Este texto se publicó originalmente en inglés en la revista Jacobin. Se reproduce aquí con su autorización.


Entre numerosos estudiosos de la historia de México existe la idea de que, en lo que concierne a la relación con los Estados Unidos, marcada por la beligerancia y la hegemonía, los peores acontecimientos han ocurrido bajo administraciones demócratas. Hay mucha evidencia para sostener esta hipótesis.

La Guerra México-Estadounidense de 1846, impulsada por el presidente demócrata James K. Polk con pretextos inventados, llevó a Estados Unidos a anexar más de la mitad del territorio mexicano. Las tropas estadounidenses regresaron a México en 1914, esta vez para participar en una brutal ocupación de la ciudad de Veracruz ordenada por el presidente Woodrow Wilson; dos años después, Wilson envió otros diez mil soldados al otro lado de la frontera en un intento infructuoso de localizar al líder revolucionario Pancho Villa. En las «campañas de repatriación» de las décadas de 1930 y 1940, que comenzaron bajo la administración de Hoover pero continuaron asiduamente durante los más de tres mandatos de Franklin D. Roosevelt, más de un millón de personas de ascendencia mexicana, al menos el 60% de ellas ciudadanos estadounidenses, fueron detenidos y expulsados a México. La naturaleza escalofriante de las redadas presagió las tácticas que utilizarían los agentes de la Patrulla Fronteriza y el Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE) en las generaciones venideras.

La historia reciente es más conocida. El Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) fue aprobado en 1993 por un Congreso de mayoría demócrata y promulgado por el presidente Clinton, quien presionó agresivamente para lograrlo. Muy consciente del aumento de los flujos migratorios que probablemente provocaría el acuerdo, Clinton dispuso militarizar la frontera a través de la “Operation Gatekeeper” en California, la “Operation Safeward” en Arizona y la “Operation Río Grande” en Texas.

Además de construir secciones emblemáticas del muro fronterizo, los programas orillaron a los inmigrantes a transitar por terrenos montañosos y desiertos inhóspitos, causando la muerte de miles de ellos. Clinton también promulgó la “Ley antiterrorista y de pena de muerte efectiva”, que aceleró los procedimientos de deportación y sentó las bases para las separaciones familiares, así como la “Ley de reforma de la inmigración ilegal y de responsabilidad del inmigrante”, que creó la infraestructura legal para futuras represiones de inmigrantes.

Por su parte, la administración de Obama aumentó el presupuesto de control de inmigración en un 300% y lo utilizó para llegar a un récord de tres millones de deportaciones, un número mayor al acumulado por todos los presidentes estadounidenses del siglo XX. También aumentó la detención de familias inmigrantes al tiempo que estableció la práctica de detener a los niños durante períodos de tiempo excesivos y en condiciones similares a las de una prisión.

Y en la dirección opuesta de los inmigrantes se fueron las armas: basándose en los programas de la era Bush, la administración de Obama implementó la “Operación Rápido y Furioso”, una maniobra fallida contra el tráfico de armas en la que se lanzaron unas dos mil armas de fuego en México en el apogeo de la violencia de la «guerra contra las drogas». Más de la mitad de las armas se perdieron; muchas terminaron en manos del crimen organizado. Por las muertes que causó y por la violación de la soberanía que supuso, la operación sigue siendo un gran escándalo político en México hasta el día de hoy. El gobierno de Obama incitó además a México a adoptar el “Programa Frontera Sur”, un proyecto de militarización de su frontera con Guatemala que a su vez retomó alegremente la administración de Trump.

El no tan “hogar natural”

Nada de esto, por supuesto, debe interpretarse como un intento de redimir a las administraciones republicanas por sus crímenes en toda América Latina: el golpe de Estado de 1954 en Guatemala planeado por el gobierno de Eisenhower, el golpe de 1973 en Chile orquestado por Richard Nixon, la violencia paramilitar genocida desatada por la administración Reagan en Centroamérica, y el golpe de Estado en Bolivia de 2019 apoyado por Donald Trump son sólo algunos ejemplos que me vienen a la mente.

De hecho, millones de latinos en Estados Unidos huyeron o son descendientes de aquellos que se vieron obligados a huir de países que sufrieron los horrores de la política exterior republicana. Es más, los programas mencionados anteriormente —desde las purgas de inmigrantes hasta la militarización de la frontera—, han sido iniciados, promovidos o perpetuados por el Partido Republicano en un malévolo juego de aventarse la pelota en el que las partes se turnan para culpar al otro por comenzar todo.

Pero, de los pilares gemelos del imperialismo estadounidense, son los demócratas quienes se consideran a sí mismos como los únicos que tienen derecho al voto latino, independientemente de sus acciones cuando estuvieron en el poder. “El Partido Demócrata es el hogar natural de los latinos”, anunció alegremente Terry McAuliffe cuando fue presidente del Comité Nacional Demócrata (DNC), un sentimiento considerado axiomático entre la élite del partido. Armado con esto y con la consigna de «no hay otra alternativa», que usa con todos los grupos minoritarios y con la izquierda, el partido pasó la temporada de primarias presidenciales de este año en un torpe y, a menudo, sordo cortejo con su electorado «natural». Este incluyó irrupciones no solicitadas en un español forzado en los debates y, como remate encantador, a los candidatos Amy Klobuchar y Tom Steyer desfilando por los estudios de Telemundo sin siquiera poder dar con el nombre del presidente de México, y mucho menos con algún detalle relevante de su política.

