Ernst Bloch (1977). El Principio Esperanza. Aguilar Ediciones: Madrid.


El filósofo alemán Ernst Bloch (1885-1977) se propuso insertar de nuevo la esperanza en la filosofía, luego de siglos en que ésta última insistió en mirar hacia el pasado. Freud y su énfasis en la infancia como determinante de la personalidad, Jung con el mito arcaico, Platón y la eternidad anterior al condenado mundo de lo tangible, se le presentaban a Bloch como productos estériles de épocas en las que la ideología de las clases dominantes entraba en decadencia.

La esperanza, para Bloch, representaba no una ilusión escapista, sino una actitud militante segura de la posibilidad objetiva de crear un mundo mejor a pesar de los peligros y la incertidumbre del presente. Y es de admirar que un filósofo retomara el tema de la esperanza en una época que había sufrido dos guerras mundiales e incontables horrores. Su obra magna, El Principio Esperanza, comenzó a gestarse en la década de los años treinta, pero se terminó de publicar hasta 1959. En ella se adentra en el terreno de lo utópico, concepto tan despreciado en la política, por su aparente falta de estrategia, y en la filosofía, por su supuesta relación con la fantasía y las ensoñaciones de poca seriedad.

Sin embargo, Bloch coloca la utopía en el horizonte material de lo posible: el futuro se halla contenido en potencia en el presente. Y hay que advertir que la esperanza y la utopía no son un sustituto de la lucha de clases como el motor de la historia, sino que se encuentran en el núcleo de este proceso. De hecho, ésta es una de las aportaciones de Bloch: el proveer de riqueza conceptual al punto de encuentro del elemento objetivo del desarrollo histórico con el subjetivo.

Entre los recovecos deliciosos en los que explora las mutaciones de la subjetividad ocasionadas por el impulso utópico, encontramos la exposición, al inicio de El Principio Esperanza, de una genealogía de los deseos surgidos a lo largo de una vida humana. Tales deseos no se ponderan desde un punto de vista convencional psicoanalítico, sino desde su relación respecto al avance hacia la utopía o su estancamiento en la repetición mecánica del mundo dado, como veremos a continuación.

Niñez e intimidad

En los albores de la vida, buscamos ante todo escondites. Ello no implica un ocultamiento ante el mundo; al contrario, es un mecanismo de invención de mundos. Imaginamos universos bajo el cobijo de las sábanas y nos aventuramos en una infinidad de posibilidades. La imaginación requiere de este mecanismo de cierre, como si se intentara diseñar una bioesfera personal y abarcar con la mente el todo. Construimos así nuestras primeras utopías, dentro de islas de intimidad.

Adolescencia y fuego

Llegando a la pubertad, arriban los sueños de huida. Pero ya no se busca la soledad, sino el prestigio. Se desea abandonar el hogar paterno, la provincia. El futuro se convierte en un territorio fértil para el cumplimiento de los sueños. El éxito no necesariamente implica una enorme riqueza, sino un tipo particular de fortuna: forjarse una vida propia. Dejar huella significa triunfar. El contenido de las fantasías se puebla de imágenes que provienen del mundo real, de periódicos y libros. La fama y el prestigio van acompañados de postales de espacios amplios e iluminados: casas, plazas, teatros; épocas doradas a las que se les tiene gran expectativa.

A medida que se avanza en esta etapa, hacia los 17 años, se adoptan actitudes extremas: sólo hay éxito o derrota total, y los amores y desamores se viven a flor de piel. A pesar de que Bloch argumenta que, antes de la división del trabajo en la edad adulta, la juventud está unida por las visiones de un futuro en común, comienza ya a notarse la influencia de los valores de la sociedad burguesa en las fantasías y los placeres imaginados.

Adultez burguesa: competencia

La amplitud de los deseos se hace más estrecha. Se van fijando objetivos más cercanos y definidos, placeres comprables. Asimismo, con el paso de los años, emerge el arrepentimiento. Se desea cambiar el pasado: haber elegido mejor, haber aprovechado una oportunidad, haberse mostrado más firme y valeroso. Las fantasías se ubican en el terreno de una línea temporal alternativa, la del hubiera. Pero el tiempo también vuelve más evidente la división de clases, y es en la madurez donde hay mayor probabilidad de que el deseo se politice.

Al burgués, al gran capitalista, le queda poco que desear. Le es suficiente regodearse con lo acumulado, aunque a veces la opulencia resulta en hastío, por lo que, como el gran Jerjes, está dispuesto a financiar una invención, un nuevo placer para su disfrute. Aun así, no se encuentra una gran fuerza impulsiva en este sujeto; sabe lo que tiene, si acaso se mantiene ocupado dedicándose al esnobismo.

El pequeño burgués, por otra parte, anhela con fervor el quitarse las trabas que le impiden ascender a la gran burguesía, y lo mismo le sucede al proletariado sin conciencia de clase. Los deseos toman un carácter sexual, patrimonial y profesional: contar con un harén, ser un amante destacado, tener una casa en la playa, un yate, cierto estatus social, cierto rol corporativo o gubernamental, y ser respetado por ello. Se busca pisar el exclusivo gran casino de la vida. Bloch pinta la imagen de una mujer que se detiene a observar unos zapatos de piel de lagarto con adornos de gamuza, y un hombre que se detiene a verla a ella como si se tratara de otra mercancía: imagen sintética de la comodificación en serie de la vida.

