I
La fachada de piedra abría sus ventanas a una luz cegadora. La noche tropical crecía en calor, en vez de refrescarse, y el humo, también iluminado en sus raíces, atosigaba el aire. Señal de humo: el humo es siempre signo de la pérdida. “Aquí hay algo que está dejando de ser”, dice, “algo que se va yendo, y no regresa”. La pérdida es siempre trágica, pero lo fue más en el caso que tengo en mente: el Museo Nacional de Brasil, en Rio de Janeiro, cuyo incendio devastador acaba de cumplir recientemente dos años. A diferencia de otro tipo de inmuebles, la devastación de un museo está menos en las piedras que sostienen su historia física, y más en los objetos que resguarda, los cuales constituyen su historia moral, por decirlo así. Todo museo es una declaración de principios. Dice John Berger que los museos se parecen a los palacios, pero también a los bancos: depositarios de buena parte de la riqueza cultural de la humanidad, cumplen funciones paradójicas. Resguardan, pero a la vez arrebatan; exhiben y comparten, pero a la vez alejan. En el incendio del Museo Nacional de Brasil, se perdieron frescos de Pompeya, vestigios de la antigua cultura egipcia, piezas de arte africano, fósiles sáuricos. Nos quedan fotos, que son, finalmente, testimonio de su paso por la historia (conservado, aunque hayamos perdido el “aura” de su existencia). En contraste, se perdió también el trabajo antropológico de un centenar de investigadores, archivado, sin respaldos virtuales, en un cuarto del edificio. Entre tales materiales se encontraban, por ejemplo, grabaciones de idiomas indígenas brasileños, hoy extintos. Hay voces que jamás volverán a decir “fuego”.
2
Hay un poema de Carl Sandburg que habla sobre la muerte de los idiomas. Se llaman “Lenguajes”, y he ensayado aquí una traducción, todavía tentativa:
No existen asas sobre un lenguaje
para poder sostenerlo
y marcarlo con signos de conmemoración.
Es un río este lenguaje
abriendo un nuevo curso
una vez cada mil años
cambiando su camino hacia el océano.
Es un efluvio de montañas
corriendo hacia los valles
cruzando las fronteras y mezclándose
de nación en nación.
Los lenguajes mueren como ríos.
Las palabras que hoy envuelven tu lengua
y que han sido rotas para moldear el pensamiento
entre tus dientes y tus labios que hablan
ahora y hoy
habrán de ser en diez mil años
jeroglíficos borrosos.
Canta —y cantando— recuerda
tu canción muere y cambia
y mañana no está aquí
como no está aquí el viento
que sopló hace diez mil años.
3
¿Todo lenguaje es un río? ¿Todo lenguaje fluye de manera imparable y logra trasponer las fronteras artificiales de las naciones? ¿Todo lenguaje muere como un río? El poema es hermoso, no lo estoy poniendo en duda. Pero no está de más preguntarnos desde dónde está siendo enunciado. Es un poema sólo posible en un idioma poderoso, como el inglés. Un idioma que morirá, pero en un futuro muy distante, luego de milenios de evolución ininterrumpida. Además, parece naturalizar esa muerte lingüística como algo inevitable. Y quizá lo sea. Sin embargo, es importante advertir que no todos los idiomas mueren a la misma velocidad ni por las mismas causas; que hay causas no inherentes al imparable cambio lingüístico, sino de origen político (y por lo tanto evitables). Naturalizar la desaparición de los idiomas puede llevar a una conclusión ideológica peligrosa: si de todas maneras están condenados a desaparecer, ¿para qué preocuparnos por revertir esos procesos?
Por otro lado, los lenguajes no tienen existencia fuera de las comunidades, pequeñas o inmensas, que los hablan. Quiero decir: si un lenguaje cruza las fronteras y se mezcla con otros, esa mezcla no es siempre la unión pacífica de dos corrientes, sino fruto de la acción bélica, de la colonización, que tiñe de rojo las aguas de los lenguajes más poderosos del mundo, esos que no se mezclan —no realmente—: que se imponen.
4
Brasil es una de las regiones del mundo con mayor diversidad, tanto ecológica como lingüística (ambas, según plantean algunos especialistas, estrechamente vinculadas). También es una de las regiones donde tal diversidad está más en peligro. El incendio del Museo prefiguró otros más devastadores: los que en 2019 arrasaron con buena parte de la Amazonía, allí donde muchos de esos idiomas perdidos tuvieron su hábitat, y donde muchos más siguen viviendo, cada vez más amenazadas por un entorno voraz. No es casual que todo esto haya sucedido durante la administración de Jair Bolsonaro, abanderado del neoliberalismo en su versión más conservadora y más violenta. El discurso ha sido claro: lo que importa es el progreso ininterrumpido, según modelos insostenibles. Todo lo que se oponga es un estorbo, y merece la destrucción. Al Museo lo consumió el fuego, pero el fuego en realidad fue consecuencia de un sostenido abandono, por falta de inversión en la manutención del inmueble y en el resguardo adecuado de sus colecciones. De igual manera, el fuego de la selva es el de la deforestación agrícola, minera y ganadera, que prefiere homogeneizar la tierra, para que pueda dar réditos inmediatos, en vez de mantener su estorbosa exuberancia. Si el Estado fue el responsable histórico de la desaparición de esos pueblos, de esos hablantes, de esas culturas, lo menos que hubiera podido hacer era asegurarse de preservar su historia.
Es paradójico, por supuesto, que el estudio de esas lenguas indígenas (por ejemplo, el estudio que produjo los materiales consumidos en el incendio) fue alentado y costeado por el propio Estado, como una forma de salvaguardar el patrimonio intangible del Brasil —lo cual es fundamental, por supuesto—, mientras que, al mismo tiempo, ha continuado con sus políticas de despojo (y las ha recrudecido). De tal suerte, el Estado aparenta interesarse por el patrimonio cultural de los pueblos indígenas, a la vez que los desampara y los presiona a integrarse a una sociedad “unificada”, donde sus lenguas no tienen cabida, más que para ser el testimonio lejano de un pasado cultural que enriquece los museos.
5
Nada de un río que se muere en 10, 000 años.
Tantas veces lo que hay es una selva que se incendia en unos días.