Opinión

Axel Meléndez

En semanas pasadas las principales universidades de la Ciudad de México realizaron sus exámenes de ingreso a la educación superior. Los datos, como era de esperarse, demostraron lo que ya sabíamos con anterioridad: miles de jóvenes fueron excluidos de la educación superior pública. Ante esta problemática se ha demostrado, por diversas investigaciones, que la utilización del examen estandarizado favorece a ciertos sectores de la población por encima de otros. Estos análisis son de suma importancia para tratar de atender la envergadura de dicha problemática, pero, desde mi punto de vista, se quedan cortos al no contemplar otros elementos que permiten entender por qué las y los aspirantes consideran como legítimo este mecanismo de ingreso.

Este tipo de análisis tampoco figuran con gran profundidad en los diferentes movimientos de estudiantes excluidos del país, ya que se centran, las más de las veces, en recuperar y analizar los datos de ingreso y exclusión de cada universidad. En más de 11 años que fui partícipe del Movimiento de Aspirantes Excluidos de la Educación Superior (MAES) y con la fortuna de haber conocido los diferentes movimientos de excluidos en otros estados (Puebla, Guerrero, Michoacán, Nayarit y Jalisco), pude reconocer que esta inquietud sí estaba someramente presente en todas las organizaciones, pero no necesariamente contaban con las herramientas para abordarla.

Recuerdo que en varios encuentros con los movimientos una pregunta era común: ¿por qué las y los miles de jóvenes no se movilizan para demandar el ingreso a la universidad? Esta interrogante lamentablemente no se pudo resolver en los diferentes momentos de intercambio entre los movimientos de excluidos, por lo que me di a la tarea de reflexionar en los últimos años sobre las causas del cómo para después entender el porqué de esta problemática. La tarea no es sencilla, pero por medio de aquella militancia y de estos últimos años de investigación, entendí que uno de los ejes de análisis debía ser la meritocracia, entendiendo que el examen no la genera, sino que la profundiza. Es decir, la meritocracia es una construcción previa al examen.

La meritocracia, desde mi punto de vista, contempla diferentes mediaciones que se entrelazan y articulan para configurar una racionalidad meritocrática que, desde una supuesta elección racional, impulsa a que las y los aspirantes justifiquen sus “logros” o “fracasos” educativos. Por lo que la racionalidad meritocrática debe de entenderse como la apropiación de acciones prácticas e ideológicas que marcan una forma de interpretar y relacionarse con la exclusión.

En este sentido, si la racionalidad meritocrática no solamente se mueve en el terreno de lo subjetivo, sino que tiene su despliegue en elementos prácticos, no es descabellado afirmar que dicha racionalidad es más que competencia, pero principalmente es competencia. Que profundiza un sentido común, pero no sólo recae en la construcción de un sentido común. Que promueve una jerarquía académica, pero no es simplemente una jerarquía. Que tiende a la individualización de los problemas educativos, pero es más que la individualización de éstos; principalmente el ocultamiento del origen social, pero es más que este ocultamiento. En fin, que se expresa en sujetos concretos, pero su despliegue va más allá de lo individual.

En este texto trataré de compartir un análisis —que no desconoce la experiencia práctica— para tratar de abordar la constitución de esa racionalidad meritocrática y cómo ésta juega a favor de la exclusión de la educación superior. Es decir, en sentido contrario a los múltiples análisis tan importantes que se hacen sobre el tema y que sólo retoman los datos sobre clases sociales, estratos, género, etc., me centraré en construir algunas coordenadas que ayuden a explicar la exclusión, no desde los números, sino desde la justificación de las y los propios aspirantes.

(Des)igualdad de oportunidades meritocráticas

Uno de los primeros elementos que es necesario plantear para tratar de responder la pregunta inicial es la supuesta igualdad de oportunidades que opera alrededor del ingreso a la educación superior. Este planteamiento supone que todas y todos los aspirantes que desean ingresar a la universidad tienen las mismas oportunidades, ya que presentan el mismo examen, en el mismo día y en el mismo horario. En ese proceso “lo único que importa es su esfuerzo”. Esta idea tiene cierto grado de verdad, ya que si un estudiante se prepara para el examen puede que su número de aciertos sea mayor y posiblemente logré ingresar a la educación superior. Pero cuando hablamos de un universo de 200 mil aspirantes y una oferta de poco más de 19 mil lugares, la supuesta igualdad de oportunidades se vuelve un mito.

