Los recortes a rajatabla que el nuevo gobierno ha asestado a sectores académicos y culturales, el inicio en falso de la efímera administración del programa por parte de Mario Bellatin, así como las desafortunadas declaraciones de Jesusa Rodríguez, quien no parece distinguir la diferencia entre hablar a título personal y con el título de senadora, han creado una vez más el pánico ante la posible desaparición o recorte del FONCA. Es importante decir dos cosas antes de entrar en la materia que me ocupa. Primero, a contrapelo de la histeria discursiva que parece soltarse ante cualquier declaración de la 4T, no hay evidencia alguna hasta hoy que dicha desaparición tenga lugar. Simplemente es una sospecha que adquiere viabilidad ante los fenómenos antes citados. Segundo, aun cuando se postule una crítica al FONCA como la que ensayaré aquí, resulta necesario señalar que la eliminación de programas públicos en cultura o ciencia bajo el argumento de la austeridad, o aseverando que los artistas, académicos y científicos son privilegiados y están sobrepagados cuando sabemos que la mayoría de ellos viven en condiciones de subempleo y precariedad laboral, son argumentos idénticos a los de ese neoliberalismo que la 4T ha declarado muerto.
Una vez ventilado esto, me parece urgente reflexionar en torno al hecho de que la facilidad con la que se ataca al FONCA no sólo emerge del anti-intelectualismo o del robinhoodismo barato que arguye que los magros presupuestos de cultura serían algo más que una insignificante gota de agua para apagar los fuegos de la pobreza y la desigualdad en México. Sin descartar el hecho de que muchos artistas beneficiados han desarrollado obras y trayectorias de valor bajo su cobijo, o que los artistas de otros países menos afortunados sueñan con un modelo similar, me parece esencial entender también cuáles son las debilidades del programa para poder tener argumentos hacia una reconfiguración que, sin duda, se emprenderá bajo el mandato de un presidente que claramente busca desmantelar muchas de las estructuras heredadas de los regímenes del PRI y del PAN. No voy a entrar en detalles sobre la historia y naturaleza estructural del programa por razones de espacio, pero recomiendo en esto el magnífico y poco leído Poder y creación artística en México. Un análisis del Fondo Nacional para la Cultura y las Artes (FONCA) de Tomás Ejea Mendoza (UAM-Azcapotzalco 2011), el más exhaustivo estudio de las políticas y estructuras del FONCA a la fecha, además de un trabajo puntual y detallado sobre una de las artes beneficiadas, el teatro.
Como un observador externo que por años ha estudiado a los beneficiados de al menos dos programas (los de literatura y los de cinematografía), y que nunca ha solicitado alguna beca (por muchos años creí erróneamente que vivir en el extranjero me descalificaba), me parece esencial partir por los resultados del programa. No creo, como cree la senadora Jesusa Rodríguez o algunas otras figuras, que el FONCA representa automáticamente una pérdida de la libertad y autonomía artística: puede, por el contrario, aducirse que el financiamiento estatal amplio escuda a los artistas de presiones exógenas del mercado y otras instituciones. Sin embargo, el FONCA en sus distintas variantes se construye en una primera falacia que sin duda lo vulnerabiliza: la cuestionable idea de que sólo los practicantes de un género cultural pueden evaluar dicho género (algo que existe en otras partes como el Premio Villaurrutia, otorgado de “escritores para escritores”). Esta idea se basa en parte en la fobia a la academia que sustenta un grupo cultural particular (el de Octavio Paz) con fuerte influencia en el diseño del sistema, al ser varios de sus más destacados miembros (no todos por supuesto: varios de hecho viven de la universidad), figuras sin títulos universitarios en humanidades, y en parte en una noción modernista y anacrónica del artista como el único capaz de validar las estéticas de la práctica intelectual que lo ocupa. En términos prácticos, estas ideas tienen un efecto nocivo. Como el universo de poetas, narradores, dramaturgos o lo que sea es reducido, resulta casi imposible diseñar un jurado que no tenga relaciones de mentoría, amistosas, personales o incluso amorosas con aspirantes al dispendio. Asimismo, es posible sospechar que los practicantes de una disciplina siempre están tentados a avanzar sus afinidades estéticas e ideológicas, así como argumentar en contra de formas y prácticas que no corresponden a sus gustos. Lo primero explica las perennes acusaciones de amafiamiento y conflicto de interés que aquejan al programa, lo segundo el carácter relativamente estrecho del espectro estético reconocido en algunas disciplinas. Habría que decir que esta falla es de pura voluntad, ya que existe un ejército de estudiosos de las artes que no son ellos mismos practicantes y que por ende podrían ser parte de jurados.
