El 17 de septiembre comenzó a circular de forma masiva en noticieros televisivos, periódicos, redes sociales y demás medios de comunicación un desplegado firmado por intelectuales, escritores y académicos representantes de la élite ilustrada que por varias décadas ha hegemonizado el campo cultural y político mexicano. Con este documento los firmantes buscaban alertar a la sociedad mexicana sobre los presuntos peligros que se ciernen desde la tribuna presidencial sobre el andamiaje que sostiene la vida democrática del país, con especial énfasis en la cuestión de la libertad de expresión (“En defensa de la libertad de expresión”, Nexos).

No está de más recordar que las figuras más visibles de este grupo de intelectuales ya habían publicado un documento muy parecido algunas semanas atrás, en donde se posicionaron “heroicamente” en contra de la “deriva autoritaria” que está socavando el pluralismo de la representación y poniendo en riesgo los avances democráticos que después de largas luchas la sociedad mexicana ha ido conquistando. Omitieron, desde luego, el nulo papel que ellos han tenido en ese proceso o su férrea oposición contra el movimiento popular, pero eso es una cuestión que dejaremos para más adelante. Por lo que, para restaurar ese “pasado democrático”, convocaron a los ciudadanos y a los partidos de oposición a hacer un frente común (“Contra la deriva autoritaria y por la defensa de la democracia”, LaOAguilpinión.de).

Las respuestas ante los posicionamientos de la intelligentsia mexicana han sido diversas, pero en general dentro de los medios de comunicación dominantes se leyó como un ejemplo más que demuestra que el pensamiento, la ciencia y la verdad se encuentran en posición antagónica con respecto al gobierno que encabeza Andrés Manuel López Obrador. Que la razón, como siempre lo han sostenido, está con ellos.

 En lo que respecta a las lecturas críticas, podemos decir que se han concentrado, atinadamente, en cuestionar la existencia de aquello que nuestros intelectuales dan afanosamente por sentado, y sobre lo cual buscan constituirse como sus guardianes: la democracia, la pluralidad y la libertad de expresión (Berman, “De cómo mi libertad de expresión vale más que la tuya”, El Universal; Fuentes,“En defensa del privilegio: los intelectuales y las firmas de utilería”, Revista Común). Pues para ellos no parecen haber existido los escándalos de corrupción, la compra de votos como práctica recurrente de la política nacional, los fraudes electorales, los asesinatos de luchadores sociales y periodistas, las ganancias millonarias de la prensa vía contratos gubernamentales a cambio de su silencio o complicidad, los pactos entre los políticos y el crimen organizado, así como la barbarie de la violencia que azota toda la geografía mexicana. Pero lo que es más importante, para ellos parece no existir esa voz colectiva, plasmada en poco más de 30 millones de votos, que dijo ya no más, y que parece coincidir en su visión sobre los saldos negativos que nos dejaron los gobiernos neoliberales de las últimas décadas.

Ahora bien, creemos que los análisis que se han realizado sobre la falsedad del mensaje, y la crítica a las construcciones idealizadas del pasado reciente mexicano son importantes y necesarios, pero en este texto nos gustaría explorar una vía un poco distinta. Pues queremos concentrarnos brevemente en lo que representa la figura, la práctica y el discurso de estos personajes de la élite ilustrada mexicana a los que definimos como intelectuales patricios, con toda la carga antipopular y antidemocrática que trae consigo el término. Es decir, nos gustaría adentrarnos en la verdad que sustenta su mentira, en lo que hacen al decir lo que dicen. 

Un buen punto de partida sería recordar aquel dicho popular que nos dice que es necesario “separar la paja del trigo”, esto es, distinguir, dentro del conjunto de los poco más de 600 firmantes de ambos desplegados, aquellos que constituyen sus figuras principales de los que sólo son parte de la utilería. Y ahí nos encontramos en primera fila con los nombres de Héctor Aguilar Camín, Enrique Krauze y Roger Bartra, por mencionar algunos, pues fungen como ejes articuladores de esa vasta red política e intelectual que tiene presencia en comités editoriales de revistas, periódicos, partidos políticos, programas de televisión, editoriales, universidades y centros de investigación. 