En la Convención Nacional Demócrata, los hispanohablantes estuvieron notablemente ausentes del proceso, a tal grado que, como lo apuntó alguien con ingenio, se programaron más republicanos en el primer día que latinos durante toda la semana. Teniendo en cuenta el hecho de que Joe Biden perdió el voto de las primarias hispanas ante Bernie Sanders, es difícil comprender por qué ni siquiera aprovecharon el horario estelar para aparentar y llevar a cabo su típico juego de condescendencia. Más revelador aún es el hecho de que, a pesar de un esfuerzo sostenido de Donald Trump para antagonizar a la comunidad latina durante el transcurso de su presidencia, su preferencia entre los latinos se ubica en 36%, según la última encuesta presidencial de Quinnipiac, unos ocho puntos mejor de lo que logró en 2016. Y cuando nos concentramos en ciertos estados, la situación se vuelve aún más dramática. En Florida, por ejemplo, donde Clinton ganó el voto latino del 62 al 35% en 2016, Biden está logrando perderlo por cuatro puntos según NBC / Marist: un cambio de 31 puntos.

Por otra parte, considerando que el exvicepresidente es el tipo de candidato que pide a los inmigrantes indocumentados que hagan fila, censura a los activistas de inmigración en sus mítines diciéndoles que voten por Trump y tiene un historial de fanfarronea sobre votar a favor de la construcción de 700 millas de «valla» fronteriza mientras se queja de las «toneladas» de drogas «que llegan a través del México corrupto», tal vez esto no deberíamos sorprendernos tanto.

Déjà Vu

No hace falta un sexto sentido político para ver que las posibilidades de que una administración Biden / Harris altere fundamentalmente la dinámica de militarización, intervención del sector privado y extracción de recursos que marca la política de Estados Unidos hacia América Latina son escasas o nulas. Como senador, Biden fue uno de los arquitectos del Plan Colombia, la política asesina «antidrogas» que mató a miles, desplazó a unos siete millones más y sirvió de modelo para estrategias similares en México, Guatemala, Honduras y El Salvador. Biden también diseñó la «Alianza para la Prosperidad» de la era de Obama, la cual, con el pretexto de ayudar a los países centroamericanos en dificultades a detener el flujo de migración infantil, hinchó de dinero a los presupuestos militares y policiales, apuntalando así al régimen hondureño coludido con el narcotráfico de Juan Orlando Hernández, que llegó al poder tras el mismo golpe de Estado respaldado por Obama y el Departamento de Estado de Hillary Clinton en 2009.

Incluso hay indicios de que la administración de Biden podría ser aún más agresiva (“musculosa”, en lenguaje de Washington) que la de su predecesor respecto de sus vecinos del sur. En las 92 páginas de la plataforma electoral del 2020 del Partido Demócrata, la única mención sustancial de América Latina refiere al rechazo de la «política fallida de Venezuela» de Trump, que sólo “ha servido para afianzar el régimen dictatorial de Nicolás Maduro y exacerbar una crisis humanitaria y de derechos humanos «.

Las implicaciones prácticas de esta postura se vislumbraron recientemente cuando el senador Chris Murphy de Connecticut, uno de los miembros aparentemente más liberales del Senado estadounidense, se quejó en una audiencia del comité de relaciones exteriores de los repetidos fracasos de Trump en su intento de deponer a Maduro, incluyendo el fallido golpe de Estado de abril de 2019. Respecto a Bolivia, mientras que el régimen de Áñez sigue posponiendo las elecciones y reprimiendo a los manifestantes que buscan restaurar la democracia, tanto la plataforma del partido como la fórmula Biden / Harris han optado por un silencio cobarde.

Tampoco hay motivos para alegrarse en lo que concierne a la política interior. En ausencia de una gran política motivadora como “Medicare Para Todos” (un programa de sanidad universal), un “Nuevo Trato Verde” (programa para combatir el cambio climático), la cancelación de la deuda estudiantil o los pagos mensuales de estímulo económico por causa de la pandemia, la campaña de Biden cuenta con un repertorio más reducido de iniciativas para las comunidades latinas que, a pesar de un puñado de medidas valiosas —como la que hace que el programa de Acción Diferida para los Llegados en la Infancia (DACA) sea permanente y permita que los DREAMers califiquen para las becas federales Pell—, tienen poca probabilidad de lograr la participación masiva de los votantes latinos.

También en el campo de la inmigración, aunque Biden promete poner fin a los abusos más emblemáticos de la era Trump, como la separación familiar y los Protocolos de Protección al Migrante que exigen que los solicitantes de asilo que vienen del sur sean devueltos a México mientras se procesan sus casos, su plan no apunta hacia el desmantelamiento de nuestro estado carcelario. La criminalización de quienes cruzan la frontera (codificada en la infame Sección 1325 del Título 8 del Código de los EE. UU.), y de quienes ya residen en los Estados Unidos, amenaza con continuar creciendo a través del uso de infracciones menores como excusa para acosar y deportar a los migrantes, confundiendo deliberadamente la inmigración con la criminalidad. «Hemos visto esto antes», escribió el grupo de defensa de inmigrantes Movimiento Cosecha sobre el plan de Biden. «Significará millones más de deportaciones».

Histórica y políticamente, ni el Partido Demócrata ni el Republicano han sido amigos de América Latina ni de los latinos en Estados Unidos. Esto, por supuesto, no ha impedido que el primero se convenza a sí mismo de lo contrario, considerándose por lo mismo con derecho a todos y cada uno de los votos latinos. Si la carrera presidencial se vuelve reñida en la recta final, como sugiere la historia, y si la campaña de Biden continúa perdiendo votos latinos en su obsesivo cortejo de los suburbios, esta actitud podría resultar particularmente dañina en algunos estados definitivos. Respecto al futuro del partido, los pronósticos son aún peores.