Asimismo, cuando se afirma que no importa el origen social, género o etnia, ya que el esfuerzo individual que se emplee será el garante del acceso a la educación, se van construyendo los cimientos para ocultar las opresiones que vive cada aspirante. Es decir, no importa el punto de partida en el camino hacia el éxito, ni los obstáculos a los que te enfrentes, lo importante es el esfuerzo para alcanzar la meta. Es muy común encontrar esta idea en miles de aspirantes, ¿por qué? Porque plantea un supuesto piso parejo entre hombres, mujeres, clases sociales, etnias y disidencias sexogenéricas al momento de presentar el examen de ingreso a la universidad.

En el contexto de una supuesta igualdad de oportunidades, no importaría el origen de cada persona, pero el examen de selección nos demuestra lo contrario (véase tabla 1). Los datos de este mecanismo revelan que se favorece a unos sectores por encima de otros (hombres, bachilleratos privados, familias que alcanzan más de 20 salarios mínimos o hijos de empresarios o empresarias). Si bien no existe una persona dedicada a decir “este estudiante cumple ciertas condiciones y debe ingresar”, el propio diseño del examen, que oculta las trayectorias académicas y experiencias de vida por medio de la idea de la igualdad de oportunidades, influye de sobremanera en que cada año los resultados marquen las mismas tendencias en la exclusión.

La victoria del discurso sobre la igualdad de oportunidades no recae en su expresión cosificada en el examen de selección, sino en hacerle creer a las y los aspirantes que son “arquitectos de su propio destino” y que su esfuerzo individual puede derrumbar cualquier obstáculo. Esta relación, entre el examen y las creencias construidas en las y los aspirantes —impulsadas por las propias instituciones educativas y los medios de comunicación—, coadyuva en la autojustificación de la exclusión, ya que permite que otros elementos como la comparación, la competencia, la jerarquía académica, el sentido común y la individualización de los problemas educativos se desarrollen y relacionen entre sí. Esta asimilación invisibiliza las desigualdades estructurales de clase, género y etnia a partir de que se asumen como propios los “fracasos educativos”. Así, esta lógica sobre la igualdad de oportunidades es la condensación de estos cinco elementos que contribuyen a develar la racionalidad meritocrática.

Tabla 1. Características socioeconómicas de las y los aspirantes y población asignada en el examen de ingreso a la licenciatura en 2018

 DemandaPoblación asignadaPorcentaje de aceptación
Tipo de bachillerato
Privado28,3935,04317.7 %
Público118,42016,84114.2 %
Sexo
Masculino67, 43811,83317.5 %
Femenino86,12811,29013.1 %
Escolaridad de la madre
Licenciatura o Normal Superior29,2615,36518.3 %
Secundaria41,7614,95611.8 %
Primaria21,4143,13814.6 %
Escolaridad del padre
Licenciatura o Normal Superior34,5896,40218.6 %
Secundaria38,8454,71712.2 %
Primaria17,3142,53914.6 %
Principal ocupación de la madre
Empresaria1,19721818.3 %
Directiva o funcionaria2,13641819.6 %
Campesina7529913.2 %
Empleada36,0855,65615.6 %
Comerciante14,5222,11014.6 %
Obrera3,78941711 %
Principal ocupación del padre
Empresario2,58848618.7 %
Directivo o funcionario2,78050618.2 %
Campesino3,53749714.0 %
Empleado45,4086,46514.2 %
Comerciante16,4992,29913.9 %
Obrero45,4086,46514.2 %
Ingreso familiar mensual (en salarios mínimos)
Más de 105,5581,63429.3 %
De 6 a menos de 812,2552,41619.7 %
De 2 a menos de 461,0698,86414.5 %
Menos de 243,5004,45710.2 %
Situación laboral del estudiante (horas de trabajo a la semana)
Menos de 1622,8283,19516.4 %
Más de 3225,6815,42621.1 %
Computadora personal
101,71116,70914 %
No51,8226,40212.3 %
Fuente: Elaboración propia con base en Cuadernos de Planeación Universitaria, UNAM, 2019.

Competencia y comparación

Cuando hablamos del examen de selección, del esfuerzo individual y de una supuesta igualdad de oportunidades, no hay que obviar que existen dos elementos que articulan lo anterior y que ayudan a justificar la exclusión: la competencia y la comparación. El postulado en su utilización es sencillo: ambas obligarán, primero, a las instituciones a seleccionar “lo mejor de lo mejor” y, segundo, provocarán que las y los aspirantes mejoren sus conocimientos a partir de competir por un lugar.

