Los que celebran exaltados el triunfo del “libertario” pasan por alto, desde el desconocimiento o la ceguera identitaria, rasgos del personaje que entorpecerán la perpetuación del elogio. No nos referimos a los rasgos psicológicos, cuyo impacto real sobre la política está por verse. Tampoco a sus dogmas económicos, cuya implementación ortodoxa parece poco probable.
Milei está donde está, también, por razones de revancha.
Encabeza el regreso de sectores que estaban agazapados o se sentían humillados. El más destacado de ellos: la casta militar.
Aclaremos aquí el término humillar: el kirchnerismo reabrió los juicios a los militares, promovió la derogación de las leyes del perdón y el olvido, y quebró la falaz “teoría de los dos demonios”, la que sostiene que los que resistieron al terrorismo de Estado fueron tan “culpables” como los que lo perpetraron. Desde luego: a los jefes militares que cometieron crímenes de lesa humanidad durante la última dictadura no los “humilló” la “narrativa kirchnerista”, sino la evidencia. (Para apuntalar esta noción es útil ver la película Argentina, 1985). Pero tantos de ellos, en el negacionismo autoexculpatorio que nunca pudieron instalar del todo, han estado esperando su oportunidad para reivindicarse y restaurar parte del orgullo perdido (y acaso algo más interesante: la libertad). La ocasión ha llegado. La encabezan Javier Milei y Victoria Villarruel, la próxima vicepresidenta de la nación. Hija de militar, Villarruel ha sido defensora y frecuentadora de autores de crímenes aberrantes, como el secuestro de bebés. Éste no es sólo un asunto simbólico. En el discurso del presidente electo encontramos claves ya para anticipar que la reivindicación de la dictadura buscará extenderse al terreno judicial (reducción de penas, decretos que favorezcan a militares condenados, suspensión de juicios, persecución a exguerrilleros o viejos opositores al régimen militar).
Pero no sólo eso: Milei es también la revancha de un patriarcado que se hace el ofendido. Una reacción al feminismo y sus conquistas de los últimos años. Muchos de sus votantes son varones que se sienten hoy amenazados por las mujeres y que no soportan el cuestionamiento a una impunidad en la que se sentían a gusto. Es abanderado también de la homofobia y la discriminación hacia minorías que pelean por una igualdad de derechos. Esa igualdad que resulta repugnante a ideólogos del conservadurismo que forman parte de su espacio político, como la que se perfila para próxima canciller: Diana Mondino.
El nuevo gobierno será agente de un poder económico que se resiste a ceder un centímetro ante cualquier amago redistributivo. No hay aquí revancha, cierto; sino la anticipada intervención de grupos no dispuestos a revertir la tendencia (también presente durante el kirchnerismo) de transferencia de capital desde la clase trabajadora hacia las minorías ricas.
¿Dónde confluyen la agenda antiprogresista, con el autoritarismo del lucro, con un anticomunismo usado como propaganda contra la agenda de la justicia social? En el programa de la Alt-Right mundial, financiada, entre otras, por la Atlas Network, un think tank que nació con Thatcher y que tiene hoy sus filiales en todo el mundo, corporaciones violadoras del derecho ambiental como Exxon o Philip Morris, unidas a servicios de inteligencia y multimillonarios estadounidenses como los hermanos Koch. Reunión de conglomerados e ideología que busca blindar negocios al mismo tiempo que combatir cambios sociales que aterran a los ultraconservadores de Occidente.
Esa agenda necesita a sus voceros. Uno de ellos, Javier Milei, alcanzó tal popularidad en su encomienda de ganar la “batalla cultural” que ganó también, en el mismo viaje, la batalla presidencial. Esa agenda, además, exige funcionarios convencidos, que estén dispuestos a reprimir cuando los objetivos comiencen a materializarse. Para esa tarea Milei es, nuevamente, el adecuado.
