Una de las apuestas más decididas y arriesgadas de nuestra comunidad de la Revista Común ha sido adoptar como seña de identidad un discurso crítico de y desde la izquierda. Hay muchas maneras de enfrentarse a la realidad con una actitud crítica. El contexto impone su tiranía y sería no sólo estúpido sino superfluo, discutir algunos temas en situaciones de urgencia. No obstante, uno de nuestros diagnósticos al comenzar este proyecto fue que el contexto al que nos enfrentábamos demandaba una izquierda capaz de pensarse permanentemente y en todas direcciones o, como acertadamente dijo una de nuestras compañeras con tono cartesiano y existencial: constituirnos como una izquierda que duda. No se trata, cabe añadir, de un afán de distinción, de pasear orgullosos y desafiantes la etiqueta de herejes por cenáculos izquierdistas, esperando como retribución simbólica la hoguera (también, es de esperar, que simbólica). Poco ayudaría esto a un proyecto colectivo. Se trata de ser honestos y en consecuencia expresar las dudas que nos despiertan ciertos imaginarios, creencias e ideas heredadas; cuestionarlas —que no es sino una manera de cuestionarnos—, y fomentar un debate franco y abierto. Los griegos tenían una palabra para la actitud ética que anima esta práctica: la parresía, el coraje de decirlo todo, el habla honesta y libre en la Asamblea. Su contrario, era la demagogia. 

Madrid, y especialmente Barcelona, cuentan al día de hoy con cuatro noches de disturbios y protestas callejeras que se han saldado con cientos de detenciones y algunos heridos graves. El motivo detonante ha sido la entrada en prisión del rapero Pablo Hasel. El caso ha despertado una intensa campaña de protesta en el mundo de la cultura, la sociedad civil, e incluso en parte del gobierno de la nación. Los radicales, fieles a su estilo, se han situado en lo que consideran la vanguardia y desde tan privilegiada posición han llegado a la conclusión de que lo mejor era sustituir argumentos por adoquines. La sensación, en todo caso, es que hay una demanda social de justicia, quizás no mayoritaria pero sí significativa, ante el hecho de que unos ripios mal compuestos te puedan llevar a la cárcel. 

 

Ayax y Prok. Tomada de ayaxyprok.cfen Instagram.

 

La condena considera que los tweets y algunas de las letras del rapero son parte de un discurso de odio que excede los límites de la libertad de expresión, por lo que se le impone una pena de prisión por enaltecimiento del terrorismo y una multa por injurias y calumnias contra la Corona y otras instituciones del Estado (Aquí los tweets y las letras por las que Hasel ha sido condenado, con el consiguiente razonamiento que realiza el Tribunal Supremo en cada caso). Los antecedentes del acusado han desempeñado un papel clave para su entrada en prisión, y aunque hay otras causas por amenazas y agresiones a testigos y periodistas, no se tratan de sentencias firmes (Aquí pueden consultar un resumen del historial judicial del acusado y los documentos oficiales al respecto).

Desde los sectores más conservadores, en una variante del viejo eslogan guerra-civilista de “Rusia es culpable”, Pablo Hasel representa ese comunismo que huele a azufre, esparció el virus de la COVID-19 y es responsable de la muerte de los hijos de la llorona. Como diría Galeano, la figura de Hasel entronca aquí con la de esos “malos de larga duración” que sirven a la cultura política reaccionaria para repartir palos a cualquiera que rompa la formación. Es cierto que, a la luz de su lírica, no resulta difícil imaginarse al acusado rapeando ataviado con un uniforme del NKVD. Ciertos sectores liberales, sumamente críticos con la cultura de la izquierda actual, se han apoyado en esta línea argumental: en realidad, esta es la triste historia de un inadaptado cuyos exabruptos no irían a mayores (los jueces se han limitado a aplicar la ley), si no fuera porque la izquierda está utilizando el caso para promover su agenda política. 

Es curioso cómo la mayoría de quienes han cuestionado la sentencia sienten la necesidad de separar al individuo de la causa que, entienden, representa. Es normal, a la vista de la calidad artística y moral de la obra en cuestión. Uno, que ha visto a gente muy sensata y capaz de desenvolverse con decoro en la vida pública, perder los papeles en privado y lanzar soflamas (vaso en mano) que escandalizarían al mismísimo Pol Pot, entiende que quizás estas cosas puedan ocurrir en privado, pero que hacerlas públicas constituye un exceso injustificado que degrada la vida en común: como cuando alguien se la pasa admirándose en el espejo del gimnasio o se masturba ante un auditorio. Y es que algo de exhibicionismo y pornografía también hay en todo este asunto. 