La comparación y la competencia no sólo colocan el esfuerzo individual como centro, sino que también construyen la idea de que cada aspirante no es víctima de las condiciones estructurales, sino victimario de su destino. Estas ideas son interiorizadas por las y los aspirantes que, una vez publicados los resultados, configuran comparaciones con personas de la misma familia, conocidos o con los casos de “éxito” que se presentan en los medios de comunicación; y así, al mismo tiempo, la competencia se profundiza. Es decir, competencia y comparación operan de manera coordinada y se nutren entre sí.

Este binomio contribuye a que cada persona excluida haga ciertas valoraciones sobre quienes sí pudieron ingresar y quienes no: “él sí pudo ingresar porque se esforzó y yo no me esforcé lo suficiente”. Así, se presentan parámetros de pensamiento dicotómicos que nublan las condiciones estructurales que rodean a cada aspirante. Estos elementos también se refuerzan en la lógica contraria, ya que la mayoría de quienes sí ingresaron se convierten en paladines del esfuerzo individual como garante del derecho a la educación: “yo sí ingresé a la universidad porque me esforcé”, “tus 30 aciertos demuestran que no te esforzaste”. Es decir, la competencia y la comparación se fortalecen en la relación con otros y no sólo en la percepción individual.

A lo anterior se suma una cuestión que llama la atención de sobremanera: las y los aspirantes excluidos se convierten en juez y parte, ya que vigilarán que todo el mundo cumpla con el mandato del esfuerzo individual para que la competencia sea “justa”, lo que genera las condiciones para que se pierdan de vista las desigualdades estructurales, ya que supuestamente existe un terreno justo para todas y todos. Esto es fundamental de entender: ellas y ellos han articulado la competencia —por ende, el esfuerzo individual— y la supuesta igualdad de oportunidades como garante de los resultados del examen de selección.

Aspirantes en el Concurso de Selección de Ingreso a la UNAM durante la contingencia por COVID-19, 2020. Foto: Sombra Inquieta.

Jerarquía académica y sentido común

La comparación y la competencia tienen una estrecha relación con otros dos elementos que ayudan a entender la racionalidad meritocrática: la construcción de un sentido común y las jerarquías académicas. Ambos, al igual que los anteriores, no surgen necesariamente al momento de presentar el examen de selección, pues se constituyen desde los primeros años de la educación básica y en niveles académicos subsecuentes.

Para nadie es ajeno que en la educación básica en México existen los llamados “cuadros de honor”, que son espacios, principalmente en las explanadas o en la entrada de cada escuela, donde se colocan las fotos y nombres de quienes obtuvieron las mejores notas en el periodo de evaluación. En estos mismos niveles se ocupan los reforzadores de las calcomanías de estrellas pegadas en la frente de las y los niños como muestra de su esfuerzo. De la misma manera, a quien tiene las mejores calificaciones en su trayectoria académica se le premia con ser parte de la “escolta”, que rinde homenaje a la bandera cada lunes en presencia de toda la comunidad escolar. Estos ejemplos, ya sea en una relación más íntima en el salón de clases o frente a toda la escuela, coadyuvan en la constitución de una jerarquía académica entre los “mejores” y “peores” dentro de las instituciones educativas.

En grados superiores, principalmente en bachilleratos técnicos de todo el país, el cuadro de honor se transforma en los llamados “periódicos murales” que se encuentran en las explanadas principales. En estos espacios se colocan el nombre, la foto y los resultados de quienes sí pudieron ingresar a alguna universidad. La premiación pública de cada aspirante seleccionado, así como la sanción indirecta a quien no se esforzó, provoca que se profundice la jerarquía académica y un sentido común sobre el esfuerzo individual.

En este contexto, conviene recuperar una explicación a la que apela el MAES: el “síndrome de Benito Juárez”. La mayoría de las y los mexicanos hemos escuchado, desde temprana edad y en múltiples espacios, la historia de vida del Benemérito de las Américas: “era pobre, indígena zapoteco, huérfano y para sobrevivir le ayudaba a su tío en el pastoreo de ovejas, pero, a raíz de su esfuerzo y sacrificio, llegó a ser presidente de la república”. Este relato, que se muestra como caso ejemplar de la meritocracia mexicana, es nombrado por personas involucradas en temas educativos, artistas, políticos, medios de comunicación, personajes de la derecha, autoridades universitarias y por el actual mandatario mexicano, provocando que el caso de Juárez atraviese momentos históricos y se mimetice en nuevos rostros de superación personal.