En resumidas cuentas, la mentalidad de la pequeña burguesía sólo sueña con lo que hay en los escaparates y los folletos de las agencias de viajes, mientras la pornografía y la mercadotecnia aprovechan este impulso libidinal. Esta libido pequeño-burguesa, no obstante su mediocridad, comienza a adquirir tonos mezquinos. No es inofensiva puesto que no está en contra de la explotación, sino que provoca que uno lamente no ser el explotador; tampoco se opone a las jerarquías, más bien se desea ser quien esté en la punta de la pirámide.

La envidia, los celos y los deseos de venganza van aflorando. Soñar con el éxito en la competencia comercial y la supervivencia del más apto conlleva distintos grados de violencia. Esta rabia contenida es encauzada por el gran capital. La receta para el desastre incluye la llegada de un ”hombre fuerte”, como Hitler, en el caso de Alemania, que sublima esta energía y moviliza a las masas contra chivos expiatorios, contra quienes se consideran un obstáculo para la satisfacción de estos deseos y la causa del dolor social que, de hecho, es el propio capital quien propicia. Es interesante que Bloch nos haya ofrecido desde entonces una radiografía del populismo de derecha.

Adultez no burguesa: la ocasión de ser amable

Existe la posibilidad, por supuesto, de una ensoñación no alienada, de un soñador no burgués. Y no se trata de que este soñador renuncie a los gustos materiales, en una especie de apología de la pobreza o elogio del ascetismo. La diferencia esencial radica en que no sólo alberga este deseo de bienestar para toda la humanidad, sino que la dicha imaginada no descansa en la desdicha de los demás. Es decir, el adulto con conciencia de clase no sueña con el triunfo en la lucha económica, sino con el triunfo en la lucha de clases.

Esto coloca a los deseos no burgueses en un territorio cualitativamente distinto. Dado que su realización implica la reorganización de la sociedad y un tipo distinto de relaciones productivas, estos deseos tienen un componente abierto a lo nuevo, a lo desconocido, a lo que todavía no llega a ser pero que es objetivamente posible. Ello representa la dificultad de los sueños no burgueses: nadie nos puede enviar un catálogo a domicilio de objetos de deseo. Pero es ahí donde albergan su potencia: al no buscar la mera repetición de lo ya dado y la extensión del presente, la utopía presenta una verdadera posibilidad de futuro, un futuro auténtico.

La vejez: culminación

Una sociedad floreciente, a diferencia de una sociedad condenada, no ve con temor su propio reflejo en la senectud, sino que contempla en los viejos sus mismas cimas.

El Principio Esperanza, Ernst Bloch

La transición a la senectud se siente más definitiva que las otras transiciones entre las edades por ser justo la última, porque implica la inescapable muerte y ya no hay otra oportunidad, otro horizonte. Aunque este hecho no tiene por qué ser fatídico. Al contrario, la vejez puede ser una época de cosecha, de contemplación, donde todas las otras etapas de la vida se juntan: niñez, juventud y madurez. Claro está que para alcanzar esa quietud es necesaria una base material. Una ancianidad en la pobreza es trágica. Nos dice Bloch en El Principio Esperanza:

En el mundo capitalista tardío es donde menos hay un banco de esperanzas para el anciano. Por la contracción o la problematicidad del ahorro se ha visto también muy perturbado el reposo de los últimos años de la clase media. Sólo la sociedad socialista puede llenar el deseo de ocio de la ancianidad. 

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El anciano desea ante todo tranquilidad, y a menudo se asocia este deseo con actitudes conservadoras, sino es que abiertamente reaccionarias. Se considera que los viejos odian el cambio y optan por mantener las estructuras dominantes. Pero Bloch nos lleva de nuevo hacia una postura dialéctica. Nos dice que el deseo de serenidad del anciano puede ser progresista en el sentido de que se aleja del ajetreo capitalista, al que muchas veces la juventud confunde con la naturaleza misma de la vida. Le concede así al anciano el derecho de ser anticuado:

Derecho a corporeizar épocas en que no todo era tráfico económico, y, sobre todo, épocas en que dejará de serlo todo. Esto hace posible un lazo extraño y, sin embargo, comprensible, entre muchos viejos de hoy y una época nueva, una época sin lobos atildados, hábiles y robustos: la época socialista. El deseo y la capacidad de vivir sin apresuramientos miserables, de ver lo importante y olvidar lo insignificante: he aquí la vida en sentido propio en la senectud.

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Coda

Los párrafos que Bloch dedica a las edades y sus génesis deseantes están lejos de ser una teoría refinada. Se encuentran más cerca de un repaso ensayístico. Otra historia son los subsecuentes capítulos de El Principio Esperanza, aunque jamás abandona su estilo un tanto oscuro para nuestros hábitos de lectura. Pero como nos dice Fredric Jameson en Marxismo y forma (1971), el pensamiento dialéctico sólo puede encontrar su forma textual en la interacción de la observación sociológica, el análisis psicológico, la incidencia económica, la explicación filosófica, el recuento histórico y la exposición de las contradicciones estructurales. El rescate que debería hacerse de estas palabras consiste en saber que, así como cada modo de producción genera un marco de pensamiento, cada etapa de la vida está acompañada de proyectos y fantasías en las que hallamos tanto el egoísmo vicioso heredado por las clases dominantes como el anhelo de un mundo mejor nacido de la trascendencia de las condiciones adversas del presente.


Referencias

Jameson, F. (2016). Marxismo y forma: Teorías dialécticas de la literatura en el siglo XX. Akal: Madrid.