Más allá de estos detalles emergentes de la idiosincrasia con la que se construyó el programa en primer lugar, y que incluyen una relación disfuncional entre niveles de gobierno descrita en el trabajo de Ejea o el simple hecho de que el número de becas existentes dista de cubrir a los creadores que ameritarían recibirla, es también claro que existen varios factores que permiten poner en juicio al programa. De estos yo subrayaría dos. Uno, ya discutido por otros autores, es la idea de que apoyar a la cultura es apoyar a la producción de obra sin crear audiencias para dicha obra, algo que se refleja en tener una literatura muy rica con poquísimos lectores, o un envidiable sistema de museos dentro del cual hay varios que no reciben un solo visitante por meses. Pero aun si uno supusiera que el apoyo a la creación es un valor en sí, el segundo punto es aún mayor: como estructura de profesionalización de las artes, el FONCA es parte de un sistema surrealista que funciona al revés. En la estructura actual, las instancias culturales del gobierno tienen ejércitos de trabajadores de base cuya labor es de apoyo administrativo y frecuentemente operan más como un obstáculo que como un aliado a la producción cultural. Todos los que hemos tenido la mala fortuna de trabajar para la cultura del Estado de una manera u otra los sabemos: un grupo de burócratas, muchos de base, que cobran su sueldo en tiempo y forma, se dedican esencialmente a torturar a los creadores de todas las disciplinas con solicitudes de documentación rayanas en lo absurdo (“comprobante de cuenta bancaria” como si uno fuera a dar mal la cuenta para recibir un pago), siempre urgentes, pero que a su vez resultan en pagos que se cumplen con meses de retraso. La mayor parte de los creadores en México carecen de seguro médico, prestaciones de ley, sueldo estable o muchas otras formas de la dignidad laboral. Por ello, se ven en la necesidad de trabajar en un régimen de honorarios ridículo donde cobrar una colaboración en una revista y reparar los retretes de un edificio de gobierno es administrativamente igual, o aspirar a becas y premios que nunca resultan suficientes para cubrir a la población de creadores. Curiosamente, la idiotez de pensar que esta forma de vivir es “fifí” o privilegiada proviene precisamente del hecho de que todo empleo cultural es esencialmente narrado como una dádiva: becas que se piden y se conceden, trabajos de honorarios que se dan a expensas de otros, premios que se ganan, etc. Un agregado de favores del Estado que permiten a los iluminados. No es casual que Notimex haya intentado apagar el descontento publicando una lista de quiénes han recibido más becas. Se entiende que la beca no es un programa público con una normativa a la que cualquier ciudadano puede solicitar, sino una prerrogativa que reciben los selectos intelectuales, quienes a su vez se vuelven objeto de sospechosismos y descalificaciones.
La realidad es que el programa de becas del FONCA en su versión actual debe desaparecer no porque sea una prerrogativa, sino porque es un fracaso rotundo como estrategia de profesionalización, y además, en los días recientes, una estructura que fácilmente puede reconvertir, en el orden del discurso público, la precariedad laboral en supuestos privilegios de la torre de marfil. Ante los inesperados embates de un gobierno que recibió amplio apoyo electoral de los sectores culturales, resulta esencial defender la rectoría del Estado en la cultura y la inversión pública en las artes tanto de élite como populares. Me queda claro sin embargo que la defensa de un status quo de hace tres décadas, que ha mostrado sus límites y que depende de un plumazo presupuestario es una forma errónea de hacerlo.
Esto deja abierta la pregunta de cómo debería ser la inversión pública en cultura, y para concluir dejo acá una modesta propuesta, en puntos, que creo que podrían ayudar a repensar la cuestión. Lo hago como aseveré al principio como alguien cuyas condiciones laborales permiten no necesitar de estos financiamientos, pero también como alguien que como admirador, lector y a veces amigo de varios creadores, ve con alarma la manera en que mucho del talento cultural en México vive en condiciones de inaceptable inestabilidad. Así pues, una serie de propuestas cuyo fin sería salir de un sector cultural becado y tener, por fin, un sector cultural profesional.
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Antes que nada, debería crearse una Nómina Nacional de Creadores. En ella se registrarán todos los artistas que cobren por primera vez un monto del Estado, y también puede solicitar su ingreso cualquier creador que documente actividad económica relacionada con su obra pagada por cualquier otra entidad. Esta nómina permitiría que los artistas ingresen todos los documentos de ley en una sola emisión, y de ahí en adelante recibir en tiempo y forma (no más de 30 días naturales después de un trabajo o de un compromiso de pago) pagos directos a la cuenta bancaria sin requerir más documento. Los creadores se mantienen en esta nómina siempre y cuando cobren algo del Estado una vez al año o documenten actividad creativa paga una vez al año.