Tanto Camín como Krauze han sido dos piezas centrales en el funcionamiento del campo político y cultural mexicano por lo menos desde la década de 1980 hasta la fecha. A partir de su posición hegemónica se han visto beneficiados por una articulación directa con los gobiernos en turno, y esto les ha dado acceso a capital político, económico, cultural y simbólico. Y con ello han logrado constituirse en unos verdaderos empresarios de la cultura. No resulta casual entender, entonces, lo que en este preciso momento está en juego para ellos, pues su posición como fuerza dominante en estos campos se ha visto mermada durante los dos últimos años. Tanto en lo que se refiere al acceso al presupuesto público como a la legitimidad política e intelectual en un espacio más amplio del de sus allegados de siempre. 

A partir de esta situación se ha convertido en una especie de lugar común calificar a este tipo de personajes como intelectuales orgánicos del grupo político dominante, recuperando la definición que hiciera el marxista italiano Antonio Gramsci para identificar a aquel grupo social que funge como empleado de la clase social dominante y a quienes se les “encomienda las tareas subalternas en la hegemonía social y en el gobierno político” (Gramsci, 1967, p. 31). No obstante y sin negar el papel que efectivamente han jugado en los últimos años estos personajes, tanto en lo que se refiere a su labor como ideólogos de los gobiernos neoliberales y a los fuertes intereses creados, creemos sugerente pensarlos también como intelectuales que, a la manera de los patricios del mundo antiguo, creen que “no hay motivo para discutir con los plebeyos, por la sencilla razón de que éstos no hablan. Y no hablan porque son seres sin nombre, privados de logos, es decir, de inscripción simbólica en la ciudad” (Rancière, 1996, pp. 38-39).

Esta postura antipopular y antidemocrática que le niega el logos al ciudadano común es la contraparte de su lectura tecnocrática de la política que vienen impulsando desde hace algunas décadas, pues entienden que ésta no es otra cosa que un asunto de especialistas (Kent,“La nueva izquierda y el viejo liberalismo: notas para una nueva crítica de la democracia en México”, Revista Común). Esto implica una despolitización de la vida pública y la imposición de la idea de que ellos como élite ilustrada deben hablar en nombre de todos, pues son superiores y poseen el derecho exclusivo del logos y la palabra. De modo que no resultan casuales expresiones como las que el director de Nexos profirió cuando fue entrevistado sobre el asunto de las consultas populares, al señalar que “no hay nada inteligente que un ciudadano común pueda decir sobre prácticamente nada que implique un conocimiento especializado” (Aguilar, “Impericias de la Cuarta Transformación”, Milenio).

Queda claro que si la política es un asunto de especialistas, la masa anónima, los plebeyos, carentes de voz, logos y de palabra, no tiene ningún lugar ahí. No hay espacio para ellos. De ahí su desprecio hacia los movimientos populares, incluso con una fuerte carga racista (Bartra, “Insurgencias incongruentes”, Udual Press), su pavor a las masas y su lectura panfletaria del populismo como “amenaza para la democracia” (Krauze, “Decálogo del populismo”). Una y otra vez encontramos tanto en sus textos como en sus intervenciones públicas esta misma idea; por ejemplo, cuando Aguilar Camín y Jorge G. Castañeda han hablado recientemente de la influencia que ejerce el supuesto círculo rojo sobre el verde, donde los primeros serían los lectores de periódicos y revistas, la gente que habla de política, y los segundos serían la gente común, separada de los asuntos y discusiones públicas. El presupuesto es sencillo: existe un grupo pensante que de a poco, y no se sabe bien cómo, debe imponer su visión a la masa no-pensante (G. Castañeda, “La ‘intelligentsia’ mexicana”, Nexos). Así lo resume Aguilar Camín:

 “Esto que estamos nosotros pensando y viendo, esto que está pensando y viendo Reforma, esto que está pensando y viendo la gente pensante del país, las calificadoras, los analistas económicos, los diarios internacionales, esto se va a volver parte de la visión común de los mexicanos” (Citado en Anaya, “Cazando contradicciones”, Memoria. Revista de crítica militante) .