No es casualidad que el líder vengador argentino se parezca tanto a Bolsonaro, a Trump, a Kast, al por ahora desahuciado Verástegui. Comparte con ellos un adiestramiento. Su look irreverente, a lo Boris Johnson, es una seña para distinguirlo de la formalidad de los políticos tradicionales. Hay menos locura y más cálculo del que se cree detrás de este modelo que se reproduce en el mundo. Javier Milei es el histrión vernáculo que se necesitaba para entusiasmar con el disfraz de outsider a una población harta de una realidad económica asfixiante. Y ansiosa por endilgarle, a esa realidad, un único culpable. Milei se lo proporcionó: los políticos.
Ahora bien: cada año esa clase política resulta más impotente ante caprichos y exigencias de los capos de la economía global o local. Su margen de maniobra se estrecha. La izquierda nominal sólo aspira a ser gestora del capitalismo. La izquierda radical queda aislada de la conquista de un poder político que, para colmo, reside cada vez menos en las instituciones. Bajo esta condición resulta nada desdeñable haber logrado encarnar la imagen del “cambio”. Los que creen que Milei conducirá a este cambio han caído en las garras del deseo, siempre enemigo de la responsabilidad crítica.
La candidata trotskista Myriam Bregman (que perdió en primera vuelta) hizo ver a muchas argentinas y argentinos que Milei fue puesto en esa pelea de narrativas justamente para impedir que la discusión pública identificara al otro culpable de la crisis: el establishment económico. Milei logró en medida suficiente el objetivo: es decir, colocar la responsabilidad sólo sobre los ejecutores del plan (ese plan que ha destruido el bolsillo de la gente): “la casta”. Este reduccionismo, para colmo, terminó homologando en el imaginario del votante a políticos de valor tan disímil como Juan Grabois (luchador social peronista), Sergio Massa (candidato de origen de derecha convertido en progre) o Mauricio Macri. La Argentina volvió a gritar “que se vayan todos”. Veamos.
La batalla cultural impulsada por la derecha global tiene algunos apéndices en la coyuntura argentina. Proteger a los defraudadores que contrajeron deuda y fugaron capitales es uno de ellos. La estigmatización de Milei contra “la casta”, aunque incluyó en un principio a Macri, pronto se rebajó para ajustar la culpa a una sola facción política: el kirchnerismo. O sea: hay de castas a castas. En la hora decisiva del balotaje, Macri puso su aparato en respaldo de La Libertad Avanza. Así volvió a colocar un pie en el poder político, y cobrará sus favores en varias monedas. Una de ellas, la impunidad. Pedirá que se abone a la desmemoria, restándole importancia a la deuda de 45 mil millones de dólares por él contraída, la mayor en la historia de la Argentina y cuyos estragos se sentirán por generaciones. ¿Se fueron todos? De regreso está el macrismo, junto a esta versión 2.0 del menemismo privatizador que configura el equipo económico del “León Milei”. Exministros y asesores del propio Menem incluidos. Es decir, de aquel “todos”, varios han vuelto, apenas disfrazados para los que respetan las virtudes de la memoria.
No hace falta respetar a Milei, con utilizarlo alcanza.
Los grandes grupos económicos necesitan siempre un candidato para garantizar su agenda. Pensar que la impronta de un solitario puede doblegar a estos grupos es no comprender el engranaje del poder en nuestras sociedades. Cuando Milei no les sirva sabrán deshacerse de él. Si resulta, tal como presume, un genuino anarcocapitalista, el poder financiero y las corporaciones actuarán antes de que las medidas del presidente rockero interfieran con sus intereses. O echarán mano de la misma Villarruel.
Si, por el contrario, Milei muestra ser un ejecutor obediente, podrá seguir clonando perros sin inconveniente; y escuchando las voces de Rothbard, de Jesucristo o de quien sea el que le sugiera, desde las nubes, cómo ocuparse de “los zurdos”.