Lo que hoy entendemos por humanidades es un conjunto de disciplinas que engloba a la filosofía, la historia, la filología y la estética junto con algunas prácticas disciplinarias de la pedagogía, el derecho, la antropología, la psicología, la arqueología, la sociología y la teoría política.
En México, las humanidades son un campo de estudio muy vigoroso que cuenta con mucho reconocimiento internacional. Sin embargo, México no ha tenido jamás una política de Estado para las humanidades. En cambio, sí la ha tenido para las artes y para las ciencias. La institucionalización de estas políticas quedó plasmada durante el siglo anterior con la creación del Consejo Nacional para la Cultura y las Artes (Conaculta) y del Consejo Nacional para la Ciencia y la Tecnología (Conacyt). Las humanidades, que no son ni artes ni ciencias, no tuvieron la fortuna de que se creara un Consejo Nacional para las Humanidades y, por lo mismo, fueron incluidas de refilón en el Conacyt, aunque, desde siempre, tuvieron un papel marginal, casi de parche dentro de aquella institución. Lo mismo puede decirse de dos organismos que desempeñaron un papel importante en el régimen anterior: la Academia Mexicana de Ciencias y el Consejo Consultivo de Ciencias, que nunca les dieron a las humanidades el sitio que merecían.
El problema para las humanidades en México es que al quedar dentro del Conacyt sufrieron presiones para que se parecieran cada vez a las mal llamadas ciencias duras. A las humanidades se les pidió, por ejemplo, que adoptaran el artículo académico publicado en revistas internacionales con arbitraje como la unidad básica de su producción académica, en detrimento del libro, que tradicionalmente había sido el producto mejor evaluado. También se les exigió que entraran en las mediciones del número de citas por artículo para que se pudiera tasar la repercusión de los productos, dejando a un lado a otro tipo de publicaciones que no se incluyen en esas listas. Dicho en pocas palabras, las humanidades fueron toleradas en el Conacyt siempre y cuando se plegaran a sus criterios generales. El embate –que bien podría llamarse “neoliberal– en contra de las humanidades por parte del Estado alcanzó su momento más alto cuando en la reforma de la educación media superior, durante el gobierno de Felipe Calderón, la palabra “humanidades” fue borrada del currículum. En respuesta, el Observatorio Filosófico de México convocó a un movimiento nacional en defensa de las humanidades y, en particular, de la filosofía; esto logró que el gobierno tuviera que echarse para atrás.
Al comienzo del actual gobierno federal se anunció que el Conacyt cambiaría de nombre para llamarse Conhacyt. La inclusión de la “H” en el acrónimo suponía que el consejo se llamaría: Consejo Nacional para las Humanidades, las Ciencias y la Tecnología. La noticia fue muy bien recibida en el gremio de quienes nos dedicamos a las humanidades, ya que se las sacaba del rincón oscuro para hacerlas visibles y relevantes. Lo que se esperaba no sólo era que cambiara el nombre del Conacyt, por supuesto, sino que cambiara su identidad, sus políticas, sus estrategias, de manera que las humanidades jugaran un papel protagónico en el consejo y que, sobre todo, se les diera el lugar que les correspondía.
Este optimismo quedó fortalecido con la reforma del artículo tercero constitucional de 2019 que reconoció el derecho de todos los mexicanos de recibir por parte del Estado una educación en humanidades y filosofía. Dentro de un contexto global en el que la enseñanza de las humanidades –y, en particular, de la filosofía– cada vez está más amenazada, la reforma constitucional mexicana, ejemplo a nivel mundial, nos permitió pensar que íbamos por el buen camino.
Sin embargo, el optimismo inicial se fue desvaneciendo. En la nueva reforma de la educación media superior, lo que se ofrece como formación en humanidades es un batiburrillo que poco o nada responde a lo que entendemos como humanidades y, principalmente, como filosofía. Lo que esta reforma dejó ver es que no hay dentro del gobierno actual una idea clara de qué son las humanidades y de cuál es el sentido de que sean estudiadas y cultivadas. En pocas palabras, todavía estamos muy lejos de tener una verdadera política de Estado para las humanidades.
Cuando se anunció que se incluiría una “h” en “Conacyt” no faltó quien hiciera el chiste que como la “h” es muda, ello no significaría ningún cambio sustantivo en la estructura y misión de dicho organismo. Por desgracia, parece que el mal chiste se ha hecho realidad.
En días recientes se dio a conocer el anteproyecto de la Ley General en materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación. Este anteproyecto contiene numerosas propuestas que merecen examinarse con cuidado. Aquí me limitaré a revisar el lugar que ocupan las humanidades en dicho documento.
Lo primero que podría afirmarse es que la palabra “humanidades” viene como un pegote. Da la impresión de que los redactores del documento añadieron la palabra humanidades cada vez que encontraban la frase “ciencia, tecnología e innovación” para que quedara, entonces, “humanidades, ciencia, tecnología e innovación”. No hay en el anteproyecto ninguna consideración particular sobre las humanidades, sobre sus peculiaridades, sobre el rol que juegan en la identidad y el desarrollo nacional, sobre la razón por la que deben ser contempladas por el Estado como una actividad valiosa a nivel individual y colectivo, sobre las políticas específicas que se pueden proponer para protegerlas y para que alcancen un mayor desarrollo.
En el anteproyecto se introducen dos conceptos que le dan orientación al documento. Uno es el del derecho a la ciencia entendido como un derecho humano. Obsérvese que el derecho contemplado no es a las humanidades y las ciencias, sino únicamente a las ciencias. O bien los redactores del proyecto de ley consideran que el derecho a las humanidades no es algo que merezca la pena suscribir o suponen que al hablar de un “derecho a la ciencia” también incluyen un derecho a las humanidades, pero entonces, no tendría sentido alguno que cada vez que hablan de las ciencias, las tecnologías y la innovación añadieran antes la palabra “humanidades”.
Otro concepto clave del proyecto de ley es el de la independencia científica y tecnológica de México. Está muy bien que el Estado se ocupe de la autonomía científica y tecnológica del país, ¿pero acaso no importa, también, la independencia en materia de humanidades? ¿No es tan importante que podamos tener una vacuna para el COVID-19 hecha en México como que tengamos una filosofía política propia que no estemos calcando del extranjero? De nuevo, tal parece que los redactores del documento no tienen la menor idea ni el menor interés en destacar el rol de las humanidades en una política de Estado definida por la ley en cuestión.
En resumen, el anteproyecto de la Ley General en materia de Humanidades, Ciencias, Tecnologías e Innovación no puede verse como un avance respecto a la ley vigente por lo que toca a las humanidades.
El presidente Andrés Manuel López Obrador dijo hace unos días que la ideología de la cuarta transformación podría llamarse “humanismo mexicano”. Aunque no debemos confundir al humanismo con las humanidades –el humanismo es una corriente dentro de las humanidades– llama la atención que el régimen actual –tan pendiente de lo que afirma su líder– no haya hecho el menor esfuerzo por proponer una política de Estado bien diseñada para las humanidades. Pero más allá de las opiniones del presidente al respecto, lo que resulta descorazonador es que las fuerzas políticas concentradas en el gobierno actual no entiendan que cualquier proyecto genuino de transformación de México requiere de las humanidades para encontrar su camino y cumplir con su misión.