En este “síndrome”, juegan un papel importante los medios de comunicación, ya sea de las propias instituciones educativas o de otros espacios, en la construcción de una jerarquía académica y un sentido común. Para muestra de lo anterior, aunque existen muchas notas con diferentes ejemplos, se puede mencionar el caso de Ricardo Pedro Pablo que fue difundido en diferentes medios, los cuales, a grandes rasgos, resaltaban el origen étnico, la pobreza y el esfuerzo de Ricardo, y que, a partir de la superación personal, pudo estudiar en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, con la afirmación “el querer es poder”.

Otro ejemplo como el anterior es el de Vannia Avelar, quien, después de tres intentos para ingresar a la educación superior, obtuvo un puntaje perfecto en su examen de selección. En un boletín de prensa de la UNAM, titulado “Puntaje perfecto de Vannia Stefanía Avelar”, se menciona que “Vannia Stefanía Avelar Labra aceptó que siempre se le ha complicado la historia, pero hace algunos días ella misma forjó la suya al conseguir el puntaje perfecto en el Concurso de Selección junio 2019 al nivel Licenciatura de la UNAM”.

El problema en estos ejemplos no es el esfuerzo y dedicación de Ricardo o Vannia, sino que son presentados como una regla general para todo aquél que se esfuerce y no como una excepción funcional que sirve para seguir reproduciendo el discurso de la supuesta igualdad de oportunidades.

Ahora bien, la comparación, competencia, igualdad de oportunidades y el esfuerzo individual ahora toman un matiz distinto, ya que es a partir de las propias instituciones educativas y medios de comunicación que se va consolidando la construcción de una cultura del esfuerzo que, en pocas palabras, reafirma que todo el mundo tiene las mismas oportunidades de ser premiado y formar parte de la punta de la jerarquía académica. Esto contribuye a la elaboración de un sentido común que normaliza que el acceso a la educación superior se logra a partir del esfuerzo individual. Esta situación constituye la idea de que el examen de selección es un instrumento legítimo y neutro que garantiza el ingreso a las universidades.

Como vemos, todos estos elementos guardan una relación estrecha, pero su operación no necesariamente tiene una jerarquía constituida, ya que se alimentan todos entre sí. Su circulación y reproducción componen la racionalidad meritocrática, y tienen su máxima expresión cuando las y los aspirantes justifican e individualizan los problemas educativos. Es decir, se puede ver de manera aislada la competencia, comparación, jerarquía académica e incluso el sentido común, pero la condensación de todos estos elementos recae en la individualización de los problemas educativos, a la cual me referiré ahora brevemente.

Individualización de los problemas educativos

Uno de los grandes retos durante mi militancia en el MAES, y ahora en estos años de investigación, fue el acompañamiento, con las y los aspirantes, en la ruptura de los diferentes elementos mencionados y que ahora nombro, de manera condensada, como racionalidad meritocrática. El reto no era atacar cada elemento por separado como se hacía en un inicio, era entender cómo se relacionan para así coadyuvar a la reflexión de que aquello que se presenta como responsabilidad individual, en realidad, es un problema estructural. El desafío nunca fue sencillo de afrontar, ya que no solamente planteaba el problema de la cobertura en la educación superior, sino el entendimiento de la racionalidad meritocrática desde elementos teóricos y prácticos, el cual demandaba un abordaje de mayor complejidad de la realidad social.

Si bien los problemas educativos involucrados en este proceso de individualización conllevan impactos diferenciados (resignación, culpa, autocuestionamiento de capacidades, etc.), también han tenido, lamentablemente, su máxima expresión en las y los aspirantes que no lograron ingresar a la universidad y que como último acto de afrontamiento decidieron quitarse la vida. Tal es el caso de Elizabet Delgado, excluida de la Normal Superior de Maestros; Karina Gaytán, excluida de la educación media superior; y recientemente el caso de Erwin Norberto que fue excluido del Instituto Tecnológico de Saltillo. Estos lamentables hechos tienen su raíz en las causas estructurales que generan las condiciones para que se individualicen los problemas educativos.

Esta individualización apropiada por la o el aspirante les obliga a pensar que el culpable es ella o él mismo y no el contexto en el que se desenvuelven.

Las grietas de la racionalidad meritocrática como reservorio de la organización

Existen momentos en que aquello que se ha definido como absoluto puede ser cuestionado y afrontado. Estos momentos son aquellas gritas —no rupturas— en donde las contradicciones de los diferentes elementos descritos entran en tensión. Estas contradicciones se presentan, principalmente, cuando la o el aspirante se cuestiona sus creencias sobre el esfuerzo individual y las confronta con su vivencia, afirmando, las más de las veces, lo siguiente: “al principio yo pensaba que no estudiaba lo suficiente para quedarme, tú no piensas que estas siendo rechazado por el gobierno, te creas un complejo de que eres un burro y de alguna manera tú no estás para la universidad”.