Quienes, desde los sectores críticos, expresan su repulsa hacia los versos más soeces del rapero comparten de alguna manera este sentir y, por ello, no centran la discusión tanto en la condena —aunque dos de los jueces del Tribunal Supremo votaron a favor de la absolución—, como en la ley que la posibilita. El caso de Hasel sería uno entre cientos de los denominados “delitos de expresión”, los cuáles han conocido un significativo incremento en los últimos años. La norma jurídica vendría a demostrar una deriva autoritaria del Estado español que, apoyándose también en la Ley de Protección de Seguridad Ciudadana de 2015 (la llamada popularmente “ley mordaza”), estaría acorazándose ante el ciclo de protestas que inauguró el 15M y continuó el independentismo catalán, sin olvidar el inestable panorama que se atisba en el horizonte. El vicepresidente del gobierno, Pablo Iglesias, ha avalado esta tesis al hablar de los “déficits democráticos del Estado español” y algunos de los integrantes de Podemos más cercanos a Iglesias, no han dudado incluso en apoyar las protestas callejeras. 

Pero lo interesante a mi juicio es preguntarse por qué, alguien de cuyas letras casi todos huimos como del diablo y la peste, se convierte precisamente ahora en el símbolo más significativo de la lucha por la “libertad de expresión”. Podría argumentarse, tras la acumulación de sentencias contra artistas y ciudadanos, que el caso Hasel es la gota que derrama el vaso; o bien, que la reacción que ha suscitado se explica porque conecta con el malestar de una juventud sin futuro, que acumula frustración y falta de expectativas. Yo creo, sin embargo, que lo que ha provocado el clamor de los sectores críticos es la condena por injurias a la Corona. 

Dada la crisis de legitimidad por la que atraviesa la monarquía española (tema que traté en Los Borbones en Pelotas), resulta fácil comprender que todo este asunto soliviante los ánimos de quienes, además, entienden que la vara de la justicia —y a diferencia del consejo que dio Don Quijote a Sancho cuando partía a gobernar la Ínsula— siempre se dobla por el lado opuesto al de la misericordia: o sea, que al final siempre pagan los mismos. Poco importa aclarar que no es por dicho delito por lo que el rapero entra en prisión, sino por el discurso de odio que implica el enaltecimiento del terrorismo. Desde los sectores críticos se entiende que ambas cosas están unidas: en definitiva, un joven va a la cárcel por expresarse contra las autoridades del Estado lo que, dado el contexto, resulta corrupto e indignante. El problema de la libertad de expresión en España adquiere aquí toda su relevancia, pues conecta con el problema de la legitimidad de uno de los pilares fundamentales del régimen. 

Los relatos posibles sobre la historia reciente de España se articulan a partir de dos grandes vectores: el de la ruptura-continuidad y el de la unidad-diferencia. El primero establece una dicotomía básica: por un lado, la idea de que entre el franquismo y la democracia media en algún momento una ruptura avalada por el pueblo español; por otro, la de que esa ruptura no tuvo lugar y que, por tanto, o no somos una democracia o somos una democracia imperfecta. El segundo vector genera dos posibilidades: o bien la unidad de la nación española es política y legítimamente previa a sus diferencias territoriales; o bien estas diferencias son previas y, por tanto, la unidad es una imposición artificial, efecto de un centralismo autoritario. El relato oficial vincula las dos primeras a través de la figura del monarca, símbolo constitucional de la unidad y permanencia de la nación. El relato crítico se articula a partir del binomio continuidad y diferencia. 

El caso de Pablo Hasel no haría sino confirmar los presupuestos del segundo relato, en un momento de profundo descrédito de la monarquía. El vicepresidente Pablo Iglesias, que entiende todo esto y huele la sangre, se apresura (desde la oficialidad) a reforzar la postura anti-oficial, y habla de “déficits democráticos” días después de haber comparado al expresidente de la Generalitat —huido en Bélgica de la justicia española— con los exiliados republicanos. No creo que sea mera coincidencia. Todo ello además en el marco de las recientes elecciones autonómicas catalanas, cuando las heridas del proceso independentista aún supuran y, es previsible, que lo sigan haciendo.

