La polémica en torno a los Organismos Constitucionales Autónomos (OCA) en México ha adoptado, como suele ocurrir en estos tiempos, un tono que va de lo épico a lo apocalíptico. Para unos, estos organismos son costosos enclaves del antiguo régimen que sólo entorpecen la Cuarta Transformación (4T) del presidente López Obrador (AMLO); por el otro lado, pareciera que son instituciones más importantes para la democracia que el propio voto. En las siguientes líneas presento una opinión que, más que buscar zanjar este debate, invita a verlo desde otra perspectiva.
La discusión actual sobre los OCA es la última versión de una advertencia que se ha convertido en la banda sonora de los últimos dos años: la del peligro que la 4T representa para la “democracia” en México. Llámesele populismo, autoritarismo competitivo o régimen iliberal, se trata de una preocupación muy peculiar, limitada a lo que hoy se considera que acontece sin interesarse en sus causas. He aquí el primer problema: nos esforzamos poco por indagar cómo llegamos aquí, cuando esa sea quizá la clave para entender el presente. Mi percepción es que el conflicto entre AMLO y los OCA sólo se puede explicar a partir de dos fenómenos: la oligarquización de nuestras democracias y lo que podemos llamar su vaciamiento.
Sobre la oligarquización se ha hablado ya bastante: de ahí el énfasis que tiene hoy la desigualdad en nuestra conversación pública. Por un lado, hay suficiente evidencia para sostener que vivimos en un momento plutocrático que la pandemia ha agudizado, en el que la riqueza se concentra en cada vez menos manos. Por otro lado, existe también una concentración del poder político. Hace tiempo que los partidos políticos, antiguos vasos comunicantes entre la sociedad y el Estado, abandonaron a la primera para irse en brazos del segundo. Es lo que Katz y Mair llamaron la formación de los “partido cartel” (Zona Abierta, 2004, pp. 108-109). Al igual que los mercados, durante los últimos años las democracias se volvieron un oligopolio en el que un puñado de jugadores se ponían de acuerdo entre sí para hacer como que compiten. En México tenemos quizá el ejemplo más cándido y transparente de este proceso: el Pacto por México.
Sin embargo, sobre el segundo proceso, el vaciamiento de la democracia, no se dice mucho. Por vaciamiento democrático me refiero al proceso por el cual cada vez más ámbitos de la vida pública y la acción del Estado se fueron blindando del juego político democrático. Durante los últimos treinta años fueron ganando terreno lo que se llamó “instituciones no mayoritarias”, que intentaban trasladar el modelo de los bancos centrales (capitaneados por expertos no electos supuestamente independientes) a cada vez más instituciones. ¿La razón? Había cuestiones tan sensibles e importantes que no podían dejarse en manos de políticos miopes, sesgados por sus intereses electorales y partidistas. La pregunta es: ¿también había que dejarla lejos del alcance de los ciudadanos? Eso fue lo que ocurrió. Entraba en escena, en México y en el mundo, la tecnocracia como forma de gobierno.
El problema del gobierno tecnocrático no es sólo que en realidad sea menos técnico y más político de lo que pretende, sino que es en esencia antidemocrático: en un régimen tecnocrático, la soberanía popular tiene poco espacio, y lo mismo pasa con la rendición de cuentas. ¿Qué accountability puede exigírsele a un experto al que no se elige? ¿Qué tipo de democracia existe cuando los asuntos públicos son patrimonio de una pequeña casta a la que sólo se accede con ciertos títulos y credenciales? En un régimen de esta naturaleza, como bien dijo Mair en un libro póstumo que se dedica a analizar este fenómeno (Ruling the void. The hollowing of western democracies, Verso, 2013), sólo queda gobernar el vacío.
Tanto la oligarquización como este vaciamiento democrático son factores que explican el éxito de proyectos como el de AMLO, tanto su origen como su incombustible popularidad. La proliferación de las “instituciones no mayoritarias” fue un proceso que, como pasó con la cartelización de los partidos, nuestro país llevó al extremo con la creación de los OCA. “Un exoesqueleto del Estado”, de acuerdo con Fernando Escalante (“Este viejo nuevo régimen”, Milenio, 23 de octubre de 2019), que hoy abarca ámbitos tan disímiles como las elecciones, la transparencia, la regulación de la competencia, la energía, y un largo etcétera que parece nunca acabar: recientemente, algunas ONG plantearon la necesidad de un OCA más para encargarse de la política de infraestructura y no dejarla en manos del gobierno en turno.
A la par que debilitaron al Poder Ejecutivo, los OCA actuaron como una muralla que resguardaba a un proyecto particular de país, el de nuestro cartel de partidos particular, de los resultados electorales del futuro y de la voluntad popular. Paradójicamente, lo que podría dar la impresión de ser un momento de claudicación de nuestra clase política, que parecía desentenderse de los asuntos públicos y delegarlos a sedicentes técnicos y expertos, podría haber sido en realidad su lance más ambicioso. Las “demasiadas autonomías”, como les llamó en otro tiempo Pedro Salazar Ugarte (Nexos, febrero 2014), podrían haber sido también una forma de dejar todo atado y bien atado.
Con la llegada de López Obrador a la presidencia, esos organismos se volvieron naturalmente un estorbo. Para su gobierno, los OCA son un enclave del viejo régimen, además de inservibles y caros. Para un sector importante de la oposición, por el contrario, los OCA se han convertido en su última bandera: la línea de defensa final de un proyecto que parece haberse rendido a construir una mayoría. Curiosamente, poco se discute sobre cómo reformarlos y eliminar todo atisbo de simulación.
En el fondo, lo que el conflicto entre el presidente y los OCA revela es una pugna entre dos maneras muy distintas de entender la democracia: por un lado, un gobierno con un fuerte respaldo popular para el cual la democracia es la regla de la mayoría. Para la 4T, lo que cuenta son los votos e instrumentar lo que así se decida por medio de una presidencia fuerte, centralista y personalista. Desde esa perspectiva, todo aquello que no responda a esa lógica, como los OCA, es un lujo o un estorbo. Por el otro está una oposición que a falta de respaldo popular esgrime credenciales y cuya idea de democracia consiste básicamente en un sistema de frenos y contrapesos, donde lo importante es no darles carta blanca a las mayorías. En algún momento ambas concepciones de la democracia iban unidas. Hoy parecen irreconciliables.
¿Hay manera de superar esta pugna? La situación de los OCA es difícil: los signos de los tiempos no los favorecen. Pese a que algunos de ellos desempeñan importantes funciones, lo que hoy se discute poco tienen que ver con su desempeño específico sino con el rol que, en conjunto, se cree que pueden llegar a tener como una especie de contrapoder contra el proyecto de AMLO.
Los OCA son instituciones que se crearon para darle continuidad a un arreglo político específico, el del oligopolio partidista de la transición. En ese sentido, buscaban darle certidumbre a un futuro. El detalle es que el proyecto que afianzaban no era compartido por la mayoría de los mexicanos. No lo era entonces ni lo es hoy tampoco. En el fondo, la fortaleza de los OCA radica en que plantean la vieja preocupación republicana sobre la necesidad de proteger a las minorías de los posibles abusos de las mayorías. Su problema es que ahí también está su gran debilidad. En un país cuya experiencia histórica ha sido la de una mayoría sistemáticamente oprimida por una minoría y un proyecto de país excluyente, ¿qué efectos puede tener ese alegato? ¿A quién podría convencer?
Mientras esta siga siendo su justificación, la suerte de los OCA está echada.