Pero para trabajar estas tensiones es necesario mirar la racionalidad meritocrática como un conjunto de articulaciones, porque si nos centramos en un solo elemento, los otros pueden prevalecer y puede resultar contraproducente. Esto lo pude constatar en mis últimos años acompañando a aspirantes excluidos, cuando el entendimiento de las tensiones que identificaba me permitía continuar en lo confuso o pasar a lo complejo, seguir en lo individual o pasar a lo estructural.

Comprendí que las grietas no se presentan de forma homogénea en todas y todos los excluidos, ya que se pueden expresar de la siguiente manera: los varones que provienen de la periferia de la ciudad muchas veces sólo dan cuenta de las desigualdades de clase; las mujeres cuestionan en mayor medida las de género; y las y los aspirantes indígenas, aquéllas relacionadas con el racismo. Asimismo, algunas veces las tensiones se muestran en los cuestionamientos aislados hacia la jerarquía académica, la competencia o la comparación en razón de las opresiones de cada aspirante. Es decir, las más de las veces, las grietas se expresan dependiendo de las desigualdades más cercanas que vive la o el excluido, lo que implica que aquello que irrumpe en la racionalidad meritocrática se tiene que abordar de manera integral, aunque los otros elementos no sean tan visibles.

Estas grietas permiten que cada aspirante cuestione, en un primer momento, sus capacidades para estudiar una licenciatura, para después pasar al reconocimiento de su esfuerzo empleado. Es en esta resignificación que él o la aspirante puede transitar a la toma de conciencia de las opresiones que entran en juego en la exclusión de la educación superior. Las grietas que se abren permiten que se miren las contradicciones que existen entre el sentido común y lo que acontece en la realidad, entre la supuesta igualdad de oportunidades y los sesgos de clase, género y etnia del examen, entre la competencia y la organización, entre la cultura del esfuerzo y la solidaridad.

Lo que sucede no es más que la expresión contradictoria del discurso de la igualdad de oportunidades que construye las condiciones para la apropiación de una racionalidad meritocrática, y que, al mismo tiempo, presenta sus límites al momento que la o el estudiante excluido reflexiona sobre su experiencia con el esfuerzo individual. Es decir, la meritocracia no sólo crea las condiciones para su reproducción y al sujeto que las va a reproducir, sino que, en la circulación de todos los elementos mencionados, existen tensiones que pueden jugar en contra de la propia meritocracia.

La resignificación de los elementos descritos (competencia, comparación, jerarquía académica, sentido común e individualización de los problemas educativos), que se condensan en la igualdad de oportunidades, se hace en el campo de la disputa de los sentidos comunes, por lo que cuando el esfuerzo individual se naturaliza hay que preguntarse: ¿es normal que más de 180 mil aspirantes “no tengan la capacidad” para estudiar una licenciatura? ¿Es normal que pese a todo tu esfuerzo de años te digan que “no tienes las capacidades” para estudiar en la universidad? Es en esta resignificación y disputa por el sentido común en donde radica la tarea más compleja y grande, ya que implica, en un primer momento, mirar qué hay de anormal en esa normalidad y, en un segundo momento, luchar contra la construcción del esfuerzo individual que ha hecho la o el aspirante a lo largo de toda su trayectoria académica.

Pero estas disputas no deben de quedarse en la reflexión teórica o en la práctica como elementos aislados. Ni la interpretación por sí sola, ni la práctica por sí misma podrán transformar y cambiar las desigualdades educativas en el ingreso a la educación superior. La invitación no es trabajar la individualidad de cada sujeto, sino entender los elementos que subyacen de la racionalidad meritocrática y que han definido parámetros de pensamiento y conductas en el conjunto de las y los aspirantes excluidos que construyen una barrera para que éstos puedan movilizarse. Para comenzar con un proceso de concientización que invite a la acción, la apuesta debe de ser que se resignifiquen las desigualdades estructurales, así como las reglas y lógicas con las que hemos operado a lo largo de nuestra vida, a partir del reconocimiento de las posibles grietas existentes.

Entonces, no hay que mirar el problema sólo como una cuestión de cifras, ya que para abordar su envergadura es necesario entender y accionar en aquellos elementos que se articulan, y que justifican la exclusión de la educación superior, desde las y los propios aspirantes. El terreno de la disputa está presente, pero es necesario reconocer que éste es ideológicamente favorable para quienes impulsan una supuesta igualdad de oportunidades, por lo que la teorización y la práctica se hacen una tarea de primer orden.