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La membresía en esta nómina otorga derechohabiencia en el ISSSTE o, al menos en el seguro popular, estableciendo un pago o exención de pago acorde con todos los ingresos económicos del artista. Asimismo, deberán crearse condiciones de participación en otras prerrogativas laborales, desde al ahorro para el retiro, hasta el acceso a instancias como Fonacot o Infonavit.
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Todos los pagos sin excepción del gobierno federal deben hacerse por esta nómina, y también podría agregarse a ella derechos de autor, pagos de gobiernos estatales o municipales y pagos de otras entidades que así lo decidan. Esto incluye desde becas y premios hasta sueldos y pagos recibidos por trabajo. Esto sentaría las bases para sacar el trabajo creativo del régimen de honorarios y quizá crear un régimen simplificado de retención y pago de impuestos para los creadores. Este esquema también basificaría a los trabajadores culturales y ayudaría a salir a muchos de ellos del freelance.
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Sobre esta base, las becas deben ser reemplazadas por residencias adscritas a instituciones culturales públicas, así como instituciones privadas que soliciten su participación en el programa. Esto implicaría, por ejemplo, que un escritor podría estar adscrito a una universidad, y dar clases a cambio, o a una editorial y realizar trabajos editoriales o de traducción. Un artista plástico podría igualmente estar en una escuela, un museo u otra instancia. La idea es que además de la compleción de la obra, el artista adquiera experiencia profesional que después pueda ser utilizada para obtener empleo formal. Otra parte de esta idea sería que el gobierno no sería el único agente erogando dinero: las instituciones participantes correrían con parte de la responsabilidad financiera. Este modelo, en particular, debería reemplazar al modelo de jóvenes creadores, permitiendo así que los artistas menores de 35 años se profesionalicen en distintas áreas de gestión cultural, la academia, la difusión, los medios y otras instancias. Asimismo, esto crearía un cuerpo profesionalizado de funcionarios culturales que reemplacen tanto a artistas sin formación que a veces aterrizan en los cargos, como a burócratas profesionales sin conocimiento cultural.
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Aquí podrían entrar techos y restricciones. Al centralizar todos los ingresos en la plataforma, podrían establecerse topes máximos, o simples restricciones a aquellos que tengan un cargo de funcionario público de tiempo completo, o que reciban una prerrogativa mayor como la membresía de El Colegio Nacional.
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Atendiendo la idea de que muchos artistas lo son de tiempo parcial, deben existir mecanismos que permitan desviar el financiamiento hacia otras instancias. Por ejemplos, los artistas con trabajos en universidades deberían poder incluir su obra en el SNI. Es realmente ridículo, por ejemplo, que un profesor de literatura pueda hacer contar un ensayo en una revista especializada pero no un libro de poesía. Se entiende que el creador-académico es un perfil, y modernizar al SNI en estos términos permitiría sacar a parte de estos creadores del FONCA. Podrían también haber esquemas de coinversión y estipendios limitados para aquellos que busquen reemplazar parte de sus ingresos para la creación de una obra. Estos esquemas, creo, podrían ser dominantes para artistas que superan la edad de Jóvenes Creadores, de los cuáles sería legítimo esperar que tengan otras actividades remuneradas.
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Finalmente, en vez de tener creadores eméritos, todos los miembros de la Nómina de Creadores pueden recibir una pensión o un suplemento de pensión, dependiendo de los ingresos disponibles durante el retiro, a partir de los setenta años de edad, o en caso de una circunstancia que impida de manera determinante y definitiva el trabajo del artista.
Estas propuestas quizá sean mucho más caras que el FONCA actual, pero creo que nada menos que eso solucionaría el problema. Este esquema buscaría los siguientes cambios culturales:
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El trabajo artístico es trabajo profesional, no obra genial aislada de lo social ni resultado de dádivas del estado.
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El artista tiene derecho a empleo remunerado, prestaciones de ley y condiciones mínimas de estabilidad que hoy tienen los burócratas, pero no los creadores.
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El Estado no financia obras individuales ni artistas individuales. El Estado debe financiar la profesionalización de la cultura y contribuir a desarrollar una clase artística profesional. Asimismo, como lo hace en la academia, el Estado puede suplementar el ingreso de los artistas. Para esto, es claro que el FONCA debe ser equivalente en tamaño y recursos al SNI.
Hay sin duda otras vías para hacerlo pero hasta que no tengamos un mapa para pasar de la cultura becada a la cultura profesional, el financiamiento de las artes en México seguirá siendo precario, inestable y vulnerable a los desvaríos del partido político en turno.