No seré yo quien lleve a cabo una defensa de la monarquía, ni de la visión encantada que de la ley y de la justicia ofrece el relato oficial, y que bien podría resumirse en aquello de Leibiniz de “el mejor mundo de los mundos posibles”. Hay que decirlo alto y claro: el statu quo es resultado del consenso —la mayor parte de las veces implícito e inconsciente— en torno a la posición dominante. La posibilidad de cualquier cambio social de carácter progresivo parte de adoptar una actitud crítica hacia lo realmente existente y las condiciones que permiten pensarlo. Pero en la misma medida, creo que es obligación de la izquierda situar la indignación en las coordenadas adecuadas, y no dar por supuestos los presupuestos que posibilitan que nos indignemos. Pensar contra las creencias que uno lleva incorporadas es una obligación moral y una necesidad política, no sólo con el fin de acertar el diagnóstico, sino de no convertirnos en el tonto útil de nadie. 

Por todo lo dicho, pienso que no es casualidad que los disturbios callejeros hayan sido mucho más intensos en Barcelona, donde existe desde hace años una red movilizada, en forma de Comités para la Defensa de la República y de otras organizaciones juveniles radicales. No es tampoco casualidad que las cuatro sentencias que desde 2016 se han emitido relacionadas con injurias a la Corona hayan tenido lugar en Cataluña. La trayectoria del propio implicado también nos sitúa en el escenario catalán: nacido en Lleida, hijo de un empresario, dueño de un equipo de fútbol que acabó juzgado por la quiebra del club; su capital militante está relacionado con grupos y organizaciones de la izquierda independentistas. Son varios los estudios que muestran cómo el voto y la simpatía por el independentismo han calado especialmente entre jóvenes que provienen de las clases altas y medias de la sociedad catalana. Las clases populares votan PSOE, aunque se aprecia en las últimas elecciones cierto desplazamiento hacia la extrema derecha de VOX. Cataluña, de nuevo, es el laboratorio político de España, y por eso, a mi juicio, no podemos hacer una lectura del caso Hasel descontextualizada de lo que allí está ocurriendo. 

Actualmente, los sectores más izquierdistas de la política española y los independentismos se han convertido en extraños compañeros de viaje. El motivo, dejando de lado una explicación basada en el miope rédito electoral (que cabría), es que comparten la cuadrícula del espacio político definida por el binomio continuidad-diferencia. Lo que se deduce de todo esto es, en realidad, nuestra incapacidad para pensar la unidad de la comunidad política española (que no es sino un bien común y que, como tal, cabría defender desde la izquierda), al margen de la monarquía. Hay quienes, desde esa misma izquierda, asumiendo la contraparte del relato oficial, afirman de mil maneras que vivimos en el “peor de los mundos posibles” y que, por tanto, todo debería saltar por los aires, incluyendo la propia comunidad política. Yo no sé si esto es una impostura producto de una borrachera de indignación o si realmente se cree en lo que se predica, aun atisbando sus posibles consecuencias. En todo caso, todos estos juegos de salón van a tener que enfrentarse una y otra vez (y dudo que con éxito) con el pragmatismo de las clases populares catalana y española que saben que nuestro país no es todo lo que deseamos, pero tampoco es todo lo que tememos. En política es justo exigir cierta coherencia y responsabilidad. Así que si alguien se les acerca a ustedes sigilosamente y les susurra al oído que tiene una solución política con coste cero a todos los problemas de su existencia, huyan rápidamente lo más lejos posible y cuéntenselo a la persona a la que más confianza le tengan. 

No es malo saberse limitado. Es condición para que el siguiente paso sea el adecuado. Esta conciencia del límite, que nos sitúa ante nuestra actual incapacidad para pensarnos fuera del campo de posibilidades que instauró la Transición; no debe hacernos caer en la desidia. Todo lo contrario. Se trata de un desafío que debe atizar nuestra imaginación política. Lo fácil es querer quemarlo todo y que luego los costos lo paguen otros. Sólo desde ese esfuerzo colectivo de imaginación, se podrá crear un proyecto robusto y que genere certezas. 

Nada de esto, sin embargo, desautoriza lo que me parece una legítima demanda de reparación de una injusticia manifiesta. Me congratula que el caso haya servido para que el gobierno de coalición proponga una reforma del Código Penal que elimine la pena de cárcel por delitos de expresión, incluyendo el enaltecimiento del terrorismo y, por su puesto, las injurias a la Corona. Es probable que en breve el gobierno emita un indulto que permita a Hasel continuar su labor artística en la calle. Me congratula, porque significa que, en España, se revierte de alguna manera esa tendencia mundial marcada por el retroceso de los derechos de libertad de expresión, la extensión de la censura y los delitos que penan el discurso. 

