“Las acciones concertadas se apoderan del espacio, hacen suyo el suelo y animan y organizan la arquitectura del lugar.”

Judith Butler

Quizás la emergencia por la escritura de este texto sea más una necesidad por inspeccionar y aclarar algunas ideas surgidas tras las recientes manifestaciones feministas en el centro del país y la interpretación que de ellas se han mostrado en diversos medios de comunicación.

La atención de la prensa oficial y los noticieros se ha limitado a prestar atención y explotar la situación de lo que ellos denominan: “actos vandálicos”. Centran el foco en las intervenciones en los múltiples recintos históricos que se distribuyen en diversos puntos de la capital y, dicen ellos, se trata de formas “no legítimas” de exigir justicia. Particularmente, pareciera que la afectación se resiente con mayor intensidad mientras más céntrica es la zona donde ocurren las manifestaciones.

La narrativa de la insurrección feminista que ha cobrado auge mediáticamente, en las últimas semanas, se ha construido con base en titulares que pretenden generar un sentido sobre las imágenes que los acompañan. Por ejemplo, en el diario Milenio se publicó una imagen que retrata mujeres con los rostros cubiertos, algunas sonriendo, acompañadas de banderas color violeta y consignas escritas en cartulinas; el título de la nota sentencia: “Marcha feminista en CDMX concluye en vandalismo” (Redacción, Milenio, 17.08.2019).

El fin último es concretar una interpretación del feminismo contemporáneo (como si se tratara de un feminismo único), a ojos de sus cámaras y en voz de sus palabras: “el mal feminismo”, “las mujeres enojadas”, “el feminismo que no representa a la mayoría”, “los grupos de choque”, “las que no saben protestar adecuadamente”, “las manifestaciones de mujeres por la presunta violación de una joven”. Si eso es, o no, feminismo, es otra discusión que, evidentemente, no parece ser relevante para la prensa oficial. El objetivo primordial es condicionar la recepción de las manifestaciones y lograr sembrar una sensación de antipatía. Crear un clima de conflicto y fractura social entre “los afectados” y “las mujeres enardecidas”.

En suma, se percibe un clima de pánico y de indignación en contra de las manifestaciones feministas, al interior de la ciudad y en otros estados de la república. Pareciera que el país entero ha colapsado y ha entrado en crisis en manos de esas mujeres que, con enojo inmotivado o mal direccionado, ha decidido arruinar las calles a los transeúntes. Incluso, se pretende argumentar lo incorrecto de los recientes hechos sucedidos en la glorieta de Insurgentes bajo la popular frase de: “violencia genera más violencia”. Quizás no estén del todo equivocados, sólo que aún no consideran u observan quiénes agredieron primero.

Las mujeres se han organizado y han salido a las calles a exigir, nuevamente, el respeto de sus derechos, ejerciendo su libre expresión y defendiendo su derecho a la vida. La legitimidad del movimiento germina y se sostiene desde estos principios. No depende de si se rayan o no las paredes, ni de si se pide justicia gritando y desmontando una estación o escribiendo un documento foliado, dirigido al gobierno de la CDMX.

Quizás las observaciones hasta aquí planteadas parezcan redundantes o que no precisamente aporten ideas novedosas a la coyuntura; sin embargo, es necesario enumerarlas para clarificar el por qué del título y el objetivo de este texto.

Desde hace siglos, las mujeres han exigido que se les considere parte de la sociedad y han luchado por lograr libertad de participación y de decisión, en asuntos de carácter político. El ejercicio del poder en puestos del gobierno, por ejemplo, hasta hace algunas décadas se consideraba una situación inimaginable y, sobre todo, inaceptable.

Tras los logros heredados por algunas de las exigencias primordiales de los feminismos de la primera y de la segunda ola, cierto sector de mujeres logró, finalmente, ocupar puestos relacionados con el ejercicio de la política institucional. Desde ese entonces, el gobierno se congratula de asegurar igualdad de colaboración entre hombres y mujeres, a la hora de tomar decisiones de interés público. No obstante, las estructuras internas de cada órgano poco parecieron cambiar con respecto a la presencia femenina. Se ignoraron sus opiniones, las más de las veces, se les asignaron salarios más bajos y sufrieron diversos tipos de acoso sexual y laboral, por parte de sus compañeros de trabajo. La anhelada “equidad de género” no resultó ser más que un modo de introducir a algunas mujeres en una pesadilla laboral, en instituciones construidas y enraizadas con una ideología patriarcal. Y, entonces, nuevamente surgen las preguntas fundamentales: ¿cómo podemos construir un mejor mundo para nosotras? ¿de qué manera nos haremos escuchar? ¿desde dónde?

