

En contraste, hay pequeños grupos de pesimistas y ambientalistas radicales y anti-capitalistas que conforman un ambientalismo “verde oscuro”, que cuestionan al discurso dominante y no considera transición posible alguna desde las energías fósiles hacia energías relativamente ‘verdes’ si no se modifica antes de raíz nuestro sistema económico. Lo que inevitablemente será un proceso doloroso, pues implicará racionamiento, desindustrialización, decremento económico y menores niveles de consumo. Ello porque: 1) no hay por ahora energías alternativas a los combustibles fósiles y a la nuclear capaces de sostener a escala global los actuales niveles de consumo; 2) no se ve posibilidad alguna, en el estado actual de la tecnología, de escalar las energías ‘verdes’ a los niveles requeridos; 3) no parece realista suponer que en el futuro próximo pueda surgir alguna innovación tecnológica capaz de modificar radicalmente la situación.[3]

¿Pero quiénes tienen la razón? ¿Y que no la transición energética ya está ocurriendo exitosamente en naciones avanzadas? Examinaremos estos puntos, para pasar después al caso mexicano.

Sueños verdes, despertares amargos

El hecho simple es que a escala global no hay nada con qué sustituir por ahora a los combustibles fósiles, pues a la fecha estos suponen entre el 76.8% y el 82.3% del consumo global de energía (Ilustración 1), mientras que las energías consideradas como ‘verdes’ (solar, eólica, geotérmica, hidroeléctrica, biocombustibles y biomasa) aportan apenas entre el 19.0% y el 15.7% del total. Pero si se cuestiona, además, el estatus de la hidroeléctrica como energía ‘verde’, por sus elevados impactos ambientales (Gibson et al., 2017), el panorama resulta aún menos halagüeño. En particular, las muy promovidas y celebradas energías eólica y solar apenas aportan entre el 3.7% y el 4.6% del total.   

Ilustración 1. Distribución porcentual de fuentes primarias de energía en el mundo, según la Agencia Internacional de Energía (2021) y British Petroleum (2022).

¿Y no podría hallarse alguna nueva fuente de energía, capaz de sustituir a los combustibles fósiles? ¿O podrían perfeccionarse la solar y la eólica hasta equipararlas con estos? La respuesta es compleja, pero para ponerlo en términos simples, el factor clave es la densidad energética, entendida como la tasa de flujo energético obtenida por unidad de área de terreno (Smil, 2010: 112). Esta medida permite realizar comparaciones cuantitativas significativas entre sistemas energéticos de tipos muy distintos, que de otro modo no sería fácil comparar. Así, mientras que el alto poder energético del carbón o el petróleo hace que un solo pozo pueda producir grandes cantidades de energía a partir de un área relativamente pequeña, la baja tasa de conversión de las celdas fotovoltaicas o los aerogeneradores hace que se requieran muchas unidades de estos en amplias áreas para producir la misma energía. En los cálculos de Smil (2015), el diferencial de densidad energética entre las fuentes de energía menos densas (los biocombustibles líquidos y la energía eólica) y los combustibles fósiles es tan grande, que llega incluso a los cinco órdenes de magnitud (Ilustración 3). Lo que implica que con independencia de todos los otros problemas que puedan presentar energías como la solar o la eólica (como su inevitable intermitencia, o su general lejanía con respecto a las zonas de mayor consumo), su baja densidad haría necesario ocupar enormes extensiones de terreno con paneles solares o aerogeneradores para lograr el mismo flujo de energía que quizás uno o dos pozos de petróleo.

Ilustración 2. Smil, 2020.

Pero tal vez la mejor manera de visualizar las enormes extensiones de terreno que la transición hacia las actuales energías ‘verdes’ demandaría sea la estimación gráfica, presentada por Smil, de la superficie de terreno ocupada por una ciudad industrial típica, comparada con la superficie que se requeriría para dotar de energía a esa ciudad, si se utilizara únicamente energía solar, eólica y de biomasa. En cuyo caso, las instalaciones energéticas requerirían una superficie similar o superior a la ciudad misma (Ilustración 4).

Ilustración 3. Smil, 2015.
Ilustración 4. Smil, 2010.

Desde luego, la densidad de las energías ‘verdes’ puede incrementarse. Mucho se ha logrado ya al respecto, y mucho más podrá lograrse, sin duda. Pero incluso siendo optimistas, el diferencial es tan enorme, que podría tomar generaciones antes de llegar a energías alternativas con densidades similares a las de los combustibles fósiles.

