Desde hace más de 30 años las políticas migratorias se orientan hacia la represión y las lógicas de seguridad pública quedan en manos de militares. En particular, las fronteras del mundo ponen en riesgo a una población de refugiados internacionales: sin papeles, exiliados políticos, forzados a desplazarse por motivos ambientales, de guerra o de recesión económica. En la frontera se agudizan las violaciones a los derechos de los extranjeros. Recuerdo la preocupación que se manifestó a nivel internacional en 2018, cuando menores inmigrantes viajaban solos después de ser separados de sus familiares al cruzar la frontera con México, y esperaban en Texas, en el centro Úrsula; los medios de comunicación los mostraron encerrados en jaulas, detenidos por las autoridades. Hoy las fronteras no solamente representan una herramienta de control sobre cuerpos vulnerables. Además, las políticas fronterizas y sus agentes provocan la muerte de miles de personas, promoviendo agresiones que incluyen desde actos de represión, violaciones de derechos, hasta el abandono de cuerpos por parte de redes de tráfico de drogas, de armas, de personas y de mercancías. De hecho, la frontera se convirtió en la institución más polémica de nuestro tiempo.
La caída del muro de Berlín —frontera intramuros que se volvió histórica—, 30 años atrás, elevó las esperanzas en el sentido de que la división entre dos mundos aparentemente hostiles, el capitalismo y el socialismo, llegaba a su fin. Sin embargo, su caída no fue más que un intercambio de lugares y desde entonces proliferaron nuevos muros. A partir de esa fecha se construyeron alrededor de 40 muros —30 de ellos después del atentado del 11 de septiembre— y 25 más están en proyecto; éstos equivalen a un total de 40 000 kilómetros, o lo que es lo mismo, la circunferencia de nuestro planeta. Claramente, la mundialización económica y financiera trae consigo una voluntad de aislamiento identitario y de protección. En 2013, Brasil declaró que 15, 000 kilómetros de su frontera serían vigilados por un “muro virtual” pilotado por drones. Así, se forma política, técnica y mediáticamente un enemigo fantasma del capitalismo o gran Otro, contra el cual, por ser un Otro imaginado y poco imaginable, se actúa legalmente, con el propósito de favorecer a los ricos, a las naciones con mayores riquezas, a los más ricos de todas las naciones, a las mercancías, a los tratados de libre comercio. Además, los tratados de libre comercio y de libre circulación de personas, por ejemplo el Mercosur implementado desde 1991 en América Latina, y el de Schengen, firmado en 1990 en Europa, crearon nuevas fronteras más rígidas, opacas y violentas con quienes están del otro lado. En el libro La Muerte en las fronteras de Europa (éd. Le passager clandestin, 2017), el antropólogo Michel Agier y el colectivo Babels recuerdan que “las políticas actuales hicieron de la muerte en la frontera un espectro que amenaza a cada migrante que intenta entrar a Europa”.
Paradójicamente estamos frente a dos movimientos; por un lado asistimos a una verdadera caza de migrantes y por el otro se dispara una ola de solidaridades internacionales, que me interesa destacar para empezar a pensar las resistencias posibles. En este sentido, a nivel internacional se impulsaron varias acciones colectivas para luchar contra la deshumanización imperante: recibir a los migrantes, brindarles hospitalidad, ayudarlos a pasar, cuidarlos, acompañarlos, dar nuevamente una identidad a los muertos. En particular, la organización no border actúa de manera discreta y radical para apoyar la movilidad. Ofrece apoyos concretos a los migrantes a nivel individual, además de organizar espacios colectivos y autogestionados, mítines, marchas, foros en centros de detención, cerca de las fronteras. Opera una forma de hacer política directa, la manera de hacer política de hoy, resolviendo los asuntos y las demandas locales —poniendo las manos y el cuerpo, se podría decir. Desde hace más de 20 años, esta red altermundista/anarquista-libertaria actúa en silencio en el escenario internacional. No tiene líderes. Nadie la representa. Casi no vemos a sus miembros. Somos no border sin saberlo y sin tener que decirlo, sólo porque cuestionamos las fronteras y apoyamos la movilidad. Me llamó la atención este silencio de la radicalidad y el hecho de que esta organización y los cambios en sus posicionamientos y acciones revelan nuevas realidades, y sobre todo una transición entre dos visiones críticas del mundo. La primera, la conocimos desde la teoría crítica y la izquierda utópica como un mundo sin fronteras, en el que podemos circular sin que haya diferencias de nacionalidad ni de clase. La segunda apoya un posicionamiento crítico hoy, para una izquierda del mañana; conserva lo anterior, agregando la visión de un mundo donde existe la defensa de los derechos humanos ante la frontera, la igualdad, en el que la hospitalidad prevalece sobre la idea de identidad nacional. Considerando Centroamérica y América del Sur, México fue el primer país en experimentar la iniciativa de un espacio antifrontera no border en 2007, en Mexicali/Calexico. Dicha iniciativa es recordada por las represalias policiacas que sufrió. Entre los días 5 y 11 de noviembre de 2007, mes que simbólicamente se recuerda como aquel en que se produjo la caída del muro de Berlín, activistas de todo el mundo fueron invitados a la frontera norte de México. En febrero de 2019, una nueva iniciativa no border, ahora contra el muro de Trump, se llevó a cabo en El Paso/Texas; la lucha no border sigue.
Para ir cerrando, entiendo la población migrante fronteriza como se podría entender a la mujer o al pueblo, como la formación de una masa crítica en el sentido físico y político de la palabra, como una conciencia internacional situada por encima de las diferencias de regímenes políticos partidarios y de las distinciones económicas y sociales. No es la clase social de Marx, no tiene que ver con un factor directo de producción, porque lo que la define y la orienta es justamente la no-producción. Hablo de una no clase, en realidad de una anticlase en el sentido que le dio Paul Ricoeur al hablar de la juventud universitaria mundial en el 68. En ésta se desarrolla una independencia intelectual para captar las construcciones de la sociedad global —quizá se podría hablar de “madurez cultural”—, así como muchas contradicciones: el rechazo a los poderes de Estado, muy rígidos en cuanto a la problemática de la frontera, y una demanda de reconocimiento. Por lo tanto, significa un espacio para pensar las resistencias y las resiliencias posibles. ¿Cómo México puede recibir eso? ¿Cómo puede México actuar frente a esta crisis sin precedente del Estado nación, tal como fue pensado desde Europa? Según mi opinión, en el caso de México la clave está en su cultura; existe la oportunidad de trabajar juntos por una cultura capaz de recibir la diferencia. Eso implica, primero, reconocer las propias diferencias en un proyecto común, abierto al Otro, a la transformación y la diversidad. La cultura mexicana tiene esta fuerza. El nuevo contrato social de la diversidad estará a la altura de lo que fue la alienación para el contrato social francés, según Rousseau; o el emprendimiento de sí para el contrato social de América según Tocqueville. La diversidad será la libertad de México o no será.