Históricamente, las manifestaciones en las calles, la declamación de consignas y las múltiples intervenciones en recintos e instalaciones públicas han sido herramientas que se han documentado en diversos movimientos sociales. Probablemente, la primera referencia que aprendí sobre un acontecimiento histórico que cambió un factor determinante en los asuntos políticos, fue una lucha armada. Incluso es común percatarse de que, en el ideario colectivo, la palabra “guerra” se relaciona íntimamente con el concepto de “revolución”; a pesar de que no son, necesariamente, lo mismo. A consecuencia de ello, también se ha asumido que los manifestantes salen a “ocupar” o “tomar” las plazas públicas; y, muy probablemente, “vandalizar” las paredes o los vidrios, o todo lo que esté a su paso… como una estación del transporte público.

Desde esta perspectiva se puede deducir que, entonces, el espacio sólo está ahí y es público porque sí. La definición de “espacio público” a la que nos hemos reservado nos desvincula de él, por completo. Como si personas y espacios para caminar, para conversar o las calles por las que hemos de transitar para desarrollar nuestras actividades se trataran de entes completamente ajenos. Como si el espacio público no fuera un espacio necesariamente construido por todas y todos nosotros.

Judith Butler, en “Cuerpos en alianza y la política de la calle” (Cuerpos aliados y lucha política. Hacia una teoría performativa de la asamblea. Bogotá: Paidós, 2015), sostiene una idea similar al respecto de cómo se viven y desarrollan los espacios públicos y asevera que: “Aunque insistamos mucho en las condiciones materiales que hacen posible las asambleas y discursos públicos, también debemos preguntarnos cómo es que ambos reconfiguran la materialidad del espacio público y producen, o reproducen, el carácter público de ese entorno material” (Butler, 2015, p. 76).

Es decir, los espacios públicos se construyen y dependen de las personas que los construyen y los habitan, no somos ajenos a él. Son las personas quienes determinan los espacios y es nuestro derecho defender la propia libertad para utilizarlo. Si la indignación frente al estado de las paredes es lo que más molesta, imaginen lo que es habitar un cuerpo que se siente en riesgo, las más de las veces.

Finalmente, me atrevo a establecer una relación metafórica entre la sensación de malestar común manifestada ante el estado tan “alarmante” en que se encuentran los recintos públicos y la incomodidad de las mujeres que habitan este país, y otros lugares del mundo, bajo el régimen patriarcal. Si la indignación brota por encontrar un monumento o una pared rayada o manchada por las voces de las que no nos quedaremos calladas, sólo hace falta redirigir ese sentimiento, una vez que ha nacido, hacia un objetivo más constructivo como luchar por la defensa de la vida de las mujeres, por la defensa del territorio o por cualquier otra resistencia ante la destrucción orquestada por el capitalismo.

No se trata de limpiar las paredes, reparar los cristales y restablecer los servicios bajo la pretensión de fingir que no pasamos por ahí, se trata de cuestionar por qué estuvimos ahí, por qué gritamos y por qué luchamos. Eso es, precisamente, construir el espacio que es público porque nos pertenece y porque somos ese espacio.

Si nos quisieron convencer, por tantos años, de que nosotras somos las culpables por las violaciones, por las múltiples agresiones e, incluso, por ser asesinadas a consecuencia de no haber dicho: “no”. Pues hemos tomado su palabra: nos negamos a aceptar que la dignidad y el derecho a la vida y a la libertad sólo se reservan a unos cuantos. Nos negamos a asumir que exigir nuestro derecho a protestar y a defendernos es un acto de “vandalismo”. Nos negamos a callarnos en las paredes o en las calles. Nosotras también estamos, vivimos y somos esas calles. Si nos quisieron quitar el espacio público, lo tomaremos y ocuparemos un millar de ocasiones para demostrar que aquí estamos y no nos iremos.

No son daños, son intervenciones, son voces que hacen presencia. No es vandalismo, es la dignidad rebelde que no se quedará callada. No es enojo injustificado, no es rabia mal dirigida, es el hartazgo ante la injusticia y el ser_siempre_silenciadas. No aceptaremos la pacificación sin la libertad de construir un verdadero clima de paz. La ciudad nos pertenece, el espacio no será sin nosotras. Y aquí nos quedaremos hasta que quede claro. Prometemos que las calles no estarán limpias mientras no seamos escuchadas y, más aún, mientras no seamos t o d a s.