Pese a que estas son realidades bien conocidas por los especialistas, en el discurso público persiste la creencia en que una transición energética sencilla, sin cambios de fondo en el sistema económico, es posible. Se sostiene, incluso, que algunas naciones ya hicieron exitosamente esa transición o están a punto de lograrla: Alemania, Holanda, Islandia y los países escandinavos, por ejemplo. Estos “casos de éxito” suelen presentarse sin considerar que estas naciones son mucho más pequeñas y menos pobladas que un país como México, o que cuentan con ventajas peculiares para la producción de energías alternativas (especialmente Islandia).[4] En vez de ello, el éxito de estas naciones se atribuye al mayor desarrollo tecnológico, más consciencia ciudadana, y políticas públicas adecuadas y afines a la iniciativa privada.

En cambio, la prensa mexicana mantuvo un silencio casi total cuando llegaron noticias que apuntaban a que la transición energética en varias de esas naciones europeas podría haber fracasado, a consecuencia de la crisis en el suministro de gas natural proveniente de Ucrania en el 2022. El caso más notable ha sido el de Alemania. Ante el corte del suministro de gas ucraniano, mostró que su sistema energético todavía dependía en lo fundamental de los combustibles fósiles  y que, ante la reducción en el suministro de gas, debió reactivar plantas eléctricas de carbón (DW, 29/08/22) y decretar la nacionalización de las refinerías petroleras rusas en el país (Proceso, 16/09/22). Pero quizás la noticia más grave fue la revelación de que las cifras que avalaban el supuesto éxito de la transición ‘verde’ estaban montadas sobre una argucia legal: contabilizar como ‘verde’ la energía obtenida de la quema de árboles, bajo el argumento de que esta es una  energía renovable, pues los árboles vuelven a crecer (Hurtes y Cai, 07/09/22). Olvidaban, sin embargo, que la quema de madera no sólo es una fuente importante de CO2, sino que a los bosques les toma décadas o siglos reponerse. La transición ‘verde’ europea mostró tener pies de barro, y no ser tan ‘verde’ como parecía.

Los combates por la transición energética en México

En lo energético, la diferencia entre México y la mayoría de las naciones de Europa es que México es productor de combustibles fósiles. En lo político, la diferencia es que México ha sido históricamente objeto de explotación colonialista, mientras que varias naciones europeas crecieron a partir, precisamente, de los recursos extraídos de naciones como México. Lo que también ha sido el caso de los EE. UU., pues pese a ser productor, también ha tenido que echar mano de los recursos energéticos mexicanos para cubrir su demanda. Históricamente, sin embargo, México era un caso anómalo por lo que al sector energético se refiere, ya que fue uno de los primeros países poscoloniales en nacionalizar sus recursos petroleros, logró una industria petrolera estatal sólida y nacionalizó el sector eléctrico, lo que pocas naciones en situación similar lograron.[5]

Esta situación hacía que México dejara de ser un proveedor confiable en el mercado internacional y un importador de refinados. El interés económico y geopolítico de las naciones centrales hacía perentoria, por tanto, la apertura del sector energético mexicano. Lo que además suponía la posibilidad de nuevos y lucrativos negocios; no sólo para los capitales trasnacionales, sino también para las élites locales, dispuestas a colaborar a cambio de prebendas. Fue así que en la década de 1980 inició el proceso de cooptación de las élites políticas y empresariales locales, a fin de impulsar desde dentro la desnacionalización del sector energético, la pérdida de capacidades locales para refinación y producción eléctrica y la creación de marcos legales afines a la inversión privada, con bajas tasas impositivas y privilegios de todo género (Ocampo, 2006).

A partir de ahí vino el desmantelamiento soterrado de la petrolera estatal PEMEX y el cambio del marco regulatorio, para hacerlo  adecuado a los capitales trasnacionales. Lo que concluyó con la abierta desnacionalización contenida en la Reforma Energética del 2013 (Saldaña, 2018). Pero por muy lejos que los temas energéticos estuvieran de las preocupaciones del mexicano común, una desnacionalización tan abierta requería de una retórica que la legitimara. Especialmente, por el antecedente de la semi fracasada reforma energética del 2008, que no se concretó por las intensas protestas ciudadanas encabezadas por el entonces líder opositor, Andrés Manuel López Obrador (2013). La reforma del 2013 precisaba entonces de una retórica capaz de ganar aceptación, si no popular, al menos de los sectores de la clase media. Y para ello nada como apelar a uno de los valores identitarios ya establecidos en dicha clase: la conciencia ambientalista. La idea de que la reforma energética era el paso decisivo para la transición energética funcionó así como gancho para lograr un cierto favor ciudadano en lo que en realidad era una abierta privatización. 

A la fecha, los efectos de esta reforma en la emisión de gases de efecto invernadero apenas podrían empezar a apreciarse.[6] Y la participación proporcional de las energías ‘verdes’ en el consumo energético mexicano tampoco ha variado significativamente; aunque al menos la energía solar fotovoltaica, que básicamente estaba ausente antes del 2018, ya figura ahí (Ilustración 5). Por lo que, desde un punto de vista ambiental, los resultados de la reforma del 2013 han sido poco significativos.

