El crecimiento del ingreso irregular en la frontera norte de Chile con Bolivia en los dos últimos años refleja uno de los aspectos más críticos del régimen de control migratorio. El incremento en las restricciones y las políticas de control fronterizo para que ciertos grupos de migrantes no puedan ingresar a un país determinado conlleva una serie de consecuencias en la forma de migrar (rutas más extenuantes y riesgosas), en las condiciones de ingreso (ingresos irregulares) y en la construcción del sujeto en las sociedades de acogida (mayor discriminación, xenofobia y racismo).
El régimen de control migratorio se construye a partir de una serie de actores y prácticas que operan en distintos niveles, territorios y de diferente manera (Domenech, 2020). Las políticas de expulsión, el cierre de las fronteras y la generación de mayores restricciones al ingreso, a través, por ejemplo, de la solicitud de visas específicas son algunos de los mecanismos para gestionar y administrar lo que Domenech denomina el régimen de control de la ilegalidad.
Estos mecanismos no actúan de manera aislada, su implementación se transforma en una puesta en escena por parte de las autoridades políticas, que enfatizan el discurso de criminalización e ilegalidad de la migración (Liberona, 2020). La reproducción amplificada de este discurso e imágenes a través de los medios, abren la puerta a la normalización de discursos xenófobos por parte de la población, que se transforman fácilmente en actos de violencia e intolerancia hacia las comunidades de migrantes en nuestras sociedades (Stefoni y Brito, 2019).
Un caso que sirve de ejemplo para mostrar la vinculación entre este régimen de control y el crecimiento de la xenofobia es lo ocurrido en la ciudad de Iquique el 24 de septiembre de 2021. Ese día tuvo lugar un violento desalojo de unas 200 personas venezolanas que acampaban en la denominada plaza Brasil desde enero del mismo año. Al día siguiente se organizó una marcha antimigrantes que terminó con la quema de las escasas pertenencias que tenían, a manos de un grupo de personas cuyo sentimiento de rechazo fue creciendo con las horas, al punto de ser capaces de gritarle a niños y niñas que se fueran del país porque aquí nadie los quería. Las pocas cosas que habían logrado juntar en su estadía en Chile —la escasa tranquilidad que puede brindar una carpa a la intemperie, la incipiente organización de quienes allí habitaban, que les permitió establecer turnos para cuidarse— terminó siendo arrasada y quemada en un acto de crueldad como pocas veces hemos visto.
El odio emerge como un sentimiento demasiado peligroso y con consecuencias devastadoras cuando se manifiesta impunemente. ¿Cómo se llegó a esta situación? ¿Por qué una ciudad puede volverse con tanta furia hacia un grupo de personas que se encuentran varadas y que, debido a la falta de recursos, deben sobrevivir de alguna manera?
Para entender esto es necesario considerar al menos tres elementos.
En primer lugar, es necesario comprender que el aumento en el número de personas por pasos no habilitados es producto de una serie de políticas de cierre de fronteras, que culminan con un cierre total en el contexto de la pandemia. En segundo lugar, es necesario considerar el fortalecimiento del discurso criminalizador, que en este caso afecta a la migración irregular. Por último, es necesario considerar el completo abandono del gobierno central y local hacia las necesidades humanitarias de este colectivo.
Las fronteras se comenzaron a cerrar para la población venezolana en 2018, cuando se anunció la implementación de una Visa de Responsabilidad Democrática (VRD), y continuó al año siguiente (2019) con el establecimiento de una Visa Consular de Turismo (VCT) como requisito de ingreso para toda persona venezolana. Esta misma medida se había tomado hace unos años con la población haitiana y dominicana y los datos reflejaron que ello generó una disminución en el total de ingresos regulares de personas de esas nacionalidades, pero un aumento significativo de ingresos irregulares (Servicio Jesuita a Migrantes, 2021b, 2021a; Stang y Lara, 2020; Tapia et al., 2021).
En 2020, producto de la pandemia, se cerraron las fronteras y unos meses más tarde se decidió suspender la VRD. Los datos son claros: tanto la VRD como la VCT presentan un nivel muy bajo de aprobación, cercano al 30% del total de solicitudes (Servicio Jesuita a Migrantes, 2021b). Por otra parte, la solicitud de refugio ha sido prácticamente eliminada durante la administración de Sebastian Piñera. En 2020 el Estado de Chile reconoció la condición de refugiados a sólo siete personas. Por lo tanto, frente a la imposibilidad de ingresar de manera regular, miles de venezolanos y venezolanas comenzaron a ingresar de manera irregular, por el paso fronterizo de Colchane.
