Conocía Violeta Parra las potencias secretas de las plantas. En La jardinera canta sus secretos, el de la clavelina y el manzanillón, el secreto del toronjil y, una vez confesados, dice, «tranquilo queda mi corazón.» Ella misma entonaría en Maldigo del alto cielo una imprecación contra todos: «muerto por muerto, y al vivo de rey a paje», y en Qué dirá el santo padre denuncia diciendo «miren cómo nos hablan del paraíso cuando nos llueven balas como granizo.»Sus llantos exponían detalladamente sus heridas; el jardín, la promesa de su regeneración.
Violeta, su nombre, era el de una flor que crecía en medio de la furia. Siempre hay algo extraordinario en el misterio de los nombres. Creo que a Victoria le pusieron así por el retorno a la democracia. Victoria Paz, sí, así le pusieron luego del plebiscito, ese en el que final y dificultosamente la secuestrada política chilena logró acabar a medias con la dictadura. Y no es mirar el vaso medio vacío. El vaso estaba casi seco. El más efectivo ejecutor de la democracia neoliberal en el cono sur todavía se quedaría varios años allí como comandante de las fuerzas armadas, como senador vitalicio, como la amenaza que cada cierto tiempo, incluso envejecida, aparecía en la forma de su rostro en televisión.
Victoria creció lejos mío, en otro lado de la ciudad, pero estoy seguro que vimos esa misma cara en la tele. Y creció, eso puedo asegurarlo, porque aunque nos hayan nacido en territorios distantes, más simbólica que espacialmente, terminamos juntos en una escuela de derecho, allá por el sur, en ese lugar que seguimos llamando, más por costumbre que otra cosa, Chile.
Hace tiempo que no puedo dejar de mirar las noticias. El rostro del dictador había mutado mil veces estos últimos meses. Se desplegaba en cierta incontinencia bélica de Sebastián Piñera, también en escenas de abusos policiales, murmullos a gritos de violaciones, disparos a manos de aparatos del Estado. Transformándose, se había preservado. Demoró 30 años. Y Victoria seguía allí en Chile, pero ella también había mutado. Es decir, Victoria seguía siendo Victoria, pero también era mil otras personas.
Sé fehacientemente que pocas veces he llorado más que al ver a las muchachas del Liceo 7, una escuela pública emblemática de Santiago, con balines perforándoles las piernas. La sangre no alcanzaba a penetrar el azul marino de su uniforme escolar, el jumper, que usan las chicas al cuidado y responsabilidad del Estado. Ese jumper que hace que a las escolares en Chile se les diga pingüinas por el contraste del azul contra el blanco. Esas muchachas que estaban baleando, vestían lo que alguna vez Victoria debió haber ocupado. Porque Victoria Paz estudió a algunas cuadras del Liceo 7, en el Liceo Carmela Carvajal de Santiago. Victoria se crió entre mujeres. Sé que hay algo anacrónico ya en esa separación, seguro algo justificadamente opresivo en su origen. Esa vieja separación que alguna vez debe haber evitado que esas niñas entraran al mercado de trabajo y, en cambio, aprendieran tareas vinculadas al trabajo reproductivo. Con todo, escuchaba las historias de ese lugar, ya tarde, ya cuando esas muchachas habían cumplido la mayoría de edad legal. Estudiar en un colegio público de mujeres resonaba a escuelas seguras, habrían rencillas como en cualquier parte, pero su recuerdo volvía su escuela un refugio solidario. Sin embargo, en el lugar del cuidado, ahí estaban las balas.
A Victoria fue que le pregunté cómo estaba viviendo esos días de furia. Hablaba de barricadas y lacrimógenas, de todos los que veía cantar para luego ser callados a gas y agua sucia. De todo eso me hablaba, sí, me hablaba del espesor de la protesta. Me dijo que había miedo, también que el miedo se estaba perdiendo. Pero entre impresión e impresión, en ese montaje caótico de experiencia, me mostró el orgullo de su semana, una flor, no sé qué especie, de pétalos verdiblancos. «Es que siempre hay vida fuera de uno,» me explicaba, «pase lo que pase con nosotros, siempre hay vida.» No estoy seguro, no podría estarlo, pero pienso que a Victoria esta idea le vendría, en parte, de su escuela. Y no solo a ella. Es que muchas de las mujeres que más admiré en ese país, quizá las que más, también asistieron a esos establecimientos. Otros. Tal vez había variaciones en el uniforme, o en el modelo de enseñanza, pero eran las mismas coordenadas, amigas, compañeras de vida, amores que no supe, sino hasta ese día, nombrar en común. Paty, también del Carmela Carvajal, después de las marchas subía fotografías de sus plantitas brotando a la luz del arrebol. Paulina, del Colegio Integrado Eduardo Frei Montalva, nunca dejó que se secaran las flores de una tumba en Arica, menos aún faltó a alguna movilización, en la que lejos de las flores atendía y catastraba heridos. Nicole, que estudió en el Liceo 1, entre banderas y desde otro país, gritaría cantos de rabia, seguramente aún preocupada por el viejo gato que dejó en Chile, a quien como una plantita veló cada día de su vida. Ninguna se ausentó de la protesta; ninguna dejó de cuidar la vida.
La antropóloga Gabriela Cabaña nos invita a interpretar la demanda de dignidad en las calles de Chile. Es la demanda por imaginar una sociedad basada en el cuidado. Sobrevive en Chile una tradición para imaginarla, una política de las jardineras, desde Gabriela Mistral a Violeta Parra, que muestra que se puede cultivar la vida en medio de la violencia. Y cuidar la tierra donde se siembra un país diferente.