La crítica, así, no debe limitarse al mensaje o las falsificaciones con que sostienen sus argumentos, sino debe ir más allá e instalarse en la figura misma del intelectual patricio y su desprecio por las expresiones políticas populares. Ya que esta figura no sólo está presente en los directores de Nexos y Letras Libres, sino que se ha consolidado como un modo de ser dominante en algunos escritores, académicos e intelectuales de todo el campo cultural mexicano. E incluso podríamos decir que comparten esta postura antipopular y antidemocrática con los sectores más reaccionarios del país, sólo basta con escuchar los “argumentos” que vociferan desde sus autos, o ahora desde su plantón de casas de campaña en el Zócalo, y que apuntan a la descalificación del ciudadano común como alguien flojo, corruptible, ignorante, con “mentalidad de becario” y que vive de las “limosnas gubernamentales”. En el fondo ambos sectores parecen ser incapaces de digerir todavía la irrupción política de una parte de la sociedad que nunca había tenido parte, y que ahí donde siempre habían visto ruido, hambre y barbarie, hay logos, voces, pensamientos, palabras y un profundo anhelo por transformar las vidas de ellos y de sus familias. 

Por otro lado, esto que estamos observando debería interpelar a todos aquellos sujetos políticos que se sitúan en el campo de la izquierda, en el sentido de entender a profundidad lo que se está jugando a nivel estatal. Pues los posicionamientos cada vez más claros de los sectores reaccionarios deberían traducirse en un impulso a pensar, actuar y hablar desde la coyuntura política por la que atraviesa el país. Sin que esto quiera decir que se deje de criticar los yerros o contradicciones que en diversas materias pueda tener el gobierno encabezado por AMLO, o que se establezca un seguidismo miope, pero sí teniendo presente que la única forma de lograr las grandes transformaciones sociales que el país requiere pasa por el fortalecimiento de las luchas sociales, populares y estatales.

Y para ello resulta imprescindible ir más allá de las posiciones de cierta “izquierda purista” que se encuentra aislada debatiendo doctrinariamente sobre lo que es y lo que no es un gobierno de izquierda, que piensa lo estatal todavía desde una perspectiva instrumentalista, como un simple brazo ejecutor de la clase dominante, o que cree que los destinos de la cosa pública obedecen únicamente al voluntarismo político. Necesitamos entender al Estado como un campo de relaciones antagónicas, es decir, que “la lucha de clases atraviesa de arriba abajo el Estado como atraviesa, en general, a toda entidad social” (Pereyra, 2010, p. 426). Y que las contradicciones visibles en el gobierno de la llamada 4T obedecen justamente a la presencia de grupos políticos y sociales distintos, y que sólo en la medida en que la correlación de fuerzas populares logre avanzar es que podremos ir consolidando un proyecto nacional, popular y democrático. 

Finalmente, es preciso insistir en que la lucha democrática en estos momentos no sólo implica un reacomodo estructural en las posiciones del campo cultural, que aparezcan nuevas voces o plumas, sino que también debe pasar por una subversión del concepto y de la práctica del intelectual que por largas décadas ha dominado en México. Pues resulta impostergable ensayar formas distintas de articulación con los movimientos populares que nos lleven a romper con la jerarquización de la minoría pensante y la mayoría silenciada. Ya que como ha señalado Jacques Rancière, la lucha política implica el descubrimiento del demos como ser parlante, dotado de una palabra que no sólo expresa la necesidad, el sufrimiento y el furor, sino que manifiesta inteligencia (Rancière, 1996, p. 39).


Referencias

Gramsci, Antonio, La formación de los intelectuales, México, Grijalbo, 1967.

Pereyra, Carlos, Filosofía, historia y política. Ensayos filosóficos 1974–1988, compilación de Gustavo Ortiz-Millán y Corina Yturbe, México, Fondo de Cultura Económica/Instituto de Investigaciones Filosóficas-UNAM, 2010. 

Rancière, Jacques, El desacuerdo. Política y filosofía, Buenos Aires, Nueva Visión, 1996.