Ilustración 5. Composición porcentual de fuentes de energía primarias en México (BP, 2022).

Pero si los resultados de la reforma del 2013 se miden desde el punto de vista de las oportunidades de negocios privados —legítimos e ilegítimos—, la reforma luce como un éxito. Pues no sólo se crearon los negocios emergentes de la energía eólica y solar, fuertemente subsidiados y blindados contra pérdidas, sino que además se recuperaron para los capitales privados y extranjeros líneas de negocio que se habían cerrado en México desde la Expropiación Petrolera de 1938, como la venta de combustibles al menudeo. Pero la Reforma del 2013 no sólo creó o recreó lucrativos negocios legales, sino que también formó negocios ilegales aún más lucrativos, facilitados por los tratos corruptos que hicieron posible, en primer lugar, la aprobación de la reforma (Merchand, 2015). El más notable de esos negocios ilegales fue la formación de un mercado paralelo de energía eléctrica, al hacer pasar como asociaciones para el autoabastecimiento a empresas que en realidad eran clientes de generadores privados —particularmente, empresas españolas—, que lograron grandes márgenes de utilidad y precios bajos para sus clientes al utilizar sin ninguna contraprestación las redes de transmisión construidas y operadas por el Estado (Martínez y Alegría, 11/10/21).

El fraude de las sociedades de autoabastecimiento fue la gota que derramó el vaso y llevó al presidente López Obrador a iniciar una contrarreforma energética, que fue finalmente frenada en el Congreso de la Unión. Ello no impidió, sin embargo, que a través de las leyes secundarias del gobierno obradorista se lograran frenar al menos los aspectos más lesivos de la reforma energética, aunque dando lugar a duros enfrentamientos judiciales.

Es por todo ello que el discurso de la oposición a la contrarreforma energética se ha centrado en la idea de que el intento por poner orden en el sector energético y terminar con fraudes como el de las sociedades de autoabastecimiento es un atentado contra el ambiente: un ecocidio, destinado a desmantelar las energías ‘verdes’ para quemar petróleo.[7]

Esta retórica de una reforma energética ‘verde’ es un engaño, fundado sobre dos supuestos falaces: que el cambio de las energías fósiles hacia las fuentes ‘verdes’ es factible; y que en México ya era casi una realidad, revertida por la contrarreforma oficialista. Lo cierto es que en México, como en el mundo, la transición energética capaz de desplazar el peso de los combustibles fósiles hacia las energías realmente ‘verdes’ (no la quema de bosques) está aún lejos de ser posible. Y para que ello sea algún día técnicamente factible se tendrá antes que reducir drásticamente el consumo energético, la producción, el comercio y el consumo. Tendrá que construirse otro mundo muy distinto al que conocemos. Más simple y austero, con un capitalismo muy diferente al que hemos conocido. O sin él. Esperemos para entonces tener aún atmósfera.


Notas

[1] Ver la revisión de Gibson et al. (2017).

[2] Los bonos de carbono son instrumentos en el sistema financiero internacional, con los que las empresas adquieren los derechos para emitir ciertos volúmenes de GEI; con lo que en teoría los mercados se encargan de dirigir los procesos productivos hacia las prácticas de menores emisiones (Díaz, 2016).

[3] Para una versión compacta del posicionamiento crítico más a fondo respecto a la transición energética, ver: (Smil, 2014).

[4] Islandia cuenta con una combinación única de una población pequeña, en un territorio con abundantes recursos geotérmicos e hidroeléctricos, lo que ha permitido que la mayor parte de sus requerimientos energéticos queden cubiertos con energías renovables. Ver: (Mikhaylov, 2020)

[5] Para una apreciación de la relevancia del nacionalismo petrolero mexicano, en contraste con otras naciones emergentes, ver: (Yergin, 1991).

[6] Los últimos datos del World Resources Institute, muestran apenas un ligero descenso en la emisión de GEI entre el 2017 y el 2018, al pasar de 688 a 670 Mt. (WRI, 2021).

[7] Para un ejemplo típico de esta postura, ver: (Bizberg, 12/04/22).


Referencias

Ballinas, Víctor & Becerril, Andrea. (28/05/08). Critican técnicos y científicos carencia de una reforma energética integral. La Jornada.

Bizberg, Andrea. (12/04/22). La reforma contra el futuro: más combustóleo para México. Gatopardo.

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Martínez, Fabiola & Alegría, Alejandro. (11/10/21). Modelo de autoabasto energético permite fraude fiscal: Sener. La Jornada.

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