“Deja que te suceda todo: lo bello y lo terrible. Sólo hay que andar. Ningún sentimiento es final. No te apartes de mi lado. Cercana está la tierra a la que llaman vida.»
Rainer Maria Rilke, El libro de las horas
La pandemia ha despojado a calles y lugares públicos de esos bullicios repletos de caras desnudas en los que acontecían toda clase de sorpresas y encuentros inesperados. Ya sea porque hayamos caído en una especie de letargo tras dos años de pseudoconfinamiento, porque nos aburra movernos en una realidad excesivamente profiláctica, porque recelemos de las nuevas variantes del virus, porque carguemos con el desánimo que provocan las varias pérdidas y los muchos temores, porque no nos guste saltarnos un semáforo en rojo o porque, simplemente, esto aún no ha acabado; el caso es que muchas pasamos la mayor parte del tiempo en espacios de interacciones precarias. Y sí, es cierto. Salimos mucho más que antes, vemos parques relativamente llenos e incluso nos hemos encontrado con algunas aglomeraciones. Sin embargo, las actitudes son distantes y los rostros ocultan tras el cubrebocas sus rasgos y emociones. Vamos, que no es lo mismo que antes. Además, me da la impresión de que esta falta de contacto ha hecho que cierta tristeza, igual de plana y gris que los cielos de las tardes de agosto en la Ciudad de México, se haya instalado sobre nosotras. Son los espíritus, al fin y al cabo, los que enferman con la sana distancia. Con esta sensación, que se expresa en mi propio temple como una realidad incontrovertible, vi una película que me dio por pensar en la relación entre interacciones y estados de ánimo. Se trata de Pity, una obra maestra griega sobre la tristeza dirigida por quien estuvo detrás del guión de Canino y Langosta, Babis Makridis.
El protagonista, un hombre de mediana edad, abogado, pero sobre todo muy triste, asume con amargura las desdichas de la vida. Su mujer está en coma y todo a su alrededor se encuentra corroído por una pesadumbre que potencia su propia tristeza: el luto de una clienta que ha perdido a su padre en un asesinato, las lágrimas de una mujer llorando en el pasillo del hospital, las melancólicas melodías que obliga a tocar a su hijo en el piano o un padre anciano que da la espalda a la vida acontecida para dirigir su cuerpo hacia el reposado horizonte, son acontecimientos que van discurriendo en perfecta sintonía afectiva. En este sentido, la película parece tener bastante de sartreano. La conciencia, enfrentada a un mundo problemático, trata de aprehenderlo confiriéndole unas cualidades que lo dotan de sentido. La tristeza cumple esta función al revestir los hechos con los subjetivos ropajes del hombre triste.
El problema es que este mundo de tribulaciones se desmorona cuando la mujer sale del coma. Hospitalizada era un adecuado motivo de tristeza que los demás pueden reconocerle y admirarle, pero sana y en casa no constituye ningún beneficio. El hombre, así, se percata de que su aflicción le proveía la mayor de las satisfacciones. Porque, ¿acaso no es nuestra tristeza la que nos convierte en objeto de preocupación y compasión por parte de quienes nos rodean? Al fin y al cabo, era gracias a su lamentable situación que la vecina le llevaba todos los días tarta recién horneada. Ya no lo hace y no tiene por qué hacerlo. Ahora su interés, como el del resto, se trasladará hacia esa otra gente que tiene mejores motivos para entristecerse, lo cual es absolutamente injusto. Acá se produce una paradoja. El protagonista sufre por su falta de motivos para sufrir, pero ahora nadie reconoce su sufrimiento. Con esta toma de conciencia al respecto de la importancia que tiene la emoción para detonar respuestas en los otros, el sentido fenomenológico de la tristeza se trastoca quedando convertida en instrumento de autosatisfacción. Esto constituye una radical inversión en la dirección de la dotación de sentido. La aflicción ya no le permite reconocer el mundo, sino que es usada para exigir reconocimiento. Con esto en la mente, y a pesar de que sus circunstancias han cambiado, el protagonista decide seguir expresando su gesto compungido buscando la compasión de los demás. Así continúa con su semblante triste, consciente de que los otros deberían sentirse obligados a responder con atención y cuidados a las necesidades y vulnerabilidades que con él se transmiten.