En un célebre libro de 1962 titulado Cómo hacer cosas con palabras, el filósofo inglés John Austin puso las bases de una concepción pragmática del lenguaje. Según los pragmáticos, un enunciado constituye en realidad un acto en el que es posible distinguir tres niveles: el acto locutorio (lo que se dice), el acto ilocutorio (lo que se hace cuando se dice lo que se dice) y el acto perlocutivo (los efectos o consecuencias que genera el acto ilocutivo, su fuerza performativa). Por ejemplo, siguiendo un ejemplo del propio Austin, si yo digo “este barco queda inaugurado en nombre de José Stalin”, el enunciado contiene un acto locutorio (“este barco queda inaugurado en nombre de José Stalin”), un acto ilocutorio (botar el barco oficialmente y que exista en tanto que tal) y un acto perlocutivo (todo lo relacionado con que empiece a navegar en el Mar del Norte formando parte de la armada soviética). Pero para que el acto ilocutorio tenga fuerza y genere el efecto deseado, tiene que estar investido de la autoridad institucional y de los medios materiales adecuados. En el ejemplo de Austin, el barco no queda inaugurado porque: “el problema es que yo no soy José Stalin”. 

Junto con otras consideraciones, creo que esta diferencia sería de ayuda a la hora de movernos en esa delgada línea que separa la libertad de expresión del delito de odio. Para que se produzca algún tipo de sanción, el acto ilocutorio tiene que estar acompañado de las condiciones que lo hacen posible: la autoridad o los medios que permitan que lo que se enuncia se lleve a cabo. No es lo mismo que Trump coquetee si quiera con la idea de tomar el Congreso a que yo lo defienda activamente desde mi cuenta de Twitter. Tampoco es lo mismo que un general hable de fusilar a varios millones de españoles a que un rapero cante loas a un grupo terrorista ya desaparecido. 

Este simple criterio debería valernos a nosotros, legos en tecnicismos legales, para evaluar cualquier tipo de expresión y, esto es lo importante, sea o no de nuestro agrado. Y sostengo además que esta ambición de universalidad debería ser defendida con más ahínco aún si cabe por parte de la izquierda. Hablaba antes de que quienes han defendido la causa de Hasel se han preocupado por separar al individuo de lo que representa: “no comparto sus ideas, pero sí el derecho a que las exprese”. Pero creo que esto no es del todo cierto. Creo que, como he dicho más arriba, lo que en última instancia despierta la indignación es el delito de injurias a la Corona y el amplificador del escenario catalán, lo cual no deja de ser legítimo. Pero hay que ser consciente de ello. Aplicando esos mismos criterios, cualquier otra de las causas abiertas a otros ciudadanos hubiera valido para llevar a cabo esa defensa del derecho a la libertad de expresión, incluyendo la condena de cárcel que un tribunal le impuso a unos neonazis por cantar barbaridades en una suerte de aquelarre vikingo. El tema se vuelve más peliagudo cuando el gobierno que va a modificar el Código Penal es el mismo que propone que la apología del franquismo sea considerada delito. Esto emana un sospechoso tufo a lo que alguien acertó a denominar como “la moral del pedo”: lo que vale para mi no vale para ti. 

Hay pequeños partidos en la izquierda española que se han opuesto a que la apología del franquismo sea considerada delito, y creo que con razón. No se trata de alzar las copas en un brindis por las conquistas liberales y proclamar junto con George Orwell que “si la libertad significa algo, es el derecho de decirles a los demás lo que no quieren oír”. Se trata de que la izquierda haría bien en sumarse a toda causa que suponga universalizar derechos y conquistas sociales. Es un error atrincherarse en un exclusivismo que entiende la ley en función del beneficio que reporta a nuestro partido. ¿Qué harían los intelectuales y artistas de izquierdas si se encontraran de repente en el México de los años 1930, y tuvieran que lidiar con el hecho de que la derecha liberal y católica defendía la libertad de cátedra frente al gobierno de Cárdenas? Hay que separar la causa del partido, porque el partido sirve mientras sirve a la causa. Las demandas a las que acertadamente se sumó la izquierda y contribuyó a dar forma (el sufragio, la legislación laboral, el derecho a la sanidad y a la educación, la renta básica) se enunciaron y defendieron en términos de derechos universales e incondicionales. Y de ahí sacaron su fuerza. El derecho a la libre expresión, incluso de aquello que nos horroriza, debería constituir un punto fundamental en una agenda política de izquierdas, por encima incluso de la protección ante la ofensa de quien tiene los medios y la capacidad para defenderse.