Según la información publicada por el Servicio Jesuita Migrante, con base en los registros entregados por la Policía de Investigaciones, entre enero y julio de 2021 habían ingresado al país 23.773 personas por pasos no habilitados. Además, de acuerdo a la información entregada por el Complejo Fronterizo de Colchane, durante un mes de funcionamiento habían ingresado 4000 personas a dicho recinto (La Estrella de Iquique, 15 noviembre 2021).
La mayoría de las personas que cruzan de manera irregular al país son familias venezolanas con niños/as de temprana edad, personas jóvenes solas, madres con hijos, familias con niños pequeños y abuelos. Muchos de ellos habían emigrado a países como Colombia, Perú o Ecuador, pero los estragos de la pandemia los dejaron nuevamente en una situación de gran fragilidad social y económica. La contingencia sanitaria obligó a las autoridades a ubicar a esta población en residencias sanitarias una vez que llegaban a Iquique donde, luego de un confinamiento de 14 días, quedaban literalmente en la calle, ocupando espacios públicos como playas y plazas de la ciudad.
En segundo lugar, el discurso criminalizador se ha consolidado con el paso de los años. El uso político de esta categoría busca fijar en el discurso público la idea de la peligrosidad de la inmigración, con el objetivo de transformarlo en un objeto de persecución y control. Esta figura es totalmente independiente de las cifras reales sobre delincuencia y migración. Son varios los estudios que indican que la población migrante que comete delitos es ínfima y está por debajo del porcentaje que representa respecto de la población total (Dufraix y Quinteros, 2017; Garcés, 2014). Pero nada de eso es relevante en la construcción de discursos que avalan el control hacia la migración y los migrantes (Stefoni y Brito, 2019).
Un aspecto central en este proceso de criminalización es convertir la irregularidad migratoria en un hecho delictivo necesario de ser perseguido. En este punto la figura del migrante-delincuente-irregular aparece como foco de la política de expulsión y control.
El tercer elemento es el abandono por parte del Estado de las necesidades y demandas de esta población. Se trata de requerimientos humanitarios básicos para asegurar una mínima sobrevivencia durante el período inicial de llegada al país. La única respuesta a esta situación vino de la mano del área de salud, ya que, con la pandemia, había que cumplir con las medidas sanitarias establecidas y el testeo con PCR. Sin embargo, una vez hecha la cuarentena en residencias sanitarias dispuestas por las autoridades locales y comprobado que las personas no tenían COVID, se les dejaba completamente a su suerte, sin dinero y sin un lugar donde albergarse. Fueron —y siguen siendo— las organizaciones sociales las que han asumido el enorme trabajo de proveer de alimentación, ropa, transporte, alojamiento, medicamentos y orientación a estas personas.
Entonces, es difícil pensar que la acción de desmantelar, cercar, limpiar y sacar a las personas de la plaza, de la calle o de las playas de esta ciudad nortina en septiembre de este año fueron una solución a la situación que enfrentan los/as miles de migrantes venezolanos/as que habían ingresado al país durante la pandemia. El desalojo no fue un intento por buscar una solución a quienes han debido hacer de la calle un lugar para dormir. No hubo intento en dar algo de esperanza y pistas de un mejor futuro a quienes han cruzado el continente en busca de una oportunidad. Lo que se buscó fue dar una respuesta a la población local que mira cada vez con más preocupación y sospecha la llegada de migrantes, a costa de un profundo impacto en la salud física y mental de la población migrante (Liberona, Piñones, Corona y García, 2021). Con ello se abrió la puerta a una serie de demostraciones xenofóbicas que se venían acumulando desde hace tiempo. Y es que la total ausencia de respuestas contundentes por parte del gobierno permitió que creciera el cansancio, la rabia y el odio hacia la comunidad venezolana, señalada reiteradamente por las autoridades como “ilegal”.