En Pity la tristeza se presenta como una emoción desintegradora de vínculos cuando ésta se dirige exclusiva y patológicamente hacia uno mismo con el fin de detonar afectos y atenciones en los demás. Esto me hizo plantearme algunas cuestiones: ¿Son las emociones consideradas tradicionalmente negativas, como la tristeza, perjudiciales para sostener formas de vida en común? Si es así, ¿habría entonces que fomentar, a lo Spinoza-Deleuze, la expresión de pasiones alegres que aumenten nuestra potencia de obrar? ¿Nos deberíamos tratar de quitar este decaimiento que parece haberse instalado tras más de año y medio de pandemia? De no ser así, ¿corremos el riesgo de enquistarlo en nuestro estado de ánimo, hundiéndonos o regodeándonos en él o, peor aún, utilizándolo como forma de captar la atención de los demás? Claro, son muchas las preguntas y no pretendo dar alguna respuesta convincente a ninguna de ellas.
Tan sólo me gustaría apuntar algunas cosas. En primer lugar, lo que podríamos considerar emociones negativas, como el miedo, la ira o la tristeza, no son rechazables por sí mismas. En esto creo que uno puede ser aristotélico sin necesidad de ruborizarse. Lo importante no sería evitar el enfado, sino saber enfadarse en el momento oportuno, con la persona correcta y en la medida adecuada. Esto, claro, no implica defender una ingenua moderación de las emociones. Sin ira contra el agresor no se habrían dado fenómenos de resistencia. Los actos de rebeldía a veces necesitan ser furibundos. Con la tristeza sucede lo mismo. Resulta insoslayable, y está bien que así sea, cuando sufrimos una pérdida y nos damos de bruces contra la adversidad. Querer evadirla sería insensato. Lo que podría hacerse, quizá, es modularse en función de la magnitud, importancia y valor de la pérdida.
No obstante y más allá de esto, lo que me gustaría plantear es que sí existe un vínculo entre lo social y la tristeza. Porque si bien es cierto que la película de Makridis muestra que la tristeza fingida constituye una forma perversa de instrumentalización de los demás que deteriora las relaciones, no podemos olvidar que su genuina expresión abre caminos de vinculación profunda con el otro. Esto sucede porque, como bien sabe el protagonista, las emociones visibilizan las necesidades de los demás. El problema es que él sólo está interesado en las suyas. No le preocupa que la vecina exprese molestia por insistirle en que le siga haciendo tartas. Sin embargo, en situaciones no instrumentalizadoras ni patológicas, las emociones que reconocemos en los otros, en concreto la tristeza, detona respuestas de empatía y compasión, o sea, la base moral sin la cual sería imposible establecer auténticas relaciones sociales. En este sentido, abrirse a las otras aflicciones constituye un acto político que, lejos de disminuir nuestra potencia de obrar, puede derivar en la creación y fortalecimiento de los vínculos comunitarios.
Por otra parte, algunas filósofas como Martha Nussbaum nos han dicho, y yo lo creo también, que las emociones llevan aparejadas una valoración sobre el mundo. Es decir, serían una especie de indicadores de aquellas cosas que nos importan. Esto básicamente quiere decir que si nos entristecemos es porque hemos perdido algo a lo que atribuíamos valor; que si tenemos miedo es porque reconocemos que algo importante puede resultar dañado. Teniendo esto en mente, podríamos decir que el protagonista de Pity sufría por haber perdido el motivo de tristeza por el que era reconocido. No se aflige por la condición de su esposa, pues para él, ella no tiene valor alguno. A nosotras, en cambio, nos provoca tristeza la dificultad de construir nuevos vínculos ya que es una de las cosas que más valor proporciona a nuestras vidas. Esta tristeza, que reconoce en la aflicción de los otros una emoción compartida, encierra también la esperanza por recuperar nuestro principal motivo de alegría.