Las actuales cifras de ingreso por paso no habilitado a Chile son una situación inédita, así como las características de la población en cuestión. Este ha sido uno de los grandes errores del gobierno: pensar que se puede manejar esta migración con las mismas herramientas con las que se aborda la migración en general. Lo extraordinario de la situación que se está viviendo en el norte del país requiere pensar en medidas extraordinarias: asistencia y ayuda humanitaria a quienes recién ingresan, permisos especiales de trabajo a quienes han ingresado por pasos no habilitados, programas especiales de residencias temporales, asegurar derecho a la educación a niños/as que ya vienen con un importante nivel de desescolarización, atención integral de salud. Pero, sobre todo, se requiere una regularización migratoria inmediata, la que podría darse en el marco del reconocimiento de la condición de refugiados/as, acorde a la situación de Venezuela como primer país en desplazamiento forzado según la ONU (Acosta y Madrid, 2020). Es urgente que el Estado de Chile cumpla con los acuerdos de protección internacional que ha firmado, como la Convención de Cartagena de 1984, en línea con los pronunciamientos de la Corte Suprema contra las expulsiones colectivas.
Pero lejos de incorporar algunas de estas prácticas, se ha dicho que cualquier ayuda que brinde el Estado chileno a estas personas sería una señal para que entrara más de un millón de venezolanos que están en Perú. Estas respuestas denotan, por una parte, el populismo político que domina la política de control migratorio; y, por otra parte, una ausencia total de algo que nos caracteriza como seres humanos: solidaridad y sentido humanitario.
Expulsiones y desalojos se mueven bajo un mismo encuadre: mostrar que se está haciendo un esfuerzo por mantener alejados a las y los migrantes del paisaje local y esconder el hecho de que son miles quienes se quedan en condición irregular. Lo que, siguiendo a Heyman (2012), favorece al capitalismo, pues se demanda su participación económica, pero se les separa socialmente. Lo terrible es que esta irregularidad conlleva una marginalidad absoluta que va más allá de la pobreza, porque lo que cuestiona, en última instancia, es la legitimad de la presencia, del estar y del ser.
Referencias
Acosta, D., y Madrid, L. (2020). ¿Migrantes o Refugiados? La Declaración de Cartagena y los Venezolanos en Brasil. Fundación Carolina.
Domenech, E. (2020). La «política de la hostilidad» en Argentina: Detención, expulsión y rechazo en frontera. Estudios Fronterizos, 21.
Dufraix, R., y Quinteros, D. (2017). Expulsiones judiciales, sanciones administrativas y derechos fundamentales en la región de Tarapacá, Chile. II Jornadas de Migraciones. 26 y 27 de abril, Buenos Aires, Argentina.
Garcés, A. (2014). Contra el espacio público: Criminalización e higienización en la migración peruana en Santiago de Chile. EURE (Santiago), 40(121), 141-162.
Heyman, J. (2012). Capitalismo, movilidad desigual y la gobernanza de la frontera México-Estados Unidos. A. Aquino, A. Varela y F. Décasse (coords.), Desafiando fronteras. Control de la movilidad y experiencias migratorias en el contexto capitalista, 25-40.
Liberona, N. (2020). Fronteras y movilidad humana en América Latina. Nueva Sociedad, 289, 49-58.
Liberona, Piñones, Corona, y García (2021). Diagnóstico de salud de la población migrante venezolana irregularizada en Iquique.
Servicio Jesuita a Migrantes. (2021a). CASEN y Migración: Una caracterización de la pobreza, el trabajo y la seguridad social en la población migrante. Servicio Jesuita a Migrantes.
Servicio Jesuita a Migrantes. (2021b). Migración en Chile. Anuario 2020. Medidas migratorias, vulnerabilidad y oportunidades en un año de pandemia. SJM.
Stang, F. y Lara, A. (2020). Retórica humanitaria y expulsabilidad: Migrantes haitianos y gobernabilidad migratoria en Chile. Sí Somos Americanos. Revista de Estudios Transfronterizos, XX(1), 176-201.
Stefoni, C., y Brito, S. (2019). Migraciones y migrantes en los medios de prensa en Chile: La delicada relación entre las políticas de control y los procesos de racialización. Revista de Historia Social y de las Mentalidades, 23(2), 1-28.
Tapia, M., Contreras, Y., y Stefoni, C. (2021). Movilidad fronteriza, sujetos móviles y multianclados en el acceso de la vivienda. Los casos: Iquique, Alto Hospicio y Antofagasta. Anales de Geografía Universidad Complutense, 41(1), 265-291.
